Gobernar en bicicleta

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Los espíritus puramente lógicos, los dialécticos, son los más dañinos.
La existencia es ya de suyo de lo más ilógico y milagroso. En el engranaje silogístico, perfecto y ruin de un

abogado ergotista muchas instituciones jugosas y lozanas se prensan y se destruyen. Líbrennos los dioses de estos malos bichos teorizantes, fanáticos, rectilíneos, aniquiladores de la vida.

Julio TorriLa bicicleta es un prodigio de la ingeniería. Vehículo de dos ruedas que hace avanzar quien va montado en él, la bicicleta es ejemplo también de la insuficiencia del razonamiento técnico. De un manual puede aprenderse el modo de juntar las piezas que la integran: las ruedas, la cadena, los pedales, el armazón, el manubrio, el asiento, los frenos.
Pero en ningún instructivo puede aprenderse a andar en ella. En la Enciclopedia Espasa que cita Gabriel Zaid se da una pru-dente sugerencia: "Para montar en bicicleta es preciso no tener miedo, sujetar el manillar con flexibilidad y mirar al frente y no al suelo". Muy apreciable es este consejo, pero difícilmente podríamos tener éxito si nos trepamos a la bicicleta con esa brevísima y única lección. Si queremos aprender a andar en bicicleta no hay lección que supere el montarse en ella y buscar equilibrio en el movimiento. Es el hábito el que instruye. Sin práctica no puede haber pericia. Sólo pedaleando puede encontrarse el eje, sólo trepando a la bicicleta podemos aprender a navegar con nuestro propio peso. Sería una tontería pensar que los buenos ciclistas se forman leyendo gruesos volúmenes sobre el diseño y la historia de las bicicletas. La inteligencia del ciclista está en los músculos; su sabiduría en los reflejos. Ese mismo argumento esgrime Michael Oakeshott en contra de lo que llama la "infección" racionalista en la política. Gobernar es andar en bicicleta. Y para bien gobernar hay que combatir la superstición de los que creen que la política no es más que la aplicación de una teoría.
     Michael Oakeshott nació en 1901. Su padre, funcionario público, agnóstico y amigo de George Bernard Shaw, le heredó una profunda admiración por Montaigne que lo acompañaría siempre. Como el primer ensayista, Oakeshott se paseó durante su vida de un tema a otro. Escribe un ensayo filosófico sobre la noción de experiencia, publica diversos estudios sobre Hobbes, una antología de las doctrinas contemporáneas en Europa y, en pleno hervidero de la guerra, redacta en coautoría un pequeño libro sobre las carreras de caballos. Es un frívolo, dicen sus críticos. Mientras Inglaterra se desangra, mientras la libertad está amenazada en todo el mundo, el profesor se dedica a escribir un manual para apostar en el hipódromo. Su trabajo sobre el pensamiento político contemporáneo es un interesante documento escrito en el instante de la ideología glorificada. Tal parece que toda acción debe levantarse en nombre de una Gran Idea. No hay movimiento que no se escude en una doctrina vasta y bien pulida. El oportunismo, escribe en la introducción, ha sido castrado al dis-frazarse de principio. Hemos perdido, lamenta Oakeshott, la inocencia de Maquiavelo.1
