Endecha por el vocho

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No quiero parecer fanático o supremacista, ni ofender a nadie, pero tengo que decir que aquel habitante del df que nunca ha tenido un Volkswagen Beetle, o cercano pariente o amante propietario de uno de esos coches, de alguna muy banal pero profunda manera no puede considerarse un chilango 100% auténtico.
     Desde los años sesenta el vochito, como tiernamente lo apodamos con característica ternura náhuatl, es tan Con-Sus-Tan-Cial a la ciudad de México como el Zócalo, Chapultepec o —no quiero alargar la lista— los tacos al pastor que en aquella misma década nos llegaron de Grecia y su pan para recostarse en la tortilla, abrazados con las rebanadas de piña. Alemán inveterado, resistente como un pánzer, el célebre escarabajo de la VW se convirtió, lenta pero implacablemente, en la insignia de la ciudad capital.
     ¿Qué es lo primero que ve el viajero cuando llega de noche al df? La sobrecogedora extensión de incontables luces parpadeantes. ¿Y lo segundo? De noche y de día, los torrentes de vochos que surcan las venas de las calles cual millones de glóbulos blancos y rojos y de otros colores, pero particularmente de color verde. Pues cuando imaginamos un taxi ¿qué vemos? Un vóchitl verde —me permito este neologismo— en el que viajamos agarrados de la manija mientras sostenemos una casi íntima (en todo caso cercana) conversación con el o la chofer.
     Por cierto, ¿por qué se les llama vochos, vochiux, etcétera? Yo tengo mi teoría: que el apodo deriva de la palabra con que en Francia se designa al alemán, boche, y que en español también se utilizaba a veces en la era en que el auto del pueblo germano se empezó a importar aquí, antes de convertirse su fábrica en emblema de la ciudad de Puebla, a la par del mole y los azulejos.
     Poco a poco, otros autos inmoribles y primitivos fueron desapareciendo en carreteras y luego en calles: el Morris Oxford, el Fiat 600, el Opel Rekord (un vecino conserva impecable el suyo), el Citroën 2CV como el del papá de Mafalda. El vocho, en cambio, resistente como caballo de cuento de Chéjov, campeaba por sus fueros en toda Europa y toda América y el norte de África, llegando a la gasolinera mucho después de que se agotara la última gota del tanque y llenando de confianza y contento lo mismo a los pobres que a los pedantes, a las mamás que a los estudiantes, a los profesionistas que a los taxistas, para no hablar de los biólogos y los sociólogos, los filósofos y los agentes de ventas: el auto universal.
     Cuando la Volkswagen tuvo el descaro de ponerle Beetle al actual modelo hiperesnob de esa marca, muchos lo sentimos como lo que los clásicos llamaban una puñalada trapera. Beetle había uno solo, como Beatles sólo cuatro. (Y que no me digan que la portada de Abbey Road sería tan mítica sin el vocho blanco placas LWW 28IF que aparece del lado izquierdo.)
     Mientras escribo estas líneas se me nublan las lágrimas, se me saltan los ojos y se me galopan los recuerdos de los colores precisos de tantos vochos de gente querida en Londres, en París, en Lima, en San Francisco y, sobre todo, aquí en el df. (“Endecha. Canción melancólica en que el poeta se lamenta de algo”, define María Moliner en su Diccionario.)
     Y desde luego recuerdo a mi querido Batata, llamado así porque sus placas se iniciaban con las letras BTT, y que fue mi primer coche, y me duró casi diez años más que los tres que ya tenía, y que me seguí encontrando porque se lo vendí a un amigo, y que se fue quedando calvo porque le cayó un árbol encima y cuando le reconstruyeron el techo le pusieron una sola capa de pintura.
     Cualquier chilango auténtico recordará su(s) propio(s) Batata(s), coches tan Auto-Móviles que parecían dirigirse solos al establo; tan sensibles y sencillos que reaccionaban cuando les suplicabas que no te dejaran tirado (“¡Por favor no me hagas esto!”); o que respondían cuando les manipulabas las espreas del carburador; o que incluso no tomaban a mal una patada bien puesta (como los jamelgos de Chéjov bajo el látigo) y se echaban a andar, con una discreta tos en el tubo de escape, que se movía como cola de perro agradecido.
     Siguiendo con la nostalgia, ¿cómo olvidar esas cajuelas que no se podían abrir porque al menor golpe con la defensa trasera de un coche gringo se trababan?, ¿o los candados con cadena recubierta de hule con que les reforzábamos el cierre? Y ¿quién no recuerda las bolsas de plástico de súper colocadas en las ventilas del lado izquierdo del motor no con un fin estético, desde luego, sino para impedir que la tremenda temporada de lluvias dañara la bobina y los platinos?
     Dejo para el final de esta retahíla un rasgo muy singular de los vochos. Cuando se tronaba el chicote del acelerador, no te preocupabas ni tantito. Cogías uno de los palitos de paleta que guardabas en la guantera, abrías el motor y colocabas ese adminículo —véase la definición de Moliner— en la especie de martillo del acelerador, en un ángulo tan suficiente y exacto que el palito no fuera a quebrarse y el auto se mantuviera en una aceleración constante de unos 20 km/h, con lo que podías fugarte del Periférico o —si eras una persona muy paciente— incluso llegar a casa.
     Volvamos al presente. La decisión de la Bolsbaguen de descontinuar la inmortalidad del escarabajo es un golpe tan rudo como inesperado para una historia de amor dichoso entre una gran ciudad y un carrito, y un atentado a la identidad misma de la capital mexicana.
     Un df sin vochiux es inimaginable.
     ¿No podría la empresa mantener por unos años más —unos quince, digamos; para que nos fuéramos acostumbrando— la producción del último de los automóviles de las épocas en que cada coche tenía carácter propio y no se parecía a ninguno de los demás? ~

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