El talentoso Mr. Amis

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Durante toda su vida pública, durante toda su vida literaria, el nombre de Martin Amis ha sido sinónimo de polémica. Es difícil encontrar otro escritor cuya vida privada, desde el dinero gastado en cirugía dental hasta el descubrimiento tardío de una hija adolescente, haya ocupado tantas y tantas páginas de tabloides. Pero algo ha cambiado con Martin Amis. De un tiempo a esta parte, las polémicas que adornan su biografía se han alejado de la esfera privada para chocar de lleno con la esfera pública, con la política. De un tiempo a esta parte, Martin Amis ha dejado de ser el satirista brillante y enfant terrible de la literatura anglosajona para convertirse en un airado polemista social, cuyos libros y artículos en prensa pasan de inmediato a formar parte del debate público y son además escrutados con lupa por los distintos sectores de la intelligentsia británica.

Libros como Experiencia o Koba el Temible, la novela La Casa de los Encuentros o esa colección de artículos más dos relatos centrados en los atentados del 11 de septiembre que recientemente ha publicado bajo el título de The Second Plane, han convertido a Amis en un crítico furibundo del naïveté de cierta izquierda bienpensante a la hora de abordar temas como el terrorismo, la inmigración o el islam.

La siguiente conversación tuvo lugar en Barcelona, en el marco de la presentación de su última novela, pero rápidamente se enfiló hacia esos temas que tanto apasionan hoy al novelista. Esos temas y otro: envejecer.

 

Lleva hablando de La Casa de los Encuentros un par años, debe estar algo cansado ya.

Bueno, hacía ya un tiempo que no tenía que hablar de ella. Pero sí, es verdad, cuando uno acaba y publica un libro, tiene ya la mente puesta en el siguiente, y siempre es un trabajo extra volver atrás para hablar de un libro que uno ya no tiene en la cabeza.

 

¿Nunca relee su trabajo una vez publicado?

Solía hacerlo. Solía hacerlo bastante, en realidad. Pasaba tardes o noches enteras leyéndome a mí mismo mientras me fumaba un porro y bebía vino. Durante años esa fue la mejor forma de pasar la tarde.

 

¿Se reía leyendo sus propios libros?

Sí, por supuesto. Me partía de risa con muchos de ellos. No lo hago hace mucho tiempo, creo que pasa porque cuando uno cumple cierta edad no quiere perder tiempo contemplando el pasado. Por el contrario, uno intenta aprovechar todo lo posible el presente, mientras ve cómo el futuro se va acortando. Cuando uno llega a los cincuenta descubre que existe esta cosa enorme que no es más que su propio pasado. Nunca estuvo ahí antes, o estuvo, pero no le prestábamos mucha atención. De pronto descubrimos que el tamaño de nuestro pasado casi dobla el tamaño de nuestro futuro, es una experiencia tremenda, aunque también agradable.

 

¿Produce temor?

Sí, claro. Pero si se piensa bien, de pronto uno descubre que es dueño de este gran palacio, que puede visitar cada vez que le apetece. Es curioso descubrir también que lo más importante de ese pasado, las mejores habitaciones de ese palacio, al menos en mi caso, no son las dedicadas a mi vida literaria, sino todo lo relacionado con mi vida amorosa. Cuando uno se pone a recordar, y echa revista a su pasado amoroso, eso termina siendo lo más importante. Es inevitable hacerse muchas preguntas al respecto: ¿Qué ocurrió con esa u otra relación? ¿Qué hice bien, qué hice mal? Esas son, a mi entender, las preguntas más importantes sobre nuestro propio pasado. Creo que eso, y los hijos, se convierte en lo más importante que uno tiene cuando supera esa barrera de los cincuenta.

 

Esta última novela, situada en un gulag, es, probablemente, la menos divertida de todas las que ha escrito.

Sí, es verdad. Aunque creo que aun así es divertida, de alguna manera. Cruelmente divertida, quizá. La situación, la idea de una casa de citas en un campo de concentración es horriblemente hilarante en esa extraña manera rusa. Pero sí, tienes razón, no es graciosa a la manera que podían serlo otras de mis novelas.

 

¿Se ha acabado el Martin Amis gracioso?

No, creo que la siguiente [The Pregnant Widow, novela autobiográfica centrada en el feminismo y los años de la revolución sexual], en la que me encuentro trabajando ahora, será bastante divertida. El humor, como yo lo entiendo y como he intentado trasladarlo a mis libros, no es demasiado popular hoy en día. Ocurre que el humor es, por definición, cruel. Cuando uno hace una broma está ridiculizando y humillando al objeto de esa broma. Y eso, hoy en día, no está bien visto, se entiende que uno no puede burlarse de ciertas cosas, no puede ridiculizar al otro, que cuando uno hace bromas está insultando la cultura o ideología del objeto de esas bromas. En Inglaterra, por ejemplo, es imposible hacer chistes, se ha vuelto peligroso mofarse de lo que sea. Es parte de esta ideología absurda que es el multiculturalismo. En el fondo creo que todos sabemos que el multiculturalismo es un fraude, es una estafa, nadie cree realmente en él, sencillamente todo el mundo pretende hacerlo. ¿Cómo puede alguien creer en algo así? Pongamos el caso del islam y el trato que da a las mujeres: ¿alguien cree que tenemos que respetar la idea de que una niña de nueve años debe comprometerse con un hombre mayor porque sus padres así lo dicen? ¿Alguien cree que la poligamia, la ablación, la burka, la prohibición de conducir o viajar son defendibles?

 

El problema con el multiculturalismo es quizá que nadie sabe realmente lo que es, no hay reglas claras.