     En 1947 publicó el que sería su trabajo más polémico: "El racionalismo en política", ensayo que destrozaba justamente los fundamentos de la política ideológica. A la mitad del siglo que fue también el mediodía de su vida, llegó a la London School of Economics para asumir la cátedra de Ciencia Política que la muerte de Harold Laski dejaba vacía. Laski encarnaba lo que Oakeshott repudiaba. Laski veía en el Estado el instrumento de la regeneración social; creía en las capacidades infinitas de la política y vivía la ilusión de la inteligencia: si la razón logra hacerse del poder, logrará enderezarlo todo. El contraste de Oakeshott y Laski no podría ser mayor. Laski era un fogoso orador vinculado al laborismo que apuntaba cada reflexión hacia los asuntos punzantes del momento. Oakeshott era un profesor escéptico que aborrecía la oratoria altisonante y se despreocupaba de la prensa del día. La propia escuela era un lugar extraño para un filósofo como Oakeshott. La LSE había sido fundada con la idea de formar a la nueva clase política bajo la idea de que la ciencia —en particular la ciencia económica— lograría establecer una sociedad próspera, bien organizada y justa. En una especie de canto positivista, los fundadores de la London School of Economics rezaban: "los hechos nos harán libres".2 Los estudiantes llegaban a la escuela buscando herramientas para rearmar a la sociedad, justamente lo que Oakeshott pensaba que la educación no podía ni debía enseñarles. Como un pacifista en una academia militar, Oakeshott era un antirracionalista en una parroquia del racionalismo.
     Al presentarse ante los alumnos de la LSE, leyó un texto que sacudió a esos estudiantes de ingeniería social. Parece ingrato, decía Oakeshott en su mensaje, que quien siga a Harold Laski sea yo, "un escéptico, alguien que lo haría mejor si sólo supiera cómo hacerlo". La política es como la cocina, sugería en su discurso. Ningún libro de recetas, por muy completo e ilustrado que sea, puede servir a quien no tiene sazón. Para cocinar hay que entrar a la cocina, no a la biblioteca. La filosofía puede ayudarnos a comprender, pero no nos entrega recomenda-ciones. La ideología es siempre una guía insuficiente para la acción. Oakeshott llamaba a conocer las insinuaciones de la tradición y a vacunarse contra las ilusiones, sobre todo, protegerse de la viruela del sentido histórico: esa ilusión de que la política nos puede conducir a un puerto seguro. Los antiguos discípulos de Laski quedaron horrorizados.
     Oakeshott fue una figura solitaria, un filósofo sin séquito. Rehuía las luces de la publicidad, casi se empeñaba en no formar escuela. Temió que sus ideas degeneraran en ideología. Por eso combatió la seducción de las fórmulas: quien sólo conoce el resumen de las cosas lo ignora todo. Su estilo filosófico —su pensamiento es ante todo eso: un estilo de pensamiento— no pertenecía a los cajones de la moda. Un tradicionalista con muy pocas ideas tradicionales, un idealista escéptico, un amante de la libertad a quien aburre el liberalismo, un filósofo que detesta el filosofismo. Como dice Robert Grant, Oakeshott era demasiado indiferente a las jerarquías y a los linajes para ser seguido por los torys, demasiado escéptico para ser respaldado por los moralistas, demasiado liberal para ser secundado por los populistas de la derecha. La voz de Oakeshott es única.3 Alguien lo llamó el Proust de la ciencia política.
     El 19 de diciembre de 1990, una semana antes de cumplir 89 años, Michael Oakeshott murió en la cama de su casa. El Daily Telegraph escribió unos días después: "Ha muerto Michael Oakeshott, el más grande filósofo político de la tradición anglo-sajona desde Mill, o incluso Burke". El 24 de diciembre fue enterrado en las costas de Dorset. Le habría gustado su funeral, dijo un amigo suyo. No tuvo nada de extraordinario.
      
