La biografía del hombre

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“Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía.” Esta afirmación de Octavio Paz, escrita a propósito de Fernando Pessoa, es desmentida por él mismo. Los poetas tienen biografía. Paz tiene biografía. Acaso no hay otra más importante, menos baladí, en la literatura mexicana. Paz es el mexicano por biografiar. Recordarlo es reconstruir un siglo. Oportuno, atraviesa la Revolución Mexicana de principio a fin. Universal, admira las ilusiones modernas y documenta su desplome. Entre su nacer y su morir, la cultura mexicana del siglo XX, el llamado del socialismo, el alarido del surrealismo, Madrid bajo las bombas, las dos guerras, el amor y el erotismo, la India en su disyuntiva, los movimientos estudiantiles, el renacimiento del liberalismo. Eso, y sus poemas. Los poetas tienen biografía. Su obra es la biografía del hombre.
     Biografiar a Paz no es trabajo sencillo. Él mismo, confidente en su poesía, es parco en sus memorias. Embelesado por el presente, mira el mundo y polemiza aquí y ahora. Sólo en su vejez cambia el tono: descansa el polemista, prevalece el melancólico. Nostálgico, recuerda y escribe encomiables recuentos vitales: Itinerario, Vislumbres de la India, los prólogos a sus obras completas. No es poco sino insuficiente: la vida del poeta se atisba, no se contempla. Lo mismo ocurre con los textos biográficos escritos para contenerlo: atrapan su imagen, no su vida. Nadie ha pretendido escribir aún, prematura y ambiciosa, La Biografía. Fernando Vizcaíno traza, en su Biografía política de Octavio Paz o la razón ardiente (1993), algunas líneas, y otras muchas Enrico Mario Santí en su portentoso El acto de las palabras (1997). Algún día se dibujará al poeta de cuerpo entero y entonces se revelará el misterio: el rostro de Paz es, sencilla, inexplicablemente, el nuestro.
     Aparece ahora Poeta con paisaje, de Guillermo Sheridan, el recuento más importante a la fecha de la vida de Paz. El libro, compuesto de seis capítulos y una entrevista, no se pretende tampoco la biografía definitiva. Desdeña, cuando no es indispensable, la vida íntima de Paz y se concentra en su formación política e intelectual. No trata de todo el itinerario paciano sino de sus primeras estaciones, de la infancia a la desilusión socialista. (Un último capítulo, circunstancial, rebasa el marco temporal al anotar la carrera diplomática de Paz.) Estas limitantes son, cosa curiosa, sus virtudes: delimitado el espacio, el libro revisa con inusitada hondura a un Paz acotado. Ningún ensayo estudia con tanta minucia la infancia del poeta como el que inaugura este tomo. Ninguno otro revela con tanta generosidad su adolescencia como tres de estos textos. La organización del libro es ya sintomática: a la mitad se ubica, capítulo nodal, el viaje de Paz a Madrid en 1937. Allí se deciden los asuntos que más importan al tomo: la lealtad al socialismo, el conflicto entre poesía y militancia, la desencantada entrada a la madurez. Una novela de formación con clímax entre las bombas.
     Retratar al poeta supone dibujar el paisaje que lo contiene. Sheridan, que lo sabe, se divierte con los pinceles. Observa a Paz y ya colorea a sus acompañantes. Están, desde luego, la ciudad de México al fondo y los Contemporáneos en el centro. Están, también, los poetas coetáneos de Paz, la izquierda socialista, el presidente Cárdenas. A veces Paz parece el vehículo de Sheridan para volver sobre sus obsesiones: el México cultural de los treinta, las izquierdas delirantes, la ilusión socialista. Hay apartados ajenos a la biografía de Paz (el Primer Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, el retrato de ciertos escritores) que valen todo el libro. Paz es apenas un muchacho y la cultura mexicana todavía no gira cerca de su órbita. El eje son entonces los Contemporáneos, y entre ellos, Jorge Cuesta, estrella del paisaje. Sheridan lo observa como al André Gide mexicano: a la manera de una conciencia independiente que cobijará al joven poeta. Una novela de formación con héroes suicidas.
     Bondad aparte: los estudios literarios incluidos en el libro. Sheridan lee la obra de Paz para vincularla con su vida, pero también por el mero gusto de leerla. Mira las obras como contexto y, además, como textos. Primero ubica los poemas del joven Paz en su entorno vital, y después mira solamente dentro de ellos. Eso hace, por ejemplo, con Raíz del hombre y con “Entre la piedra y la flor”, poema militante. Del primero, erótico y amoroso, destaca el influjo de D.H. Lawrence; del segundo, la sombra baldía de T.S. Eliot. Más profundo todavía es su análisis de los poemas nostálgicos del Paz maduro, aquel que en Pasado en claro recuerda y sacraliza su infancia. Escribe Sheridan sobre ellos como quien mira el teatro cerca de la tramoya: admirando el espectáculo, descubriendo el artificio.
