Hace mucho años en una galaxia muy lejana

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Hayden Christensen como Anakin Skywalker.

En 25 años de gloria, no se veía tan discreto al gran Maestro jedi George Lucas como cuando presentó el Episodio II: La guerra de los clones en el Festival de Cannes hace mes y medio. Las noticias no eran buenas por primera vez en un cuarto de siglo: en su estreno norteamericano, unos días antes, no había podido superar los ingresos en taquilla de El hombre araña (la excusa era que había lanzado menos copias, y sólo superó la cinta de Sam Raimi dos semanas después); los comentarios de los críticos de Time, Newsweek y New Yorker eran, en el mejor de los casos, condescendientes, y la puntilla la daba el ambiente mismo que lo rodeaba en Cannes; adiós a la imagen de niño prodigio que él perpetuó mucho más que todos sus compañeros de generación: ahora se lo recibía como una leyenda, una pieza del museo cinematográfico, el creador de esa eterna saga de combates espaciales, criaturas extravagantes, escapes inverosímiles y duelos de esgrima láser que devino en un complicado sistema de referencias mitológicas, mercadotecnia apabullante y un culto que ha llenado el mundo de burócratas que en sus ratos libres memorizan las características geográficas de los planetas Coruscant, Hoth y Tatooine.
     Veinticinco años enredado en su propia astucia lo llevaron a la primera visión de que el tiempo cobra todas sus facturas. Desde la época silente, Hollywood nunca fue tan joven como en los setenta: la aparición de Francis Ford Coppola, William Friedkin, Peter Bogdanovich, Jerry Schatzberg, Martin Scorcese, Brian de Palma, Woody Allen, Mel Brooks, Hal Ashby, Walter Hill, George Roy Hill y Steven Spielberg, casi simultáneamente, obligó a la guardia inmediata anterior (Mike Nichols, Robert Altman, Sydney Lumet) a no bajar la guardia; estaban tratando temas nuevos, captaban la nueva sensibilidad norteamericana, abanderaban desde la moda retro (El golpe, La última película, Luna de papel) hasta una mezcla de neorrealismo, nueva ola francesa y precariedad independentista instalada en los grandes estudios (Contacto en Francia, Atrapado sin salida, Espantapájaros). Y en medio asomó George Lucas, protegido de Coppola y de Spielberg, quien con la nostálgica Locura de verano (American Graffiti, 1973) se ponía en los cuernos de la luna, con ingresos en taquilla que centuplicaban la minúscula inversión de una película filmada en dos pueblitos de los condados de Marin y Sonoma, en California.
     Si es cierto lo que cuenta Peter Cowie en su libro sobre Apocalipsis ahora, la idea de la saga de Star Wars nació como una de las muchas versiones de El corazón de las tinieblas de Conrad que durante los sesenta discutieron John Milius, Lucas y Coppola (¡!); a punto de frustrarse cualquier posible filmación de la novela, Lucas tomó algunos elementos y los aplicó a los seriales de ciencia ficción de los treinta. Pero Lucas, como sus compañeros de generación, era un universitario muy astuto que navegaba en los abundantes "ismos" de finales de los sesenta, de manera que filtró algunas lecturas mitológicas en su trilogía original. La influencia del estudio El héroe de las mil caras (1949), de Joseph Campbell, fue determinante en toda esa generación, que repitió el esquema dramático que el jungiano derivaba de todo mito a sus principales proyectos cinematográficos, compuestos de trilogías (Indiana Jones,  Star Wars e incluso Superman): héroes de prosapia divina criados por padres adoptivos de origen humilde, demostración de los primeros poderes, temporada en el infierno con la tentación de caer en poder de los demonios, triunfo apoteósico con ingreso a la inmortalidad o la redención. Lo demás fue un fenómeno de entusiasmo que encontró ecos religiosos en una generación que desconfiaba, precisamente, de los "ismos" de la anterior: en principio, era imposible escapar al encanto adolescente de las actuaciones elementalísimas, el argumento maniqueo, la mezcla de géneros y estilos (western, espadachines, medievo y anticipación), los brochazos de prestigio nostálgico (la serie de Flash Gordon convertida en prodigio cibernético) y los guiños culturales (confieso haber invocado al Eumeswil de Junger en mi nota sobre la primera película).
     Lo imposible de anticipar fue la religión popular que engendró la serie: convenciones internacionales de coleccionistas, libros de análisis de todo lo imaginable, incluido el funcionamiento de los sables láser, simposios sobre las raíces mitológicas de los personajes. Y si George Lucas tuvo la sabiduría de hacerse a un lado y no estimular lo que llegaría a casos patológicos (un fan de Querétaro se ha tatuado el cuerpo con los personajes de todos los episodios; actualmente sólo le queda libre la pierna izquierda, reservada a los de los episodios ii y iii. Un coleccionista norteamericano le ha comprado la piel bajo el acuerdo de que, cuando fallezca, ésta pasará a su propiedad), tampoco ha desalentado la profusión de mercadería Star Wars que ha fluido durante veinticinco años.
     Pero Lucas cometió finalmente un grave error: creer en la religión Star Wars. Una cosa es pasarse de listo rehaciendo sus tres películas originales con escenas y personajes adicionales, mero juguete de sus experimentos por computadora, y otra ampliar lo concluido y sacarse de la manga tres episodios "iniciales", con lo que rompe el chiste del comienzo (empezar la saga con un Episodio iv, que tenía la misma coherencia de instalar una historia tan futurista "Hace muchos años, en una galaxia muy lejana"). Lo peor: despojarla de toda frescura: a la suntuosidad visual de los nuevos episodios se enfrenta una pesadez interpretativa y unos enredos narrativos que hunden en el sopor al más recalcitrante fanático: actores tan dotados como Liam Neeson, Samuel L. Jackson y Ewan McGregor pierden toda su gracia en manos de Lucas: ¿quién puede descifrar los motivos de los senadores para impedir el paso de las naves de Nosedónde, creando crisis políticas que llevan a dictaduras sacadas también de la manga? ¿Quién puede explicar que la princesa Padme Amidala tuviera una doble o hiciera dos papeles o algo así en el primer episodio? El miscast es uno de los dominios privilegiados de Lucas: la existencia de la princesa Leia sólo podía entenderse por restricciones en el presupuesto, pero que Dart Vader empiece como un enano berrinchudo y termine en un ancianito al borde de la jubilación supone una apabullante falta de comprensión interna del personaje. Lucas es un visionario, pero no un cineasta; es un creador de situaciones, pero no un narrador; es un artista frustrado por la fortuna financiera, que lo encerró en la jaula de oro de su hallazgo original, su "muy lejana" galaxia, y lo congeló "hace muchos años" en los 33 años que tenía cuando creó en Túnez el planeta Tatooine y a Luke Skywalker. Ahora asoma con sus envejecidos jedis a un territorio donde la elementalidad ecológica de El señor de los anillos, otra de sus fuentes narrativas, le cobra la factura del futuro. ~

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