     Los racionalistas son para Oakeshott todos los hombres que, después de construir ideas en sus escritorios, tratan de insertarlas en la historia, quienes creen que la política es la puesta en práctica de un modelo previamente trazado. Racionalistas han sido los utilitaristas, los marxistas, los fascistas, los liberales, los nacionalistas. Desde luego, el filósofo inglés no libra una batalla contra la razón ni exhorta, como lo hizo Rousseau con su empalagosa cursilería, a retornar a una feliz e inocente ignorancia. Tal vez usa una brocha demasiado gruesa para caricaturizar a su adversario: mira con sospecha cualquier ejercicio de reflexión teórica que se aparta de la experiencia y descarta todo intento de invención filosófica para comprender o modificar la realidad política.4 El racionalismo de Locke se salva de su mazo, por ejemplo, por el hecho de ser una teorización empapada de historia, por ser experiencia enunciada en vocabulario racionalista. Sugiere Oakeshott que en la elaboración de los derechos na-turales de Locke no hay invento, sólo recuerdo. La infección racionalista, pues, no atacó la médula del razonamiento del padre del constitucionalismo inglés sino apenas su expresión. Sin embargo, infectó a sus lectores: en Estados Unidos y en Francia lo leyeron mal, como un tratado de abstracciones en espera de las bayonetas que lo pusieran en práctica. No era eso: lejos de ser el prefacio de la libertad futura, el Segundo tratado sobre el gobierno civil era un epílogo a los hábitos ingleses.
     El racionalista tiene una insensata aversión al hábito, cree que toda costumbre es un error, que nada vale si no ha sido demostrado antes mediante la aplicación de un método riguroso.
      
