Irlanda no debe ser tan mal lugar

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I

Las Aran son un grupo de apenas tres islas ubicadas en la desembocadura de la bahía de Galway, en la costa oeste de Irlanda, que sorprendieron a un Martin McDonagh de seis años por su “cualidad lunar, inverosímil, agreste, de abandono absoluto”: Inishmore, la más grande; Inishmaan, la mediana; Inisheer, la más pequeña. (En gaélico, inish o inis significa isla.) A este paraje inhóspito, reflejado en los rasgos tanto físicos como psíquicos de sus habitantes –la mayoría pescadores–, se desplazó en 1934 el documentalista hollywoodense Robert Flaherty para rodar Man of Aran. La filmación de este clásico es el detonador de The Cripple of Inishmaan (1996), primera parte de la “Trilogía de las islas Aran”, completada por The Lieutenant of Inishmore (2001) y The Banshees of Inisheer, única obra de McDonagh que a la fecha no se ha montado ni publicado merced a que su autor la juzga mediocre. En Inishmaan, la llegada de la delegación americana –en McDonagh, América se perfila como una entelequia, un sueño cosmopolita para huir de la pesadilla rural– alborota el cotarro pueblerino y pone en marcha todo un mecanismo de envidias y mezquindades, típico del dramaturgo, aderezado por un ritornello que se vuelve un auténtico consuelo de idiotas: “Irlanda no debe ser tan mal lugar –aseveran distintos personajes– si los franceses/los negros/los alemanes/los tiburones quieren venir aquí”, o más aún, “si los tullidos [en alusión a Billy, el joven lisiado y tuberculoso del título] dan la espalda a Hollywood para regresar acá.” Luego de leer o presenciar las seis obras conocidas de McDonagh, escritas junto con The Banshees of Inisheer en 1994 en medio de un frenesí creativo, el lector/espectador queda atónito. ¿Cómo vivir o sobrevivir en un país donde, según la “Trilogía de Leenane” –ciudad situada en el puerto de Killary, región de Connemara, condado de Galway–, campean impunemente el matricidio, el uxoricidio y el parricidio; donde hay herederos de Caín y Abel que luchan casi a muerte por una bolsa de papas fritas, madres castrantes que terminan castradas por sus propios hijos, miembros de facciones separatistas que se refieren con afecto a sus mascotas mientras mutilan sin piedad a quienes venden droga a alumnos protestantes y católicos por igual, chicas bellas y bravuconas que lo mismo se enamoran de un sacerdote borrachín que se divierten cegando vacas con un rifle de diábolos, chicos capaces de juguetear con cráneos exhumados o de cortar las orejas de un perro para guardarlas en una bolsa de papel? ¿De qué hablamos cuando hablamos de Irlanda, esa nación que tiene el dudoso honor de contar con Leenane, “la pinche capital europea del asesinato”, si Martin McDonagh (1970) la retrata como cuna de melancólicos que rozan la psicosis y se debaten entre la religión de la violencia y la violencia de la religión, entre un rico pasado cultural y un presente pobre, signado por una nueva especie de oscurantismo y una ruindad atávica?

II

Aunque la crítica lo compara con Samuel Beckett y John Millington Synge, clásicos del teatro irlandés a quienes rinde tributo directo en los títulos de A Skull in Connemara (1997) y The Lonesome West (1997), partes de la “Trilogía de Leenane”; aunque en su obra también se detectan ecos de Neil LaBute, David Mamet, Harold Pinter y Sam Shepard, dramaturgos que al igual que él se han sentido atraídos por el mundo del cine (Six Shooter, su debut tras la cámara, fue premiado como mejor cortometraje de ficción en la más reciente entrega del Oscar; ahora prepara En Brujas, su primer largometraje, sobre dos asesinos que huyen a la ciudad belga al cabo de matar accidentalmente a un niño: “Creo haber dicho suficiente como dramaturgo joven”, asegura); aunque nació y creció en Londres junto con John, su hermano mayor, y conoció Connemara –la zona donde se ubica toda su producción salvo The Pillowman (2003), ambientada en un estado totalitario en un futuro o quizá un pasado incierto– a través de los viajes veraniegos efectuados durante la infancia, McDonagh ha hallado una voz no sólo propia sino decididamente irlandesa merced a un oído notable que le permite captar la vasta gama de matices dialectales de la Eire rústica, primitiva, y cumplir así con el dictum de Kenneth Tynan: “La tarea sagrada de Irlanda es enviar, cada pocos años, a un autor que salve al teatro inglés de la pesadumbre inconexa.”

