Che Guevara, escrituras y lecturas

Algunas escenas de lecturas y escrituras de y sobre el guerrillero argentino-cubano, a medio siglo de su muerte
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“Signo de los tiempos: se me acabó la tinta”, escribe el Che Guevara en su diario, en Bolivia, el 19 de septiembre de 1967. Tres días antes ha apuntado que “todo parece sin importancia”, al final de una jornada de incidentes entre los propios miembros de su grupo. Apenas tienen para comer, están aislados, incomunicados, asediados. En perspectiva, parece inocultable que todos ya prevén el final. Y para colmo al Che, que nunca ha dejado de escribir —diarios, cartas, discursos, memorias—, se le ha acabado la tinta.

Sin embargo, sigue escribiendo. Sus notas no explican de dónde sacó más tinta. El 7 de octubre apunta: “Se cumplieron once meses de nuestra inauguración guerrillera sin complicaciones, bucólicamente”. La frase recuerda a eso que llaman la mejoría de la muerte, la pequeña mejora que experimentan los enfermos terminales antes del fin. Las pocas líneas de ese día evidencian que el grupo ya no respeta ni las normas más elementales de la guerra de guerrillas, normas sobre las que el Che ha escrito manuales enteros: se desplazan poco, dejan rastros, le dan 50 pesos a una mujer que los ha visto para que no los delate “pero con pocas esperanzas de que cumpla a pesar de sus promesas”.

Esa, la del 7, es la última nota del diario. El 8 Guevara será apresado y el 9, ejecutado.

 

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Ha transcurrido un exacto medio siglo de todo aquello. Hace dos décadas, cuando se cumplía el trigésimo aniversario, se habló y se escribió muchísimo sobre el tema. Fue en ese 1997 cuando se publicó la mejor biografía que existe sobre el Che Guevara, escrita por Jon Lee Anderson, y también otras, como las de Paco Ignacio Taibo II y Jorge Castañeda. El 6 de julio de ese año, además, fueron hallados y exhumados sus restos en Vallegrande, Bolivia, unos 35 kilómetros al norte de La Higuera, el pueblito donde lo mataron.

Fue la investigación de Anderson, precisamente, la que permitió hallar los restos. El general retirado Mario Vargas Salinas, “de manera casi fortuita”, rompió el largo secreto mientras conversaba con el periodista una mañana de noviembre de 1995. Así lo cuenta el propio Anderson en la introducción de su libro, cuya primera edición vio la luz en marzo del 97; el autor lamentaba en ese texto que todavía los investigadores no hubieran dado con “el objetivo principal de su búsqueda: una tumba con el esqueleto de un hombre sin manos”.

Ahí radicaba la clave de la pesquisa: al cadáver, antes de su entierro en una fosa común, le habían cortado las manos, con el fin de comparar sus huellas digitales con las de su legajo policial en Argentina y —escribe Anderson— “para contrarrestar las expresiones de incredulidad provenientes de La Habana”.

 

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En ese mismo 1997 yo había empezado a estudiar en la universidad, y comenzaba a acercarme a temas y lecturas que hasta ese momento me habían sido completamente ajenos. En algún momento de ese año, o quizá del siguiente, me crucé con un libro de 740 páginas con el nombre y el rostro icónico del Che Guevara y el título de Obras completas en la portada. Una edición barata, que mis flacos bolsillos de estudiante se podían permitir. La había editado una tal editorial MACLA, con sede en Buenos Aires, y que no podía ser el Museo de Arte Contemporáneo Latinoamericano de La Plata, el cual se iba a inaugurar recién en 1999. El ISBN de la página de créditos no coincidía con el de la contratapa.