     Para el racionalista nada tiene valor sólo porque exista (y ciertamente no porque haya existido durante muchas generaciones); la familiaridad no tiene ningún valor, y nada debe dejarse sin un escrutinio. Y su disposición hace que entienda y se dedique con mayor facilidad a la destrucción y la creación que a la aceptación o la reforma. Cree que parchar, reparar (es decir, hacer cualquier cosa que requiera un conocimiento paciente del material), es una pérdida de tiempo; y siempre prefiere la invención de un nuevo instrumento al uso de un recurso corriente y bien probado. No reconoce el cambio a menos que sea inducido conscientemente, de modo que cae con facilidad en el error de identificar lo consuetudinario y lo tradicional con lo inmutable.5
      
     Si el trabajo del racionalista consiste en trazar un diseño político para después implantarlo en la realidad, lo que debe hacer en primer lugar es limpiar su mesa de trabajo de todos los viejos papeles, las fotografías familiares, los restos del café y galletas que quedaron de la noche anterior. Ningún recuerdo, ningún afecto debe ensuciar el plano del racionalista. El geómetra debe empezar a escribir desde una hoja en blanco. El diseño de la razón debe procurar un "cierto vaciamiento de la mente, un esfuerzo consciente para librarnos de las concepciones previas". Por eso Platón es, además del abuelo de los historicistas aborrecidos por Karl Popper, el ancestro de los raciona-listas que Oakeshott detesta.6 Ese poeta que estaba dispuesto a aniquilar a todos los que tuvieran más de diez años de edad, para levantar una ciudad sin las manchas de los hábitos corruptos, define la peligrosa ilusión racionalista de hacer de la sociedad una "sábana blanca de posibilidades infinitas". Blanquear la sábana de la historia en busca de la utopía constituye un compromiso de exterminio.
     El racionalista ignora que la política desciende del mundo del rito y no del mundo de la razón. Las lecciones de la experiencia son mejores guías de la acción que las recetas de la ideología. Oakeshott veía en el estatismo la gran amenaza pero los antiestatistas no se salvaron de su crítica. Como los plani-ficadores, los idólatras del mercado creen que el mundo debe rendirse ante las fórmulas de su pizarrón. A liberales dogmáticos como Hayek les dijo: un plan para eliminar cualquier plan expresa el mismo estilo político que se pretende superar. La crítica se clava igual en los devotos del Estado que en los fanáticos del mercado: leninistas y thatcherianos tienen más en común de lo que es aparente. Dos experimentos despiadados. Dos designios seguros de sus dogmas y sordos a las réplicas de la realidad. El politólogo polaco Adam Przeworski ha mostrado el paralelo entre estos proyectos inapelables. Sustitúyase "nacionalización de los medios de producción" por "privatización" y "planifación" por "libre competencia" y tendremos una estructura ideológica sorprendentemente similar.7 Ambos hacen una condena ra-dical del pasado, ambos postulan un sujeto histórico privilegiado, ambos creen conocer la técnica que someterá a la realidad, ambos ordenan una cirugía mayor, medidas dolorosas pero necesarias. Habrán cambiado los ingredientes pero el veneno del pastel es el mismo. El rumbo es lo de menos: lo esencial en una política es su estilo.
     La única brújula es la duda. Así citaba al poeta místico John Donne: "He who will live by precept shall long be without the habit of honesty". Oakeshott subraya los desvíos de la razón soberbia. No ofrece el sentimiento como antídoto al exceso racional. Las emociones no nos salvarán de la infección tec-nológica. La salida está en el tanteo. Ensayar para observar los efectos de la prueba, palpar antes de exprimir, escuchar para hablar y después de hablar, volver a escuchar, caminar sin prisa y sin rumbo, ponderar cada paso. La línea recta es el trazo del diablo que, ya sabemos, siempre lleva prisa. La buena fortuna, dijo Maquiavelo en sus Discursos, pertenece a quien sabe ajustar su proceder con el tiempo.
     En La política de la fe y la política del escepticismo, publicado también recientemente por el Fondo de Cultura Económica, se defiende magistralmente esta política del tanteo. La gobernación es una actividad específica que no tiene como propósito la perfección humana ni la verdad y que no busca, en ningún momento, la gracia de la belleza.8 La misión del gobierno es apenas disminuir los conflictos humanos. El orden político es siempre un orden precario y superficial. Debajo de la paz del Estado habrá inevitablemente conflicto. Porque estamos siempre amenazados por la decadencia, debemos armar de pesimismo la duda. Henry James llamó a esta propensión "imaginación del desastre".
     Del escepticismo de Oakeshott se desprende la búsqueda de un gobierno restringido y vigilado. Por eso se le ha llamado el conservador preferido de los liberales.9 Para Paul Franco, autor del estudio más profundo sobre su filosofía política, Oakeshott fue, en realidad, un liberal a quien simplemente no le gustaban las últimas cuatro letras de la palabra liberalismo. No es raro por ello que uno de sus autores predilectos haya sido un ingeniero de instituciones: Benjamin Constant, mecánico de la moderación política. La vereda de las reglas, la plomada de los precedentes, el equilibrio de la mesura son precisos para la travesía del ciclista. Pero la metáfora que traza Oakeshott es culinaria, no bicicletera. Como el ajo del cocinero, el poder debe usarse con tanto comedimiento que sólo su ausencia se note. El gobierno aparece entonces como la pimienta indispensable; como un elemento de salud pública tan importante, dice, como la risa lo es para la felicidad. El gobierno no nos conduce al paraíso ni un chiste nos enseña la verdad profunda del universo; pero el primero nos salva del infierno de la guerra civil y el segundo nos salva de la estupidez del solemne. Ese es su llamado: no ensalzar jamás la política.
     Thomas Hobbes, el más radical de los escépticos, el más arrogante de los dogmáticos, fue el personaje central en la obra de Oakeshott. Lo fue porque el genio de Malmesbury le permitió tallar su identidad filosófica por contradicción y afinidad. Al preparar la introducción a la edición Blackwell del Leviatán, resaltaba la claridad, el humor, la imaginación, la acidez irónica, la contundencia polémica de Hobbes. Pero también subrayaba los excesos de su inteligencia satisfecha. En Hobbes hay una ambición de sistema que Oakeshott rechaza explícitamente: querer embonar todo fenómeno en un perfecto artefacto de ideas es para él un trastorno racionalista. Hobbes dispara pensamientos completos; Oakeshott saca ideas a pasear. Las sentencias de Hobbes son inapelables, los apuntes de Oakeshott son provisionales. Hobbes define, Oakeshott comenta. En buena medida, la obra de Oakeshott es una larga crítica a la ciencia que quiso fundar Hobbes, pero sus ensayos son también una dilatada variación sobre la imagen hobbesiana del hombre. La maldición de la política es la naturaleza humana. Por eso los filósofos de la política se ocupan de la oscuridad. Oakeshott no trata de iluminar las sombras de la política ni de sublimar los sacrificios del poder.
      
