El sermón destrozado

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El hecho de que Ajena sea la primera novela del venezolano Antonio López Ortega, después de decenios de trabajo continuo con géneros como el microcuento o el cuento, podría suscitar el equívoco de que ha habido una ruptura en su obra. No obstante, si se repara en la datación colocada en la última página —de 1983 a 1999—, cabría suponer que no sólo no ha habido una transformación negadora, sino que los indudables cambios en el aspecto externo de la escritura revelan una síntesis de la experiencia personal. Tenemos una narración extensa en nuestras manos, pero ésta adopta la forma de un epistolario que, por su profusión y tendencia al monólogo, en más de una ocasión se vuelve diario íntimo: modalidades expresivas que el narrador había asediado en Cartas de relación (1982) y Calendario (1990). De igual manera debería señalarse que la acumulación epistolar, gracias a la supresión de las cartas del corresponsal, crea el efecto de un conjunto fragmentado, en que el silencio aporta una criptoelocuencia afín a la de Naturalezas menores (1991) o Lunar (1997).
     La revitalización intertextual del pasado literario de López Ortega se completa en Ajena con un homenaje evidente a una vasta tradición literaria. Las epístolas de tema erótico se remontan a las Heroidas tanto como a la novela sentimental de la baja Edad Media o a la del siglo XVIII. La mujer que se dirige al amante ausente con un telón de fondo nostálgico o infeliz constituye otra referencia antigua, sometida o no al artilugio epistolar ovidiano: lo prueban las cantigas de amigo de los trovadores, las Lettres dune religieuse y La Voix humaine de Jean Cocteau. Todas ésas son presencias latentes en Ajena; de vez en cuando, la remisión se disuelve en códigos heredados que pertenecen al dominio colectivo, como el encuentro de mujer y naturaleza, incluso reiterando las estructuras paralelísticas de las cantigas. En otras ocasiones, la alusión se transforma en un lúcido guiño. Es lo que ocurre durante las frecuentes citas de la protagonista de Ajena con el teléfono, que rozan el monólogo de Cocteau, en particular cuando la heroína advierte que se ha acabado la relación con el amante ausente que, en París, ha encontrado a otra. Pero a veces la red se vuelve explícita, como cuando la protagonista, estimulada por una adaptación televisiva, lee a su compatriota Teresa de la Parra, quien hizo de la epístola un componente crucial de su Ifigenia. Sin embargo, lo más llamativo de Ajena no son tanto esas citas que reelaboran una memoria literaria ancestral como las refundiciones de un pasado prestigioso en una anécdota doméstica o menor —digna de esos adjetivos hasta por haber sido marginado de las letras el orbe imaginal en el que se inscribe: me refiero a la sensibilidad de una joven de la clase media alta, en tratos constantes con lo cursi y la cultura de masas.
     En la narrativa venezolana ha habido hasta ahora un desdén general por la representación de la clase media y sus perspectivas, lo que acaso se explique porque la mayoría de los narradores proviene de ella: la cercanía les impide captar el potencial literario de lo que no es exótico. La burguesía y la pequeña burguesía locales, en el período que va de mediados del siglo XX a 1983, creció y se fortaleció, para dar indicios de inmediata decadencia y, en los albores del siglo XXI, estar en vías de extinción; su ciclo de vida, que podría fascinar al escritor con buen ojo para los avatares de la sociedad, incluye haber acompañado al país en la aparente prosperidad del desarrollismo petrolero que sucedió al régimen perezjimenista y acompañarlo asimismo en la desaparición de esa ilusión de riqueza, que alcanza sus últimas manifestaciones en el populismo militarizado del chavismo. No creo casual que las fechas entre las cuales se escribe Ajena sean 1983 y 1999. Al primer año corresponde el llamado “Viernes Negro”, cuando comenzó a devaluarse el bolívar tras una larga época de estabilidad cambiaria. El segundo año coincide con el inicio de la presidencia de Hugo Chávez que, luego de casi dos decenios de inflación desbocada, respalda el proyecto de liquidar el período democrático previo, su constitución y diversos aparatos estatales. Si 1983 fue el punto de arranque de una transformación violenta de la identidad del burgués y el pequeño burgués, ahora, presas de la inseguridad en el futuro y el desengaño del progresismo, 1999 señala el fin “oficial” del mundo en el que la clase media había vivido y la transición a una nación cuyo perfil político todavía está por definirse. En las incertidumbres de ese crepúsculo colectivo se sitúa de lleno la protagonista de Ajena.