 

Y no tenía ningún prólogo, ni texto introductorio, ni nada. Ya la página 5 despliega el título “Proyecciones sociales del ejército rebelde”, un discurso fechado en enero de 1959, y comienza: “En la noche de hoy se impone la evocación martiana, como ha dicho oportunamente quien me ha presentado ante ustedes…” No tenemos ni idea de dónde está hablando, ni ante quiénes, ni en ocasión de qué, ni de por qué se impone la evocación martiana, ni de quién lo ha presentado. Así arranca el libro, como in media res, y así sigue. Después de los discursos vienen fragmentos de su Pasajes de la guerra revolucionaria y, al final, el Diario de Bolivia, en cuyas páginas releo las notas que cito al comienzo de este artículo.

La web de la Agencia Argentina de ISBN me informa ahora que la editorial MACLA publicó solo cuatro libros, los cuatro en 1997 y “retirados de la venta por motivos legales”. No sé los otros tres, pero supongo que el del Che habrá violado las normativas de derechos de autor.

Me veo a mí mismo hace veinte años leyendo ese libraco, casi sin información contextual, ya que la biografía de Anderson y casi todo lo demás que leí sobre Guevara lo leí después. Y me digo que quizá fue una forma apropiada de llegar al Che: leer sus palabras sin mediaciones, sin notas, sin exégesis, en trenes y otros transportes públicos, en una edición barata, bastante mala, quizá semiclandestina, sin tener idea de por qué se imponía la evocación martiana.

 

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En su libro El último lector, Ricardo Piglia dedica un capítulo al Che Guevara. Destaca allí algunas imágenes. “Hay una foto extraordinaria —escribe Piglia— en la que Guevara está en Bolivia, subido a un árbol, leyendo, en medio de la desolación y la experiencia terrible de la guerrilla perseguida. Se sube a un árbol para aislarse un poco y está ahí, leyendo”.

Otra imagen es la de los días finales de la odisea boliviana, cuando esos hombres, famélicos, enfermos y harapientos, han abandonado casi todo; pero Guevara sigue llevando, colgado de su cintura, un portafolio con su diario de campaña y cinco libros. La guerrilla tenía un total de 106 libros, distribuidos en postas secretas, junto con otras provisiones. Una biblioteca que incluía a autores que iban desde Marx, Hegel, Lenin, Trotsky y Stalin hasta Dostoievsky, Faulkner, Stendhal, Valle Inclán y Roberto Arlt. La lista completa la tenía el Che en las últimas páginas de su diario, cuya versión completa y anotada se puede leer en la web CheBolivia.org.

Y hay un episodio final, también citado por Piglia, probablemente apócrifo. Cuando el Che, maniatado y herido, espera la muerte en la escuelita de La Higuera, una maestra le lleva un plato de comida. Él aprovecha para indicarle que la frase escrita en el pizarrón contiene un error. Falta la tilde. La frase es: “Yo sé leer”.

 

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La escena es demasiado redonda, demasiado exacta para ser cierta. Si es por inventarnos un final, prefiero este: los militares leen en el diario de campaña que al Che se le ha acabado la tinta y que, sin embargo, sigue escribiendo; supersticiosos, deciden cortarle las manos al cadáver para evitar que siga escribiendo (y leyendo, ya que los libros se sostienen con las manos) desde el más allá.

El escritor Abel Posse fue, entre 1990 y 1996, embajador argentino en Praga, ciudad en la que Guevara había vivido de incógnito durante un año, entre 1965 y 1966, después de la experiencia guerrillera en el Congo y antes de la aventura final en Bolivia. “En algún momento empecé a sentir que su fantasma merodeaba cerca de los ventanales del café Slavia, o por el lado de la isla de Kampa”, escribió Posse. “A mediados de 1993 empecé a perseguir con ahínco al fantasma que se burlaba de mí perdiéndose en algún portal de la Nerudova o por la calle Zeletna…” En 1998, Posse publicó Los cuadernos de Praga, novela que juega a ser el diario del Che en la capital checa. Como si, de algún modo, Guevara hubiera seguido escribiendo. Posse no aclaró si el fantasma que lo rondaba tenía manos.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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