José María Velasco: el arquitecto del aire

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José María Velasco nació en un pueblo del Estado de México en 1840 y falleció en 1912. La historia del arte mexicano en la segunda mitad del siglo xix parece inconcebible sin la figura prístina y clásica, transparente y –como todo lo que es transparente– misteriosa de José María Velasco. Para nosotros, hijos del siglo xx y tíos abuelos del xxi, resulta casi imposible concebir una historia del arte sin la categoría de lo que llamamos paisaje, uno de los géneros pictóricos más socorridos en la edad moderna pero también uno de los de más reciente invención.

Hay que recordar que la voz “paisaje” está asociada a “país”, que a su vez deriva de “pacto”, que es la asociación de los “paganos” que viven juntos o han decidido vivir juntos en el mismo lugar. Los paganos –en francés es más transparente la relación entre païens y pays– son aquellos que no tienen otros dioses que los dioses del lugar. Un paisaje sería así la asociación de algunos pobladores paganos en o alrededor de un lugar –y de sus genios– y de un pacto. Velasco, paisajista, será un pintor extremadamente celoso de dar imagen y representación a los dioses del lugar que le tocó en suerte habitar. Se ha hablado del sentido religioso en la obra de Velasco –más por sus horizontes que por sus episodios–, y esa piedad se desarrolla en él a la par como una función de la inteligencia y como una sintaxis de la sensibilidad, el fervor y el corazón. Pero el paisaje nunca está en bruto, es siempre una invención –algunos lo relacionan con la invención de las ventanas de vidrio que fueron las primeras “marialuisas” o marcos en la presentación y representación de un paisaje, otros a la “tierra en fuga” (landscape) que se ve desde la ventanilla de un tren.

(Oscar Wilde en La decadencia de la mentira se burla de cómo la naturaleza se va poniendo a la moda según los diversos salones. Y es curioso cómo, entre nosotros, el paisaje aparece más tempranamente en la poesía y en las letras que en la pintura.)

La pintura de José María Velasco puede ser una buena manera de comprender estas caleidoscópicas ideas. Salta a la vista que el paisaje del Valle de México pintado por él tras su diáfana presencia, encierra una compleja construcción, una ingeniería de perspectivas aéreas, líneas, proporciones, volúmenes y colores que resulta difícil concebir o encontrar antes de Velasco, por más que haya habido diversos y nobles antecedentes, como los artistas Rugendas, Nebel o los pintores de inicios del siglo xix.

 

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El paisaje-emblema del Valle de Anáhuac o Valle de México es obra de José María Velasco. Así lo insinúa, con certera transparencia, Xavier Villaurrutia quien, para describir a José María Velasco y su obra, parece limitarse a evocar el paisaje:

 

El azul del cielo del valle tiene una pureza de esmalte. Las nubes que en el cielo navegan, una consistencia de mármol. Los crepúsculos alcanzan variedades increíbles pero raramente y solo por excepción surgen colores inesperados. Aun entonces, una cortina de polvo finísimo atenúa los colores que de otro modo serían demasiado cálidos.
Esa cortina de polvo se formó, silenciosa e insensiblemente, en los lagos de la vieja Anáhuac, hoy desecados.

Las montañas son el marco del valle. La transparencia del aire las aproxima, pero, a medida que a ellas nos acercamos, mantienen, a modo de miraje, su orgullosa distancia. Son de un azul intenso y mate. A veces, toman una coloración violeta. En todas partes hacen actos de presencia. ¡Cuántas veces, al término de una calle, en plena ciudad nos marcan la frontera vertical y magnífica del valle!

Del silencio del valle, ¡qué decir sino que es tan intenso que el oído atento puede escucharlo!1

 

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Velasco no pintó ocasional ni incidentalmente esa visión panorámica –solía acampar en el sitio antes y durante el estudio dibujado de sus paisajes y, de hecho, hay algunos cuadros que retratan, como si fuesen paisajes en miniatura, su silla plegable, su caja de colores, su sombrilla campestre. Ese espacio físico, mental y pictórico fue muchas veces asediado por el cuerpo y la mente del artista nacido en el pueblo de Temascalcingo y fallecido en Villa de Guadalupe Hidalgo de la ciudad de México.