Pesadumbre, hay que aclarar, abunda en el universo de McDonagh. Lo que brilla por su ausencia es la inconexión, debido en gran medida a una fibra narrativa trenzada en el tapiz teatral que se refleja tanto en la idea de saga –ahí están las dos trilogías; la de Leenane es sin duda la mejor tejida, con personajes y anécdotas que deambulan de una obra a otra con entera y pasmosa libertad– como en la inclusión de textos para ser leídos o representados en escena: la carta de Pato Dooley a Maureen Folan en The Beauty Queen of Leenane (1996), el trabajo más celebrado de McDonagh; la misiva suicida mediante la que el padre Welsh busca reconvenir a Coleman y Valene Connor, los hermanos de The Lonesome West que simbolizan una Irlanda en escisión y pugna perpetuas; los relatos macabros de Katurian, el escritor que en The Pillowman es sometido a un interrogatorio brutal a raíz de que los infanticidios descritos en su obra inédita empiezan a cometerse en la realidad. A estos textos se suman las leyendas irónicas que presiden las casas de campo donde se desarrollan las violentas tramas de The Beauty Queen of Leenane y The Lieutenant of Inishmore: “Que estés en el paraíso media hora antes de que el diablo sepa que has muerto” (en un secador de cocina) y “Hogar dulce hogar” (en un bordado enmarcado). Humor negro, sí: ese que nos remite a una noche sin luna ni estrellas en pleno campo irlandés, ese que nos hace reír sin que nos percatemos de que la sonrisa esconde un rictus de horror ilimitado.

III

Si Pinter comprueba que todo cabe en una pausa si ésta se sabe acomodar –para muestra basta ese espléndido botón que es Betrayal–, McDonagh acomoda las pausas para puntuar diálogos y acciones que constatan que a veces el crimen queda en familia. En The Beauty Queen of Leenane, Maureen, solterona por la fuerza, mata a su madre con un atizador luego de bañarle una mano con aceite hirviente; en A Skull in Connemara, Mick Dowd, sepulturero de Leenane, debe exhumar los huesos de la esposa que asesinó en un arrebato etílico; en The Lonesome West, Coleman Connor le vuela los sesos a su padre por haberse reído de su peinado (“Hay insultos que no se perdonan nunca”, dice); en The Lieutenant of Inishmore, Padraic, miembro de un grupo que se ha separado del eri, amenaza liquidar a su padre pero se lo impiden dos balazos por parte de Mairead, su novia adolescente; en The Pillowman, Katurian asfixia a sus padres con una almohada al descubrir que éstos martirizaron a Michael, su hermano menor, durante siete años consecutivos. Homicidio y tortura, fe y barbarie –ahí están el crucifijo y la escopeta que presiden la casa de The Lonesome West–, lazos fraternos corroídos por la inopia y la estulticia: el orbe de McDonagh, sangriento y casi prehumano, anárquico y amoral (“Tengo mucha moral –dice algún personaje–, sólo que no la presumo como cierta gente”), se nutre sin embargo de una corriente subterránea de nostalgia y en ocasiones hasta de ternura que le permite irradiar una belleza inaudita, una luz semejante a la de un cráneo expuesto al crepúsculo de Connemara.

Coincidamos entonces: Irlanda no debe ser tan mal lugar, siempre y cuando haya escritores como Martin McDonagh que la doten de nueva vida –salvaje y convulsa, sí, pero vida a fin de cuentas. ~

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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