Feminismo adulterado

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Sin ánimo de entrar en un torneo de mutuas descalificaciones con la lectora que en el número antepasado de Letras Libres expresó su desacuerdo con mi artículo "Hembrismo", quisiera precisar mejor mis ideas sobre un tema que apenas pude esbozar: la estrecha y no siempre afortunada vinculación entre el feminismo y la facción expansionista de la comunidad lésbica. Sin duda, las mujeres tienen una deuda con las luchadoras sociales lesbianas, pues muchas veces han estado a la vanguardia de su sexo en las batallas civiles del feminismo. El derecho a ganar el mismo salario que los hombres por el mismo trabajo, la penalización del hostigamiento sexual, el combate a la impunidad de los violadores, son conquistas que han beneficiado a las mujeres en general, y las lesbianas involucradas en esas luchas merecen todo mi respeto. Pero en la pelea por la igualdad de los géneros, hay un punto crucial en que las feministas lesbianas no coinciden con las heterosexuales: la búsqueda de un mejor entendimiento erótico y afectivo con los varones.
     Las mujeres atraídas por su propio sexo tienen bien claro que pueden prescindir de los hombres para alcanzar la felicidad amorosa. Esa elección es muy valiente y en una sociedad civilizada nunca debería ser objeto de persecución. Pero si las lesbianas quieren ampliar sus espacios de libertad, deberían abstenerse de intervenir en algo que no les incumbe: los conflictos y los placeres de la pareja heterosexual. Las lesbianas más lúcidas y sensibles respetan escrupulosamente esa regla de convivencia, pero es obvio que muchas ideólogas feministas empeñadas en marcar derroteros a sus camaradas, tienen más interés en promover el lesbianismo como alternativa para escapar de la opresión masculina, que en buscar la felicidad de la mujer heterosexual.
     Hacia esa dirección apunta el panfleto más exitoso del hembrismo militante: Los monólogos de la vagina de Eve Ensler (calificado como antimasculino y "feminazi" por la feminista Camile Paglia), que por su carácter universalista aspira a ser, ni más ni menos, el evangelio de la nueva condición femenina. De los ocho monólogos leídos  por las actrices de la puesta en escena mexicana, sólo uno cuenta la historia de una mujer que alcanzó la dicha con un varón. Los demás son quejas, entre jocosas y amargas, de señoras que jamás se atrevieron a explorar su vagina (quizá por sufrir mal de Parkinson) o tuvieron una vida sexual insípida con sus maridos y descubrieron el orgasmo tardíamente, por lo común en brazos de otra mujer. La tesis de la pieza es un grito de independencia sexual: si nos siguen tratando mal en la cama, podemos prescindir del falo (curiosamente, la cómoda opción de cambiar el falo inepto por otro eficaz no se contempla para nada). Desde luego, las lesbianas pueden hacer felices a sus amantes, quizá con mayor frecuencia que los hombres, pero la mayoría de las mujeres —feministas o no— están buscando una relación más igualitaria y placentera con los varones. ¿Se puede formar un mosaico representativo de la vida sexual femenina pasando por alto este pequeño detalle?
     Si las intelectuales lesbianas hicieran propaganda abierta en favor del amor sáfico, crearían obras picarescas muy disfrutables, pero a mi juicio, cometen una adulteración al querer apropiarse la causa feminista para llevar agua a su molino de nixtamal. Un pícaro que no confiesa sus intenciones con saludable cinismo se vuelve un tartufo. Querer adueñarse de todas las vaginas es un hermoso ideal picaresco, ¿por qué adecentarlo con el hipócrita disfraz de la corrección política? Cuando las lesbianas embozadas proclaman el derecho de la mujer a gozar de su cuerpo con el tono de un predicador igualitario, y al mismo tiempo se apuntan como candidatas para sustituir al hombre, confunden la lucha de su facción con la de todo el sexo femenino, pero sobre todo, traicionan el espíritu de la comedia, que es buscar el verdadero móvil de la conducta humana. El deseo no persigue fines altruistas: sólo busca satisfacer un anhelo de posesión. Pero como Eve Ensler quiere colgarse medallas al mérito cívico, necesita buscarle justificaciones éticas al amor lésbico. Sus monólogos intentan demostrar que en un mundo con tantas mujeres vejadas por la rudeza o la mezquindad sexual de los machos, tocarle el clítoris a una amiga no es un impulso cachondo, sino un gesto humanitario.
     El tartufismo de Los monólogos encubre un machismo de signo invertido. Como los charros cantores del viejo cine mexicano, las amazonas erigidas en portavoces de su sexo no pueden resistir la tentación de lanzar bravatas y desafíos al hombre que ven como rival, porque les disputa el amor de las mujeres. Entre las mujeres y los homosexuales masculinos también hay una disputa por el amor de los hombres, y sin embargo, los gays tienen una actitud mucho más comprensiva hacia las mujeres. Salvo en algunos casos de misoginia aguda, el componente femenino de su carácter los inclina a sentir simpatía por la mujer, mientras que la virilidad lésbica es, por el contrario, un factor de distanciamiento con los varones. Por mi experiencia en el trato amistoso con lesbianas sé que esas barreras se pueden superar con facilidad. El problema es que muchas feministas de talante viril no advierten siquiera su fascinación por los gestos autoritarios de la cultura machista. Para ello necesitarían dos cosas que ningún fanático puede tener: autocrítica y sentido del humor. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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