Hitler: 1936-1945: nueve años que destruyeron al mundo

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Hitler: 1936-1945: Nemesis (Norton, 1115 páginas) es el segundo tomo de la gran biografía, iniciada con Hitler: 1889-1936: Hubris, por Ian Kershaw, profesor de la universidad inglesa de Sheffield. Némesis, diosa del castigo en la mitología griega, arrastra por los suelos a quienes se contagian de hubris, la arrogancia del poder llevada a extremos sobrehumanos. Hitler fue deificado gracias a que restauró el orgullo nacional y curó las humillaciones sufridas por Alemania después de la Primera Guerra. Kershaw explica que llegó a tener el dominio absoluto sobre la sociedad mediante su increíble don para encarnar odios, resentimientos y esperanzas. En sus manos el poder no fue un fin en sí mismo sino un medio para destruir a los judíos y, tras su aniquilación, dominar primero a Europa y enseguida al resto del mundo.
     Los judíos representaban apenas el uno por ciento de la población alemana y en su mayoría deseaban asimilarse. Hitler los convirtió en chivos expiatorios de todos los males: desde el "marxismo" (que en su visión abarcaba el comunismo, la democracia social e incluso toda idea democrática) hasta el arte de vanguardia. Banqueros, industriales, comerciantes, médicos, abogados, escritores y profesores celebraron el fin de la competencia judía y se apoderaron de sus riquezas y de sus puestos.
     Hitler pareció la realización de dos ideas clave: el triunfo de la voluntad y la supervivencia del más apto y el más fuerte. El hombre del destino, guiado por la Providencia, hizo creer a los poderes occidentales que representaba un muro de contención. Donde él estuviera los comunistas no pasarían. Cuando al fin realizara su propósito de conquistar espacio vital para los alemanes, el régimen de Stalin se derrumbaría y los eslavos quedarían en condición de bestias de carga y de trabajo, sólo instruidos para leer las señales del camino. Los demás países podrían deshacerse de sindicatos, pensiones, escuelas y todo lo que levantaron sólo por miedo a la expansión de la amenaza roja. La sociedad alemana pagó un altísimo precio por su apoyo. Hitler dejó a su país en ruinas y dividido. Pasó a la historia, sí, pero no como él quería sino como la encarnación del mal absoluto y sin redención.
      
     El mito de la invencibilidad
     El ídolo de las masas violó todos los tratados y aplastó cualquier forma de oposición. Al anexarse Austria e invadir Checoslovaquia, humilló a Francia e Inglaterra y creyó ganar tiempo para la guerra que era la materia misma de la ideología nazi. Planeaba su gran ataque para 1943-1945. Cuando el pacto germano-soviético lo puso en condiciones de agredir a Polonia, pensó que las dos grandes potencias europeas iban a perdonarlo otra vez. Contra lo que se cree, Alemania no estaba lista para un conflicto prolongado. Sin embargo, fue un éxito la Blitzkrieg, la guerra relámpago con tanques y nuevos aviones de combate, por ejemplo los Stukas que sembraban el terror con sirenas definidas como "los gritos del infierno". En 1940 los nazis entraron en París. Hitler visitó la tumba de Napoleón en Los Inválidos sin presentir que, como Bonaparte, se estrellaría contra Inglaterra y se hundiría en Rusia.
     En vez de implorar la paz como se esperaba en Berlín, Churchill convocó a la resistencia. Inglaterra estaba sola pero tenía su imperio para apoyarla. Los brutales bombardeos, en vez de doblegarla, redoblaron su ánimo de lucha. La Real Fuerza Aérea hizo estragos en la Luftwaffe y ningún soldado alemán logró poner un pie en la isla. Fue la primera derrota. Los ingleses rompieron el mito de la invencibilidad hitleriana.
      
     En el camino del fin
     La ineptitud de Mussolini obligó a la intervención alemana en los Balcanes y en Noráfrica. Hitler había sido un héroe en 1914-1918, pero no había mandado en el campo de batalla más fuerzas que las encomendadas a un cabo. Sus aduladores le hicieron creer que era el más grande estratega de la historia, comparable a Alejandro y a Aníbal. Desplazó a sus mariscales y cometió errores cada vez más desastrosos. Invadió a la Unión Soviética en el verano de 1941 con la certeza de que la campaña duraría unas cuantas semanas. Sus recursos no estaban a la altura de su ambición. Tenía apenas 3,600 panzers contra quince mil tanques soviéticos.
     Otra vez el…

Otra vez el "general invierno" llegó en auxilio de Rusia. Los jóvenes de la Wermatch se congelaron sin abrigo ni medios para resistir esas temperaturas. En Stalingrado el mariscal Von Paulus tuvo que rendirse incondicionalmente. En El Alamein la campaña victoriosa de Rommel fue frenada para siempre por Montgomery. A partir de 1943 los nazis sólo combatieron a la defensiva y nada más obtuvieron derrotas.
      