Sus numerosas construcciones plásticas están preparadas por un sinnúmero de dibujos, esbozos, diagramas y proyectos, pero todas giran en torno a una cierta idea fija, gravitan alrededor de un concepto artístico que será trabajado y pulido una y otra vez por el pintor a lo largo de muchos años y de una serie de apuntes –que toma de la tierra como quien le toma el pulso– realizados por el pintor en vivo, a la intemperie y bajo el firmamento luminoso de los cielos de México. El arte, la técnica del paisaje los aprendió Velasco de sus maestros, en particular del italiano Eugenio Landesio, quien a su vez fue discípulo del paisajista húngaro Károly Markó (1791-1860),2 en quien la pintura de paisajes alcanzó una excelencia raramente vista antes. Además de pintor, Landesio fue maestro de perspectiva y, buen italiano, hombre ingenioso y práctico. A poco de llegar a México, hizo publicar en dos tomos un libro al que tituló Cimientos del artista, dibujante y pintor / Compendio de perspectiva lineal y aérea, sombras, espejos y refracción, con las nociones necesarias de geometría. El libro estaba ilustrado y en su segundo tomo aparecen veintiocho láminas explicativas puestas en litografía por sus discípulos Luis Coto, José María Velasco y Gregorio Dumaine.

Velasco, desde luego, “traía lo suyo”, como dice la voz coloquial: ya desde niño sus maestras y profesoras se quejaban de que al niño solo le interesara pintar y dibujar. En la Academia de San Carlos destacó muy pronto como ayudante y discípulo del italiano cuya obra didáctica de dibujo y perspectiva ayudó a ilustrar. Además, hizo en la Escuela de Medicina estudios sobre la flora y la fauna nativas de México.

Con reveladora perseverancia, dedicó más de trece años a la investigación del axólotl o ajolote, estudió además el fruto conocido como “pitahaya” por sus previsibles beneficios a la industria. Se puede desprender de su obra que hizo estudios de ingeniería, urbanismo y aun geología, como dejan ver los títulos de algunos de sus cuadros: “Pórfido del cerro de los Gachupines”, “Pórfidos del Tepeyac” (pórfido: palabra-contraseña entre los geólogos).

Esta formación tan solvente, así como los consejos de sus maestros y compañeros, lo fue encauzando hacia la realización de ese vasto designio artístico que cristaliza en esos lienzos, cuadros, paisajes cuyo común denominador es el Valle de México. Entre tanto y a lo largo de los años, la mirada del artista se enriquece con el oficio del ojo científico, pues Velasco colaboraría con numerosos dibujos e ilustraciones para la revista mexicana Naturaleza, fundada por uno de sus maestros, Manuel Villada.

No es raro que Octavio Paz aluda al artista como a una suerte de anfibio (axólotl) entre la ciencia y el arte.

Como quien no quiere la cosa, el artista va organizando un arsenal determinado por un afán de pureza y clasicismo para desarrollar una obra específica: una anchurosa visión desvelada por medir el horizonte y por medirse con él desde una perspectiva aérea –uno de los temas tratados en el libro de Landesio.

Esta idea no es exclusivamente de orden pictórico y artístico. Es de índole espiritual o, si quiere peor, mental. Se ha dicho que Velasco es un pintor académico. Ciertamente, lo es, pero cabe recordar que la entrada de la Academia original fundada por Platón estaba presidida por un lema: “Nadie entre aquí si no sabe geometría”. La sed abrasadora de geometría, la construcción de grandes espacios como una necesidad física, el apetito de una monumentalidad sin monumentos, la representación casi imposible de la luz y del arcoíris de la transparencia son unas de las más finas y firmes contribuciones de Velasco a la historia de la pintura mexicana, hispanoamericana y universal.