     La política es un espectáculo desagradable en todo momento. La oscuridad, la turbiedad, el exceso, las componendas, la apariencia indeleble de deshonestidad, la falsa piedad, el moralismo y la inmoralidad, la corrupción, la intriga, la negligencia, la intromisión, la vanidad, el autoengaño y por último la esterilidad, como un caballo viejo en el establo, ofenden en buena parte nuestras susceptibilidades racio-nales y del todo las artísticas.10
      
     Los científicos buscarán la lógica última del poder, los estetas tratarán de embellecer el rostro del soberano pero ignoran que la política es una fea piedra tallada en la arena de las circunstancias. Es en esa materia pedregosa de la historia, no en el liso lienzo de los geómetras, donde podemos encontrar los elementos para arreglar de algún modo y hasta cierto punto los desperfectos de la cosa pública. Por eso el estadista no es un técnico: es el artista que encuentra la palabra justa, el movimiento oportuno, la nota bien afinada.
     En la actividad política navegan los hombres en un mar sin límites y sin fondo; no hay puerto para el abrigo ni suelo para anclar, ni un lugar de partida ni un destino designado. La empresa consiste en mantener la nave a flote y equilibrada; el mar es a la vez amigo y enemigo; y el arte de la navegación consiste en utilizar los recursos de una manera tradicional de comportamiento a fin de volver amiga toda ocasión hostil.11
     John Stuart Mill, convencido de que todo lo bueno proviene de la innovación, dijo que los conservadores, por ley de su propia existencia, formaban el partido estúpido. Oakeshott pretende ganar respeto para el temperamento conservador. Él es un conservador porque cree que no hay que enemistarse con las circunstancias; hay que abrazarlas afectuosamente. La amistad es un lazo de afecto que no puede ser corrompido por cálculos de utilidad. "A los amigos no les interesa modificar la conducta del otro, sino sólo el disfrute del otro, y la condición de este disfrute es una aceptación tranquila de lo que es y la ausencia de todo deseo de cambiar o mejorar". El conservadurismo es, de ese modo, un compromiso ecológico, un lazo con la circunstancia. Con ello desafía al conservadurismo desde el conservadurismo. Si abraza la tradición no es porque venere ciegamente el pasado sino porque teme las consecuencias del silogismo. Este hombre que ha sido llamado el Burke del siglo XX no siente ninguna simpatía por las prescripciones eternas del derecho natural ni por la metafísica de las verdades reveladas. A diferencia de Burke, Oakeshott no cree en la sabiduría de la tradición. La tradición es una sopa incoherente de caprichos y casualidades acumulados a lo largo de los años.
     Ha querido nuestra historia oficial que veamos un vampiro cuando escuchamos la palabra "conservador". Desde que, como dijo Justo Sierra, el liberalismo se fundió con la idea de patria, un monstruo vil y salvaje se nos aparece cuando se pronuncian esas letras. Michael Oakeshott puede ayudarnos a escuchar esa palabra sin buscar de inmediato la estaca que nos salve del ogro.
      
     Ser conservador es preferir lo familiar a lo desconocido, preferir lo experimentado a lo no experimentado, el hecho al misterio, lo efectivo a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo excesivo, lo conveniente a lo perfecto, la risa presente a la felicidad utópica. […] los cambios pequeños y lentos le parecerán más tolerables que los grandes y repentinos; tendrá en alta estima cada apariencia de continuidad.12
      