     Demencia y genocidio
     La locura se apoderó de Hitler. Emprendió la "solución final" y gastó en el monstruoso asesinato colectivo fuerzas que necesitaba para enfrentar a sus enemigos. No creyó que los Estados Unidos, ocupados contra Japón en la guerra del Pacífico, fueran a intervenir en Europa y calculó mal su poderío. Hitler se encerró en su guarida de Prusia oriental. No volvió a presentarse en público. Jamás visitó a sus heridos, nunca estuvo ni siquiera cerca de un campo de exterminio, desoyó todos los informes sobre la situación desesperada de Alemania, sujeta a cotidianos bombardeos que arrasaban con todo.
     Sólo le interesaba que le fabricaran buenas noticias. Su único refugio no era Eva Braun, supuesta amante, aunque se cree que Hitler era incapaz de sostener relaciones sexuales de ningún tipo, sino su verdadero y grande amor: la perra Blondi. No le importaba el destino de Alemania ni de la juventud alemana, sacrificada por millones y millones en las trincheras. Quería ser fiel a su lema: "Victoria o destrucción". Contradictoriamente, el archicriminal no era un asesino sádico. No derivaba satisfacción sexual del sufrimiento que infligía y jamás quiso afrontar las consecuencias de sus decisiones.
     Escena: el vagón-comedor del Führer se detiene en una estación polaca. Llega a su lado un carro-hospital repleto de heridos y mutilados en la campaña soviética. Alzan las caras para recibir al menos alguna señal del hombre por quien han dado la vida. Él no resiste el espectáculo y baja la cortina de la ventanilla.
     Como los jóvenes del frente, el pueblo alemán todo dejó de creer en su ídolo y al ver perdida la guerra sólo quiso el fin de la destrucción. El ejército intentó eliminarlo y buscar la paz. Fracasó el atentado del 20 de julio de 1944. Hitler se volvió enfurecido contra quienes lo llevaron a la victoria. Se deshizo de sus mejores militares (por ejemplo, obligó a suicidarse a Rommel) y creyó que las armas secretas que le preparaban sus científicos —bomba atómica, nuevos cohetes y misiles, aviones de retropropulsión— lo salvarían de los ejércitos enemigos que lo cercaban por todas partes.
     El imperio milenario
     La última contraofensiva alemana en Las Ardenas fracasó. Su esperanza de que se rompiera la coalición resultó inútil. Cuando ya el mariscal Zhukov, el vencedor de Stalingrado, convertía en escombros a Berlín y casi todos sus secuaces lo abandonaban sin pensar más que en salvarse, Hitler ordenó la destrucción total de esa Alemania que no supo darle la victoria.
     Por fortuna, la orden (como su mandato de dinamitar a París) fue desobedecida. El 30 de abril de 1945 Hitler se suicidó en el búnker del palacio kitsch, la Cancillería del Reich, que Albert Speer le construyó para regir desde allí al mundo en un imperio que duraría mil años. Duró nada más doce pero sus aterradoras consecuencias se sentirán hasta el fin de los tiempos. –

Wislawa Zymborska La primera foto de Hitler¿Y quién es este muñeco en pañales?
     Pero si es Fito, el hijo de los señores Hitler.
     ¿Llegará a ser un gran abogado
     o un tenor en la Ópera de Viena?
      
     ¿De quién son estas manitas, estos ojitos, esta naricita?
     ¿De quién es esta pancita llena de leche?
     Aún nadie sabe si serán de un tipógrafo,
     un médico, un comerciante, un señor cura.
      
     ¿Hasta dónde llegarán estas divinas piernitas,
     hasta dónde?
     ¿Llegarán al jardín, a la escuela, a la oficina,
     al matrimonio
     tal vez con la hija del alcalde?
      
     Bebé, tesoro, angelito, rey de la casa,
     hoy hace un año, cuando vino al mundo,
     no faltaron señales en cielo y tierra:
     un sol primaveral, geranios en las ventanas,
     música de organillo en el patio,
     faustos presagios en papel rosado,
     antes del parto un sueño profético de su madre:
     soñó con una paloma —felicidades—,
     se le posó en la mano —llegará el esperado—.
     Tan tan. ¿Quién es?
     Está latiendo el corazón de Fito.
      
     Chupón, babero, pañal, sonaja;
     gracias a Dios, el nene —toco madera—
     está muy sano,
     un gatito en su cesta,
     es idéntico a sus papás
     y a los niños de todos los álbumes familiares.
      
     No no, no vayas a hacernos ahora un berrinchito:
     bajo ese paño negro sonará el clic del señor fotógrafo.
      
     Estudio Klinger, calle Graben, Branau,
     Branau es un pueblo chico pero decente,
     sólidas firmas comerciales, vecinos bondadosos,
     aroma de pan de dulce y jabón de olor.
     No se escuchan los pasos del destino,
     tampoco los aullidos de los perros.
      
     El profesor de historia se afloja el cuello duro
     y bosteza sobre sus apuntes. –
      
      
      
      
      
      

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