La regla es que cualquier comportamiento, sin importar cuán bárbaro resulte, por el sencillo hecho de formar parte de una tradición, es correcto, porque así es, así es como se hace en esa cultura en particular, y eso lo legitima. Y claro, partiendo de ahí, resulta que ninguna cultura es superior a otra. El tema no pasa por si es superior o inferior; la cuestión es que hay culturas, si se las quiere llamar así, más evolucionadas que otras. Incluso aquellos que no quieren verlo terminarán por verlo. Hace poco tuve una tremenda discusión con Terry Eagleton a este respecto, llegó a llamarme racista. Lo que ocurre es que no entienden que una cosa es una sociedad multirracial y otra una sociedad “multicultural”; son dos cosas completamente distintas. Uno puede ser un apasionado defensor de una sociedad multirracial, pero no del multiculturalismo. No es una cuestión de raza, se trata de una cuestión ideológica.

 

¿Cree entonces que los únicos límites sobre cómo debemos comportarnos en una sociedad pasan, más allá de la cuestión cultural, por la ley?

Ahora mismo tenemos un problema en este sentido en Inglaterra, porque el arzobispo de Canterbury ha dicho recientemente que es inevitable que la ley británica recoja la sharia. De inmediato, la mayoría de la gente ha dicho que no, que la ley debe ser igual para todos, lo cual es una redundancia porque ese es uno de los principios de la ley, su universalidad. La ley lo es todo, es el pilar de nuestra sociedad, no somos nada sin las leyes. ¿A qué se refiere el arzobispo? ¿Qué normas de la sharia debería recoger la ley británica? ¿Las correspondientes al trato a las mujeres, el patriarcado? Por supuesto que no, y nadie en su sano juicio abogaría por algo así; por eso el multiculturalismo es un fraude, una ilusión, porque a pesar de que a nadie se le ocurriría defender esas normas, cuando se habla de esa generalidad que llamamos multiculturalismo todos se llenan la boca defendiendo la igualdad entre culturas y el respeto por las costumbres de los pueblos.

 

¿Es el trato a las mujeres, la cuestión femenina, el tema clave en relación con el islam?

Por supuesto. Es el asunto primordial. Todo se reduce a eso. Suena muy grosero, pero el islam no ha tenido evolución política en más de un siglo. Y entonces, hoy, ese patriarcado se ve amenazado; basta ver la televisión, echar un vistazo en internet, ver las vallas publicitarias… De alguna manera, esa supuesta pureza, ese apego a las tradiciones –unas tradiciones machistas y retrógradas– es su último bastión de dignidad, y día a día se están enfrentado a su pérdida gracias a la globalización. Todo lo que forma parte de nuestra modernidad, de nuestro día a día, les resulta ofensivo, les disgusta, y es evidente, no hay nada puro en nuestra sociedad. Por suerte.

 

Hay cierto tipo de intelectual de izquierda que condena el uso de la violencia pero dice algo así como “Oh, yo no quiero que maten a nadie, pero no se puede ir por ahí provocando”.

Así es. Salman, a pesar del enorme apoyo que recibió de mucha gente distinta en el Reino Unido, finalmente tuvo que irse del país por el acoso y hostilidad de distintos sectores de la izquierda, a mi entender profundamente racistas. Hubo gente que llegó a decir que Salman era un problema porque costaba dinero al Estado, su seguridad nos costaba dinero, dinero público. Y claro, cuando un inglés está hablando de dinero del Estado, dinero de los impuestos, está diciendo que no quiere que le toquen su bolsillo. Menos aún para proteger a este indio que se pasea por ahí con novias tan guapas. Salman tuvo que irse. Y lo mismo le aconsejó él a Ayaan Hirsi Ali; le dijo que debía irse de Holanda, que no podía condenarse a sí misma a vivir con escoltas el resto de su vida, y para ello, claro, debía irse de ese país.

 

¿Se ha puesto a pensar por qué todo el mundo parece estar escribiendo novelas políticas nuevamente?

Tienes razón, no lo sé, no me he detenido a pensarlo lo suficiente. Por una parte creo que la novela ha sido siempre política, de alguna manera todas las novelas son políticas. Pero por otra parte es cierto que las novelas actualmente tocan temas políticos, hablan de política de una manera que habían obviado en tiempos recientes. Supongo que lo ocurrido el 11-s tiene mucho que ver; desde entonces todo el mundo parece más interesado en la política, en el terrorismo; estos son los temas que la gente tiene presentes, y los novelistas, de alguna manera, debemos enfrentarnos a esa realidad. También es cierto, como a Salman siempre le gusta decir, que no hay forma de esconderse de la política; incluso en tiempos pacíficos, siempre está ahí. No siempre lo he visto de esta forma, yo era de los que decía que no le interesaba la política cuando era joven.

 

Tenía a su amigo Christopher Hitchens para ocuparse de esos temas.

Exacto. Yo le decía a Christopher: “Te equivocas de revolución, es la revolución sexual la que debería interesarte.” Pero a Christopher no le interesaba en absoluto, él siempre fue un animal político. Christopher estaba imbuido en la revolución socialista y yo le decía: “No es la revolución correcta, estás equivocado.” Para serte franco, muchos éramos así en ese entonces. Está escrito en Koba el Temible: en la redacción del New Statesman muchos sólo podíamos pensar en el arte, en nuestro arte; teníamos interminables y estériles discusiones estéticas.

¿Y ahora es Hitchens quien le restriega en la cara que usted estaba equivocado?

Bueno, yo lo pasé mejor en esos años, me divertí más. Pero sí, quizá él tenía algo de razón. Conforme pasan los años, me he interesado y me intereso más en la política. Es inevitable. ~

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(Lima, 1981) es editor y periodista.


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