     Aunque al principio la narradora epistolar no tiene una conciencia ni siquiera “falsa” de clase, ésta irá aclarándose paralela a su decepción amorosa y su vinculación a condiscípulos universitarios no burgueses. Las tensiones entre riqueza y pobreza se manifiestan en el texto con indicadores usuales de la fetichización de la propiedad privada —el poder individuador de los automóviles, por ejemplo— o echando mano del dialecto caraqueño, en que “urbanización” y “barrio” han adquirido el rango de términos polarizados: “Encuentro en la universidad con dos buenas amigas: Ileana y Loló. Son muchachas de barrio.” Ese tipo de indicios da pie a que se efectúe una lectura alegórica de la anécdota. Una sifrina caraqueña —el equivalente de las chetas rioplatenses o las pijas españolas— intenta mantener una relación a distancia con un amor que ha viajado al corazón del Primer Mundo y allí la abandona por otra, condenándola a un discurrir solitario —enajenada, “ajena”— en un ambiente de subdesarrollo, lleno de circunstancias que la impulsan a “sentir un poco de vergüenza”. El centro espiritual perdido por la clase media alta sólo puede compensarse con un redescubrimiento del entorno a través de la negada atracción por Aldemaro —proveniente de un “barrio”— o con un ideal de construcción de lo nacional, como cuando la protagonista, a punto de graduarse y entregarse a la docencia, ansía “hacer país”: “me quedaré con esos profesores, especies de sacerdotes ocultos que viven para el conocimiento y el espíritu […]. No me imagino otra cosa para mi futuro distinta a estos espacios cálidos y olvidados donde unos estudiantes se desvelan y apuestan por el porvenir. El país (me digo) se hace en estas aulas.” En la alegoría nacional, con todo, podríamos entrever una indirecta condena a la burguesía que no acaba de aprender sus lecciones: la narradora, al final, confiesa que ha encontrado también una nueva relación sentimental, pero con Manuel, un “pariente” —desenlace endogámico que contrasta con la reinserción verdadera en la realidad nacional que se habría producido de haber asimilado su atracción por el “otro” proletario, es decir, Aldemaro.
     Las historias decimonónicas de amor escritas en Latinoamérica alegorizaban proyectos nacionales sirviéndose de alianzas idílicas entre clases y razas o impedimentos de tales alianzas. A primera vista, la novela de López Ortega se suma a esa familia literaria. Pero justo aquí se revela la consistencia de la poética del autor tal como se formula en su libro de ensayos El camino de la alteridad (1995), que exige escepticismo ante los “compromisos” burdos: la estructura didáctica de Ajena contiene los instrumentos necesarios para que el lector la desmonte. Basta repasar el vocabulario y el tono del pasaje donde la heroína se propone “hacer país”: estamos en pleno dominio de lo cursi. Si se examinan con mayor rigor numerosos momentos de la novela, se percibirá que un factor común a ellos es la conversión de la cursilería en kitsch —o sea, una actividad irónica. La lección formadora de patria que López Ortega pareciera dar surge luego de haberse acumulado en la voz narrativa lo telenovelesco, lo bolerístico y el existencialismo de que es capaz alguien que vive en una zona bien de Caracas. El resultado es el desmoronamiento de un sermón. ~

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(1964) es escritor venezolano y profesor de literatura en la Universidad de Connecticut.


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