     La persistencia de Paz es obvia en un fenómeno: desaparece el poeta, no la imagen que nos lega. Ido él, perdura su imagen del mundo y, especialmente, la de México. No es siquiera necesario leerlo para movernos en su país propio, atestado de mitos circulares y analogías arrebatadas. Construye una imagen poética del espacio que lo contiene y nos invita a habitarla. Lo mismo hace consigo mismo: construye una imagen poética de sí mismo y, un segundo después, nos invita a tomarla como cierta. Sheridan, acaso sin pretenderlo, extiende esa imagen. De pronto revisa la vida de Paz a través de sus poemas, y es en ellos donde anida la mitología paciana. El ensayo sobre su infancia parte, por ejemplo, de los poemas nostálgicos del viejo y los confunde con su vida. El resultado es siempre hermoso, aunque a veces demasiado hermoso para ser del todo cierto. Es mejor así: el poeta merece el homenaje de la poesía, no de la academia.
     Para quienes no tuvimos oportunidad de conocerlo, Paz es ese Paz. Íntimamente ligado a la historia, es para nosotros la historia misma, tan cierto como el siglo, tan intangible como el tiempo. Difícil imaginarlo en la vida cotidiana como en su infancia o adolescencia. Es el morbo de conocerlo en su intimidad lo que nos acerca, en parte, a esta biografía. Sheridan, concentrado en las ideas y el contexto, no desdeña nuestro morbo vergonzoso. Al lado de la biografía intelectual se perfila, íntima y curiosa, otra más pequeña. Observamos a un Paz más de carne que de hueso, atravesado por el apremio de la adolescencia. Conocemos de su media hermana, de sus penurias económicas, de su gusto por el baile, de su delirante amor juvenil por Elena Garro. Lo vemos equivocarse, cometer ripios, confundirse con los espejismos de la ideología. Confirmamos, además, lo ya sospechado: su entusiasmo inmarcesible. Paz, lector de los románticos, no fue nunca el joven melancólico, atormentado, de las novelas decimonónicas. Embelesado por el mundo, miró lo mismo para dentro de sí que para afuera. Observaba y participaba. No fue un alma nocturna sino luminosa, tan solar como su poesía.
     Es innegable la cercanía entre biógrafo y biografiado. También lo es la admiración de Sheridan por el poeta. No es ésta una biografía iconoclasta sino admirativa, nacida del aprecio. Sheridan sospecha de algunos recuerdos de Paz, duda de su viaje infantil a Los Ángeles, reconoce la debilidad de sus primeros poemas políticos, pero guarda el sarcasmo para otros personajes. No es importante: la biografía está tan lejos del terrorismo como de la hagiografía. Es un retrato emocionado, y eso es todo. No podía ser, además, de otra manera. Las mejores biografías nacen de la admiración o del desprecio, para reconocer o desacreditar a un personaje. Los momentos más logrados de Poeta con paisaje son cuando el respeto de Sheridan por Paz deviene una mirada minuciosa, embelesada, de su vida. Se admira al biografiado, y por lo mismo se señalan uno a uno los libros de su biblioteca infantil, se sigue paso a paso su viaje por España, se retratan con lentitud sus encuentros y desencuentros con otros escritores. El aprecio no se torna complacencia sino, cosa importante, obsesión por el detalle.
     El asedio de Sheridan es tan minucioso que no es difícil contemplar finamente los procesos vitales de Paz. Nada sorprende en su itinerario porque todo es producto de una decantación lenta, sinuosa. Lejos de él los virajes súbitos y las transformaciones radicales. Paz avanza con los ojos abiertos, encontrando obsesiones e ideas en el camino, cambiando al ritmo de su andar. Sheridan persigue sus pasos y alumbra las transformaciones naturales. Una es enfatizada: el paso de la ilusión a la desilusión socialista. Otra, más amplia, es sugerida: la conversión del moderno ingenuo, convencido, en un moderno crítico, escéptico. Se retrata la fe adolescente de Paz en la Historia y se anota su posterior apostasía. El libro termina donde comienza el proceso siguiente: exorcizada la Historia, el poeta se topa con la mitología del surrealismo y el Oriente. Termina la veneración de la modernidad, empieza su crítica. Virtud de Sheridan: dibuja al primer Paz, esboza en él a todos los siguientes. –

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es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).


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