La visión panóptica y astringente de Velasco parecería deslindarse de la historia. Cabe precisar, sin embargo, que su compromiso con la geografía y con el genio del lugar llamado México no podía pasar por alto ni la historia ni la política (como indican los diversos signos sembrados con discreción en sus lienzos: ferrocarriles, puentes, haciendas contempladas de lejos) ni, por supuesto, la ciencia y el arte. Su poder de astringencia y de conceptualización, su inteligencia artística y estrictamente formal lo llevan, primero, a describir y descubrir un cierto lugar –el Valle de México–, luego, a hacer con ese descubrimiento y esa descripción una propuesta en el orden de las artes plásticas y, en filigrana y más allá, a acuñar una
idea de paisaje que quedaría sembrada en la tradición mexicana casi como una marca comercial y polinizaría el oficio y ejercicio de sus seguidores y sucesores –del Dr. Atl y Diego Rivera a los diversos artistas de la fotografía.

Octavio Paz ha comparado al poeta Manuel José Othón con José María Velasco. La comparación es justa por el nexo orgánico que existe en ambos con la tradición clásica y con la contemplación y experiencia de la Naturaleza:

 

El equilibrio, la sobriedad arquitectónica, los ritmos austeros recuerdan la precisión de ciertos poemas mexicanos. Si Velasco hubiera sido poeta, su forma predilecta habría sido el soneto. Sus paisajes poseen el mismo rigor, la misma arquitectura desolada y nítida, la misma monotonía de los sonetos de Othón. La línea horizontal que los divide tiene la calidad de un final de estrofa. Y hasta se atreve con sobrias rimas, ecos, correspondencias. El cielo frío y azul, inmenso, rima con el agua parada de los charcos, reducido infinito; las nieves de los volcanes, nubes inmóviles, son algo más que un recuerdo, una alusión y un eco de las otras nubes que se mueven, silenciosa e invisiblemente, en la profundidad del cielo: son una verdadera metáfora. Como Othón, logra recrear el paisaje de México sin ninguna concesión, sin ningún adjetivo.3

 

En Velasco se da una convergencia de monumentalidad y de capacidad para reproducir en el grano más fino el detalle de las rocas, plantas y cielos. Esto no podría haberse dado sin una formación de dibujante científico, pero la sed, la necesidad de horizontes vastos y la convivencia constante con la grandeza y con la sencillez hacen de este artista un guía espiritual y moral que en nuestros tiempos, tan socorridos por las diversas variedades de la cursilería, se vuelve imprescindible. No es casual que, desde José Martí, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia hasta Octavio Paz, Raquel Tibol y Olivier Debroise, los más diversos autores se hayan ocupado de este dinosaurio de la pintura (que por cierto audazmente pintó y recreó en sus últimos años la flora y la fauna del Cretácico y Cenozoico Mioceno con estremecedora intuición). José María Velasco es, por todo esto, uno de los padres fundadores del espacio pictórico mexicano e hispanoamericano.

 

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Si en la obra de Velasco llega a su cumbre el despliegue de esos vastos panoramas del Valle de México, hay que admitir que también ella es, en sí misma, de una magnitud comparable, es decir monumental. Velasco admite haber pintado 273 cuadros de diverso formato desde que salió de la escuela de San Carlos, a lo que hay que añadir el caudal de dibujos preparatorios y la legión de ilustraciones y dibujos de científica índole. La obra de Velasco es en sí misma de una magnitud incomparable. A fuerza de buscar dar realidad a una idea labrada, cincelada por así decir en el lienzo, vivida y pensada hasta alcanzar la transparencia, se resolvió esa ansia de espacio y de luz que solo puede ser interior, de orden ético rayano en lo religioso. El México de Velasco es, además, un México visto por un arquitecto y urbanista, un pintor y un dibujante con ribetes de agrimensor, botánico, zoólogo, naturalista y geólogo. ~

 

 

 

 

 

1 .Xavier Villaurrutia, Obras, con prólogo de Alí Chumacero, recopilación de textos de Miguel Capistrán, Alí Chumacero y Luis Mario Schneider, México, fce, 1953, p. 996.

2. Zoltán Dragon, “Las 15 pinturas de Károly Markó en México”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, primavera, año/vol. xxix, número 90, México, Universidad Nacional Autónoma de México, pp.189-226.

3. Octavio Paz, “Pinturas de José María Velasco”, en Obras completas tomo vii: “Los privilegios de la vista ii / Arte de México”, edición del autor, México, fce, 2003. “Pinturas de José María Velasco” se publicó en la revista Hoy, núm. 290, en México, el 12 de septiembre de 1942.

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(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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