     Ser conservador es un modo de plantarse en el mundo, una actitud, un talante, no un programa. El conservador no está enamorado del peligro y cree que no hay mejoramiento sin calificativos. Lo notable del conservadurismo de Oakeshott es que está vacío de creencias. La disposición conservadora no se relaciona con ninguna idea en particular. El de Oakeshott es, pues, un conservadurismo aideológico, un conservadurismo desligado de los postulados de la derecha. De ahí que sociólogos de la nueva izquierda europea busquen consejo en sus páginas. Anthony Giddens, padre de la Tercera Vía, por ejemplo, ha hecho una interesante apreciación del pensamiento de Oakeshott. Para Giddens el gran mensaje de su obra es que todo es temporal, es decir, que todo fluye. La historia, ya lo había dicho Burke, es río que no olvida pero tampoco añora su fuente. No hay ni una mueca nostálgica en el conservadurismo de Oakeshott. No idealiza el pasado, no lo falsifica glorificándolo; mucho menos trata de congelarlo. Lo que hace es instalarse en el tiempo para prevenirnos de la desmemoria de los técnicos. De este modo, el conservadurismo oakeshottiano nos previene de los fanáticos. Oakeshott aprendió la lección del autor de aquellas sabias cartas sobre la Revolución Francesa: que la harina de la política es tiempo y sitio: circunstancia. Hay que ser conservadores de un modo no conservador, concluye Giddens. Sin el ancla conservadora el hombre vivirá como extranjero, flotando sobre una tierra que quiere rehacer pero que no logra tocar ni entender.13 Dicho de otro modo: hay que ser conservadores de un modo oakeshottiano.
     La tradición no es el jardín remoto que hay que reverenciar: es la condición histórica que no podemos evadir. Lo que pretende levantarse por fuera de la tradición busca el aura del carisma, dice el brillante historiador de las ideas J. G. A. Pocock en un ensayo en honor de Oakeshott.14 La tradición no es depósito moral; es anclaje de prudencia. Mientras entendamos la sociedad como el arroyo de acciones insertadas en el tiempo estaremos bien resguardados contra los salvadores que creen que ni una gota del pasado los moja.
     Como el Montaigne que su padre le enseñó a admirar, Oakeshott no quiso redactar ningún tratado filosófico. Sus escritos son apenas, según apreciaba él mismo, "notas de pie de página sobre la nieve". Sus textos son una caminata. Al igual que en los ejercicios del padre del ensayo, en los escritos de Oakeshott se pasea el juicio. Y esa no es sólo la imagen que tiene del juego de la filosofía, sino de la política misma. Que la política no es argumento sino conversación, es quizá su sentencia más brillante. Gobernar es conversar con las circunstancias, nunca decretar su sometimiento.
      
     En una conversación, los participantes no realizan una investigación ni un debate; no hay ninguna verdad que descubrir, ninguna proposición que probar, ninguna conclusión que buscar. Los participantes no tratan de informar, persuadir o refutarse recíprocamente, de modo que el poder de convicción de sus expresiones no depende de que todos hablen el mismo idioma; pueden diferir sin estar en desacuerdo. Por supuesto, una conversación puede tener pasajes de argumentación y no se prohíbe que quien habla sea demostrativo; pero el razonamiento no es soberano ni único, y la conversación misma no integra un argumento. […] Pensamientos de diferentes especies cobran vuelo y se revuelven, respondiendo a los movimientos de los otros y suscitándose recíprocamente nuevas expresiones. Nadie pregunta de dónde han venido o con qué autoridad están presentes; a nadie le preocupa qué será de ellos cuando hayan desempeñado su papel. No hay director de orquesta ni árbitro; ni siquiera un portero que examine credenciales. Todos los que entran son tomados por lo que parecen y se permite todo lo que pueda ser aceptado en el flujo de la especulación. Y las voces que hablan en conversación no integran una jerarquía. La conversación no es una empresa destinada a generar un beneficio extrínseco, un concurso en que el ganador obtenga un premio ni una actividad de exégesis; es una aventura inte-lectual que no se ha ensayado. Ocurre con la conversación como con el juego de azar: su significación no reside en ganar ni en perder, sino en apostar. Hablando con mayor precisión, la conversación es imposible en ausencia de una diversidad de voces: en ella se encuentran diversos universos de discurso, se reconocen recíprocamente y disfrutan una relación oblicua que no requiere que los universos se asimilen entre sí ni espera que eso ocurra.15
      
