Ferdydurke: una novela latinoamericana

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La historia de Gombrowicz en la Argentina es de sobra conocida. Presa de las circunstancias –guerra, pobreza y sobre todo su temperamento–, el polaco se quedará a vivir en Buenos Aires durante veinticuatro años, cuando el viaje inicial contemplaba apenas tres semanas, en un capricho del destino que lo incorporará para siempre a los márgenes de la literatura latinoamericana y al folclor de la bohemia porteña, escenarios que alimentaron su horizonte cultural para escribir una de las obras esenciales de la segunda mitad del siglo XX: su mastodóntico Diario.

El periplo de la mítica Ferdydurke –su novela más conocida, que ha vuelto a circular en Buenos Aires gracias a la edición preparada por El Cuenco de Plata– tiene mucho de su espíritu iconoclasta e inmaduro. Publicada por la editorial Argos en 1947, la traducción fue toda una proeza, no solo por la naturaleza extraña del texto, que destripa las palabras y propone neologismos descabellados, sino porque se trató de una empresa colectiva dirigida por el imbatible Virgilio Piñera –otro vagabundo militante del Río de la Plata– que trabajaba sobre la traducción macarrónica hecha por Witoldo al castellano, en una época en que no existía un diccionario común. Más que una traducción al español se trató de una reescritura colectiva intervenida por un grupo talentoso, dirigido por uno de los autores más dotados de nuestra lengua.

Pero antes de apresar algún sentido de la novela más legendaria de Gombrowicz, conviene revisar, para encordar el ring, su idea del infierno. Con la arrogancia y ligereza que caracterizaban sus juicios, y que no pocas veces consiguen la perplejidad y el genio, Witoldo, en un comentario sobre Dante, no solo corrige de manera satisfactoria los tercetos inscritos en la puerta del Infierno, sino que esboza una idea absolutamente contemporánea del averno que habría sido incomprensible para el florentino: “el mal absoluto debe estar ‘mal hecho’ hasta en su propia existencia. El Mal que solo quiere el mal y nada más que el mal no puede realizarse ‘bien’, es decir, cabalmente (…) ¿Y Satanás? Satanás quiere el mal y solo el mal, y no podría desear el bien, de suerte que ‘hará mal’ su función. Así el infierno es algo mal hecho; está torcido en su propia esencia; es una baratija”.

No me resulta aventurado ver en su idea del infierno el espejo preciso de América Latina o, si se prefiere, del subdesarrollo moderno: algo que se encuentra perpetuamente a medio camino sin posibilidad de alcanzar un estadio superior o maduro, una realidad enclavada en la imposibilidad de trascenderse por el funcionamiento extraño de sus mecanismos internos.

Esta realidad, condenable en un sentido político y acaso filosófico, se vuelve, desde una mirada estética, un valor insoslayable: la inmadurez como forma suprema de la creación que busca, en su talante fugitivo, la libertad absoluta.

Sin embargo, y para espanto de la gente honrada, la edición que circulaba en algunas librerías de viejo –la novela fue reeditada por Sudamericana en los sesenta y ya en este siglo en una edición que caminó por el continente bajo el auspicio de Seix Barral– fue intervenida por algún editor o corrector español que se tomó licencias hiperbólicas, absolutamente abusivas que consiguieron, en momentos torales, desfigurar el sentido del texto. Así que estamos ante un hecho fantástico para regocijo de los fanáticos: la edición prínceps de Ferdydurke está llegando, con casi setenta años de retraso, a manos de los lectores. No una obra madura encerrada en su prestigio: más bien un flujo juvenil que aparece con auténtica originalidad y promete ensanchar el misterio, como sucedió en los mejores momentos del Congreso Internacional Gombrowicz llevado a cabo en la Biblioteca Nacional en agosto pasado, y que, lejos de cualquier solemne pomposidad, brilló con la naturalidad con que los adolescentes realizan sus juegos infantiles.

De acuerdo con Gombrowicz, “el supremo anhelo de Ferdydurke es encontrar la forma para la inmadurez. Pero esto es imposible… Estamos en la situación de un niño que se ve obligado a llevar un traje demasiado grande para él y en el cual se siente incómodo y ridículo; el niño no puede quitárselo, puesto que no tiene ningún otro, pero, por lo menos, puede proclamar en voz bien alta que el traje no está hecho a medida, y de tal modo establecerá una distancia entre el traje y su persona”. Esa distancia es tomada frente a la forma. Por ello, a Juan José Saer, Gombrowicz y su obra le resultan, más que pruebas de un individualismo recalentado, la búsqueda de la estrategia del hombre, que no es nadie, por preservar esa ausencia originaria. Tal es el trabajo del artista: no rellenar ese hueco con distintas imágenes sociales –el Escritor, la Autoridad, el Presidente o el Adulto– sino ponerlo en circunstancia de ser siempre distinto y proteico, navegando la realidad con espíritu extranjero.

La novela, por supuesto, es profundamente irritante. Hay disparates y propuestas, mucho ritmo y mucho seso. Una lectura obligada para quien conoce en carne propia las desventuras y maravillas que acontecen desde el río Bravo hasta la Patagonia. No obstante su carácter latinoamericano, la novela también puede ser leída como una afirmación de la voluntad de la vida frente a las miserias de la guerra; porque, ahí donde hay un generalote imponiendo su bestialidad con un rostro de piedra, estalla la mueca que desarticula la estolidez y su falsa virilidad, esa violencia proclive en los estúpidos incapaces de reírse de sí mismos que condena a los espíritus frágiles a padecer sus complejos. Ferdydurke es también el argumento del valiente que dice entre risas y lágrimas: yo no te temo, hijo de puta (de la misma manera en que lo expresa el protagonista de la novela Trenes rigurosamente vigilados de Bohumil Hrabal).

Leyéndola de nuevo y por vez primera, con el placer masoquista que da el hecho de ser latinoamericano, es posible calibrar una visión que nos contiene y justifica, sin asfixias ni encorsetamientos. Porque en Ferdydurke laten, como un evangelio pagano, las palabras de Nelson Rodrigues: “el subdesarrollo no se improvisa, es una obra de siglos”. ~

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