Juan García Ponce, entre el jardín y el árbol

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En la casa de Juan García Ponce los muros están llenos de cuadros. Son cuadros que le han obsequiado sus amigos artistas. Hacer en compañía de él y de María Luisa Herrera, su asistente, un recorrido por esa galería doméstica, es un placer. Es un poco rehacer la historia de la mirada de Juan, que es desde luego la historia de su mirada crítica y de su mirada literaria. Por poco que uno lo conozca, verlo mirar es un deleite. Sus ojos sonríen. Y su sonrisa no es pasiva, es más bien la sonrisa de un hacer. Cuando Juan contempla esos cuadros sumergiéndose en ellos, recordando las circunstancias en que le fueron obsequiados, pasando mentalmente la página que escribió sobre sus autores, su percepción sensible se desdobla en esa sonrisa que es percepción intelectual. Al mirar cuadros con él, se comprueba lo que tantas veces y de diversas maneras escribió: que la forma plástica participa de una vida que la desborda, o como él lo diría más justamente, que las imágenes adquieren el valor de una presencia.
     Ahora bien, el universo visual en el que Juan se envuelve no es puramente pictórico; mantiene, como capítulo complementario, las horas de la tarde que pasa contemplando el jardín de su casa. Por supuesto que ese jardín, al que asoman las estancias de la planta baja y las habitaciones del primer piso, es un jardín interior para el espíritu. Un deleite para los sentidos, pero algo más: los jardines son ordenadores de la conciencia. La vena fenomenológica de los ensayos de Juan García Ponce, su exaltación de la visibilidad, de la vitalidad, de la profundidad, de la invención y del orden en la pintura tiene que ver con una conciencia de lo viviente muy fuerte y muy suya, conciencia de la que quizá ese jardín sea un centro vivo en largos momentos de contemplación. La pintura que ocupa los muros de su casa mantiene el fuego de la presencia; el jardín es el presente. Interior y exterior se responden. Para los sufíes, los cinco sentidos que podían hallar su universo en un jardín, se complementaban con cinco sentidos interiores: el sentido común, la imaginación, la cognición reflexiva, la asimilación y la memoria. El jardín es un transformador de la contemplación en comprensión. Tal como lo es la escritura de Juan sobre pintura.
     La experiencia de leer los escritos de Juan sobre la visión —uno de los temas fundamentales de su escritura sobre el arte— nos mueve a abrir de nuevo los ojos, si cabe decirlo, con otro arranque, no tanto por sus capacidades descriptiva y exegética, que son amplias, sino por su muy particular detenimiento en establecer lo que la mirada implica. La mirada no es inocente y no debe ser indulgente; en cambio, tiene el valor de lo concreto. Juan ha ejercido esta ética en toda su obra escrita. Es un hombre que no ha retirado la vista. En el México de los últimos cincuenta años, la repugnancia a decir las cosas, el acallamiento y la falsa discreción han ido cediendo espacio, conforme se deja de actuar como si no hubiéramos visto. Un recuento de la obra de Juan García Ponce lo revela, en este plano, como una inteligencia imprescindible, que ha dirigido deliberadamente su mirada a tener que ver por encima de pudores, conveniencias y cegueras voluntarias. Juan ha ejercido esa mirada tanto en su literatura erótica como en sus ensayos y —renglón que no cabe pasar por alto— aun en su labor como traductor. Lo ha hecho con desafío. Ha sobreexpuesto las prohibiciones mediante una curiosidad intelectual en la que el apetito de saber no es ajeno a la mirada del voyeur, y la mirada del crítico de arte no es ajena a la iconoclasia.
     Juan es el rebelde lúcido y ha desempeñado ese papel con beligerancia, pero también con generosidad, en el terreno de la crítica. A lo largo de los años sesenta, concurrió a algunas batallas decisivas con el grupo de jóvenes pintores inconformes que enfrentó el oficialismo del momento, el cual atesoraba el mito de la Revolución como única justificación de la cultura mexicana ante la población y ante el mundo. Pudo ser provocador, escandaloso, parcial, escarnecedor, afrentoso en algunos episodios, pero Juan García Ponce nutrió el trabajo de ese grupo de artistas con la orientación de un discurso innovador, inteligente, amplio y cohesivo en el plano estético. Sus consideraciones no dejaban de ser también desconsideraciones (para utilizar el término con que intituló uno de sus volúmenes de ensayo), es decir actos de incorrección. Al releer hoy sus ensayos puede apreciarse cómo, ante la obra de pintores como Lilia Carrillo, Vicente Rojo, Roger von Gunten o Manuel Felguérez, Juan acudía a fundar un lenguaje crítico plausible, imaginativo, concreto —podría decirse casi que acudía a tocar las obras con palabras nuevas—, que sirviera, no para consumar expectativas al uso, sino para vislumbrar, a veces inventar y en lo posible alcanzar ese más allá de realidad que él apreciaba en la obra de arte, y que definía como "lo sagrado", "la presencia", "el ser", "lo otro", siguiendo las intuiciones que le suministraban sus lecturas de Heidegger, Worringer, Merleau-Ponty, Maurice Blanchot y Georges Bataille, entre otros. Junto con Octavio Paz, y en la línea de Xavier Villaurrutia y Luis Cardoza y Aragón, Juan García Ponce estaba intentando hacer de la crítica de arte un territorio creador. Y lo logró. No sólo fue portavoz y conciencia crítica de un grupo; echó además las líneas de una poética no de la imagen sino hacia la imagen. Escribió también sobre artistas precedentes como Tamayo, Álvarez Bravo y Soriano, y con los años extendió su atención hacia los nuevos pintores que surgían, los hermanos Castro Leñero, Irma Palacios, Ilse Gradwhol, Gabriel Macotela y Miguel Ángel Alamilla, entre otros. Su legado es hoy considerable.
     En lo personal, al leer los escritos de pintura de Juan García Ponce, siento algo semejante a esa respuesta instintiva que, en la naturaleza, suscita el hallar unos ojos que nos miran en la espesura, muy penetrantes y acaso salvajes. El ojo que mira al ojo. En los ojos sonrientes de Juan, válgame el lugar común, encuentro luz, pero también el fondo oscuro de un vivir muy adentro. En uno de sus diálogos, Platón pone en boca de Sócrates, al hablar sobre la inscripción délfica "Conócete a ti mismo", que esta operación intelectual equivaldría a pedirle al ojo que se viera a sí mismo, cosa que podría hacerse de dos maneras: ya sea mirándose al espejo, o mirándose en el ojo de alguien más. Juan, que ha hecho de la mirada su centro de atención, comparte su vista de esta segunda manera, dejándonos ver en la mirada suya.
     Así ocurre en el recorrido por la galería doméstica, con él y con María Luisa: el ojo se ve mirar mirándose en el ojo. Juan deja que el visitante haga breves observaciones sobre algunos cuadros, que a veces él pespuntea. La visita culminará seguramente en su estudio de escritor. Ahí, al dar la espalda al jardín y justo enfrente de la mesita de trabajo, se abre una ventana que da a otro espacio interior de la casa, a un pequeño patio blanco donde mora un árbol solitario. En ese lugar, el escritor se halla en el centro del movimiento y del reposo, traza entre dos polos el eje de su existencia, entre el jardín y el árbol: entre la fertilidad y la entereza. Ahí reside Juan García Ponce. ~

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(ciudad de México, 1956) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es 'Persecución de un rayo de luz' (Conaculta, 2013).


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