     En estas líneas encontramos la profundidad y el vacío de su teoría política. Honda es la revelación de que la acción de gobierno no es demostrativa. La gobernación es el tanteo de la acción que debe esperar el eco para modular el siguiente movimiento. La política, pues, no es ciencia, no es tampoco arte: es juego.16 Pero en esa conversación azarosa hay una palabra nunca dicha: la orden. Alrededor del té inglés de las cinco de la tarde se enlazan las voces amistosamente. No hay jerarquía, no hay mando, no hay decisión. Los caballeros se entretienen y pasan una tarde agradable. Palabras van, vienen, dan una vuelta, cambian de tono, brincan de tema y no llegan a ningún sitio. La aversión al heroísmo político quizá llega demasiado lejos. En la tertulia de Oakeshott no se asoman las quijadas de la fuerza. Pero los dientes, guardias armados de la boca, dice Elias Canetti, son el instrumento más notorio del poder. La suya parece una filosofía política sin poder. Y el poder es el instante en que la plática concluye. Uno habla y el otro calla, uno manda y el otro obe-dece, uno sobrevive y el otro yace muerto. Aguijón punzante, la orden es indiscutible, definitiva, inapelable. Aún en la más dulce de las metáforas del poder que el gran ensayista búlgaro dibuja, el contraste con la imagen de la conversación es clarísimo. Pienso en la estampa del director de orquesta que Canetti entiende como la expresión más viva del poder.
      
     El director está de pie. El erguirse del hombre tiene significado incluso como viejo recuerdo de muchas representaciones de poder. Está de pie solo. Alrededor suyo está sentada su orquesta, tras él están sentados los oyentes; llama la atención el que esté de pie solo. Está de pie elevado y es visible por delante y de espalda. Por delante sus movimientos actúan sobre la orquesta, por detrás sobre los oyentes. Las disposiciones propiamente dichas las imparte con la mano sola o con la mano y la batuta. Con un movimiento mínimo despierta a la vida de pronto esta o aquella voz, y lo que él quiere que enmudezca, enmudece. Así tiene poder sobre la vida y la muerte de las voces. Una voz, que durante mucho tiempo está muerta, por orden suya puede resucitar.17
      
     Aun en este cuadro musical en donde director e instrumentistas siguen la misma partitura es perceptible que el poder marca una separación tajante. El director está parado solo, en una posición elevada, en el centro de las miradas. Hace hablar y enmudecer. En otras palabras: el director no conversa: dirige. Escucha a los instrumentos pero su batuta manda. En última instancia, Oakeshott desecha de la política lo que le es característico: las fuerzas, las pasiones, la pugna. Como Platón, dice Hanna Pitkin, Oakeshott está tan preocupado por las amenazas del poder y el conflicto que, en lugar de buscar una solución a los problemas que generan, pretende borrarlos definitiva-mente del paisaje.18
      
     El combate a la política ideológica era, para Oakeshott, algo más que una posición sobre los límites del conocimiento político: era una idea de la vida expresada con gran claridad en el pequeño libro que escribió en coautoría con Guy Griffith sobre las carreras de caballos. El librito se titula Una guía a los clásicos o cómo escoger el ganador del Derby. Después de analizar con todo cui-dado las características de los caballos de carreras, Oakeshott concluía que en realidad no había guía para escoger al ganador en el hipódromo. Lo que dice para quienes quieren ganar la apuesta en el hipódromo es lo mismo que advierte a quienes quieren ejercer el poder: la sabiduría es olfato y no puede reducirse a los manuales técnicos. El verdadero genio de la política es aquel que está bien empapado de las tradiciones de su país y que puede responder con agilidad a las circunstancias. La vida misma es un juego cuyo desenlace nadie conoce. El hombre juicioso acepta las limitaciones de su conocimiento y apuesta consciente de los riesgos que toda apuesta conlleva. Así lo pone un íntimo admirador:
      
     La guía a Oakeshott es ese pequeño libro sobre el Derby. Se regocijaba al saber que la vida era una apuesta. No hay instrumento, ideología, método de razonamiento, artimaña para que el hombre actúe con plena certeza y pueda prever cómo doblegar la suerte en su beneficio. Sentía un leve desprecio por quienes querían esa certeza —incluso por aquellos que creen que poniendo toda su fe en una teoría económica pueden mejorar sus posibilidades. ¿Por qué esperan que un filósofo político prediga qué caballo va a ganar?19
      
     ¿Por qué? –

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(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).


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