-Felisberto Hernández-

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I
     Sin ruido, impasible, con la sanción benéfica del tiempo a su favor, Felisberto Hernández (1902-1964) permanece tan excéntrico y totémico como siempre en el mapa de la literatura uruguaya. Y perdura, junto a tal insularidad, su alcurnia de personaje de novela que excita la imaginación con sus andanzas de pianista de cine mudo en las provincias rioplatenses en las décadas primeras del siglo pasado, con sus smokings de segunda mano, sus numerosas mujeres complejas, su leyenda de conversador sin par y su inagotable anecdotario absurdo. (Lo cercaba una mitología abundante que luego se expandió a dos de sus esposas, la escritora Paulina Medeiros y la pintora Amalia Nieto, y que en el presente se continúa en su nieto, Sergio Elena, también él pianista.) Sí, a contracorriente nadó Felisberto desde temprano, diríase que intuitivamente guiado por el caudal misterioso de los sueños con los que traficó y por su estirpe de funámbulo del trapecio literario. Huyó —en fechas tan tempranas como 1925, 1929, 1931— del folclore disfrazado de realismo, del documento copiador y hasta de esa plaga de la bandería políticamente comprometida que, algo después de los años precitados, pretendió, y logró en tan gran medida, convertir a los escritores en clérigos.
     Ahora lo comprobamos con una cierta sonrisa satisfecha: Felisberto fue, al menos en el dominio de la prosa, el primero que en el Uruguay escribió en los márgenes de su obra, mirándola de reojo, tornándola voluntariamente ambigua. Más aún: en su convenio con la práctica literaria el escritor, habitante del adentro de la arquitectura por él construida, está por encima del cielo y por debajo de la tierra que configura, y es capaz de verse como un “otro”, como un desconocido que inopinadamente inventa fábulas, y que, en un tercer y extremoso movimiento de esa secuencia de trasmutaciones, se desdobla todavía más porque “él también era un desconocido de sí mismo”. Monólogo interior y diálogo solidario —el autor que se habla y habla al lector— pautan una estructura de desplazamientos en la que pareciera que el “yo” narrativo mima su identidad camaleónica midiéndose con un “otro” que es y no es él mismo. Se trata de una puesta en escena literaria (y la teatralidad importa mucho aquí por el espejismo que alienta) que algo se parece a aquella que se define y toma cuerpo al entrar en contacto con la “metamorfosis inquietante” que nace con la modernidad baudelairiana y que se manifiesta en las relaciones que el texto literario entabla consigo mismo, con las cosas y con los objetos de una cotidianidad novedosa y pérfida; y, también, una puesta enescena que algo se acerca a las modalidades proustianas reminiscentes, al poner a trabajar la imaginación en relación de intimidad con los recuerdos y las evocaciones, y al proponer un análisis crítico de tales recuerdos y de tales evocaciones. Existe, en gran parte de los textos de nuestro autor, la convicción de que los tiempos que corren fraguan una nueva idea de la naturaleza de los instrumentos literarios y de la propia realidad.
     Vanguardista à rebours en unos aledaños de esplendor de las vanguardias como fueron los suyos, Felisberto se situaba entre y bajo las máscaras y los disfraces del carnaval escritural, fiando en la autarquía del equilibrio formal de la literatura, apostándose en una actitud gobernada por ese “extrañamiento” (una palabreja inusual en su época y en su medio) que teje y desteje la trama tanto del transcurso como del discurso de sus cuentos y sus nouvelles. Títulos como Fulano de tal (1925), Libro sin tapas (1929), La cara de Ana (1930), que redondean una primera etapa tanteadora, y ya más tarde Por los tiempos de Clemente Colling (1942), El caballo perdido (1943), Nadie encendía las lámparas (1947) y Las hortensias (1949), que configuran un núcleo mucho más maduro, ilustraron cada uno a su modo, y con voluntad de profundidad creciente, una idea singular y atrevida (y, por cierto, arriesgada) de la literatura. ¿Será por este último motivo que la moda literaria actual rinde un culto “posmoderno” a su esfuerzo, en abierta antagonía con un escritor que se despreocupó militantemente de las novelerías y del esnobismo conceptuales? Esta característica de desprendimiento doctrinario es la que ahora se agradece y sorprende. Felisberto fue, en efecto, lo que se conoce como un escritor “experimental”: cruzó las fronteras entre los géneros (El caballo perdido es una novela, es un ensayo, es una meditación), mezcló lo fantástico y lo introspectivo y alternó lo mítico y lo real. Empero, ninguna de esas transgresiones adquirieron un carácter dogmático o implicaron una teoría protegida por leyes o consignas. Más bien, lo que distingue su andadura son la sencillez y la llaneza, una naturalidad sin estrépito y espuma, que lleva a que aceptemos risueños y con desasosiego cordial los planteos de extravagante mesura que se nos proponen.
     II
     En Tandil, un pueblo del interior argentino, cuando corría el año de 1940, y luego de aguardar varias semanas por un concierto que nunca se materializó, Felisberto Hernández escribió a una corresponsal cómplice que “la angustia toma forma literaria”. Era el preanuncio de que el pianista se volvería escritor. En efecto, después de años de dedicarse al piano con la pretensión secreta de emular a Paderewski y a Cortot, comienza una obra literaria (en sus inicios publicada por cuenta propia en volúmenes esmirriados, en “libros sin tapas”) que tendrá como protagonista casi único justamente a un concertista, trasmutación sin duda de aquel ejecutante concienzudo, según se afirma, que hasta deseó competir con Beethoven y Chopin en la composición musical. Incluso se podría afirmar que Felisberto llevó la vida vagabunda de un pianista de provincias y padeció en ella el fracaso nada más que para legar al universo de la ficción las rêveries de un personaje solitario y de sensibilidad enfermiza. En Nadie encendía las lámparas hay un cuento, el que se llama “Mi primer concierto”, donde se leen estas líneas que ilustran acerca de las auras a la vez juguetonas y dramáticas que se promueven:

Ya era la hora; mandé tocar la campana y le pedí a mis amigos que se fueran a la platea. Antes de irse me dijeron que vendrían al final y me trasmitirían los comentarios. Di orden al electricista de dejar la sala en penumbra; hice memoria de los pasos, me tomé el gemelo del puño izquierdo con la mano derecha y me metí en el escenario como si entrara en el resplandor próximo a un incendio. Aunque miraba mis pasos desde arriba, desde mis ojos, era más fuerte la suposición con que me representaba mi manera de caminar vista desde la platea, y me rodeaban pensamientos como pajarracos que volaran obstaculizándome el camino; pero yo caminaba con fuerza y trataba de ver cómo mis pasos cruzaban el escenario.

La personalidad del escritor, apenas disfrazado en este caso de artista, se trasmite a la narración misma, compromete y rodea a los personajes y a la acción, como si se tratara de dar curso a un envolvente movimiento único, a un solo élan impulsor.

III
     La figura central que crea Felisberto se dedica a revelar anomalías (y analogías) imprevistas y sorprendentes en la superficie del transcurrir diario y en los intersticios del humano pensamiento. Es una figura cavilosa que historia la vida interior de un héroe de temperamento casi pasivo, un héroe que se concentra maniáticamente en sus rarezas y un héroe que vagabundea en medio de encuentros sintomáticos, simbólicos. Dueño de una cosmogonía propia, de fuerte lógica congruente, fiel a sus inspirados orígenes engendradores, el escritor es en estos trances una suerte de visionario llegado como de regiones muy remotas, acaso primitivas; un “espíritu fantástico” que desvela arcanos y propone —a través de un sentimiento de extravío, de arabescos que se muerden sus colas, de un ámbito de misterio, de un circuito de melancolía amable— un encuentro con el reverso del universo, con la otra orilla incógnita, con los pequeños o grandes abismos del sinsentido. Los vínculos sonámbulos entre las cosas, las atmósferas humosas de naderías apesadumbradas, los vericuetos extravagantes del pensamiento, incluso las colisiones aleatorias entre la persona y su propio cuerpo (“Yo sé que en el cuerpo circulan pensamientos con los pies desnudos”), se constituyen en claves sigilosas, en liturgias que desnudan el oficio enigmático del arte. La perpleja inconsciencia de quien sueña y sabe que sueña dibuja, en ésta y también en aquella página, una suerte de viaje mágico de una mente que acepta sin complejos la vitalidad del inconsciente y sus desconcertantes alteraciones interiores. Y de esos trámites surge una línea melódica meditabunda que se presenta efectivamente investida de esencias musicales, de modulaciones misteriosas y con una dicción transparente de resonancias que se corresponden y se reciclan, de disonancias que se atraen y se repelen. Sí, leer a Felisberto equivale, en gran medida, a escuchar música: una ensoñación a la que nos entregamos con gusto y por la que nos dejamos llevar. Podría hablarse de una reivindicación de aquel pianista frustrado sobre el escritor triunfante.
     Relatos autobiográficos, cuentos fantasmagóricos, nouvelles bufonescas, unos y otras marcadas por el humor y la ironía, por lo perverso y lo morboso, unos y otras haciendo de todo recuerdo un efectivo recuerdo mítico, unos y otras regidas por el “comentario” (es decir, por el examen especular, por la autorreflexión) que organiza las partes y rige el todo, marcan el espacio de inquerida subversión y de tan rara fecundidad demarcado por Felisberto Hernández. Tales textos son hoy, y al parecer, y como ya se anotó, con mayor enjundia cuanto más pasa el tiempo, un continuo en el que se asiste al tránsito de la prosa narrativa a la poesía —la expresión, recuérdese, que más aspira a la música: ese toque milagroso que detiene y atrapa el instante fugitivo, esa alma que centra su ojo intelectual en lo que se escurre y lo que se pierde y nos los vuelve perdurables, por siempre nuestros. Una estética, en suma, de una modernidad viva, hija lozana de un tranquilo temperamento precursor. –

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(Rocha, Uruguay, 1947) es escritor y fue redactor de Plural. En 2007 publicó la antología Octavio Paz en España, 1937 (FCE).


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