El pedagogo sin aula

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Cuando la contaminación ambiental produce trastornos climáticos graves o un virus incurable cobra millones de víctimas, las ciencias naturales concentran sus mayores esfuerzos en estudiar y neutralizar esas amenazas para la vida. Por desgracia, en el campo de las letras y las humanidades, la minoría ilustrada suele anteponer los intereses gremiales a cualquier prioridad social. En México, un país con grandes subsidios para las bellas artes donde sólo lee libros el uno por ciento de la población, la preservación y la difusión de la cultura están amenazadas de muerte por distintos flancos, pero la élite intelectual tiene más interés en conservar sus prebendas y en reafirmar una ilusoria superioridad sobre el vulgo que en luchar contra la marea embrutecedora. La pedantería es uno de los principales obstáculos para divulgar conocimientos o fomentar la lectura y, sin embargo, salvo un puñado de escritores satíricos, nadie hace nada por combatirla, tal vez porque la regla de oro para sobrevivir en el mundillo cultural es no mentar la soga en casa del ahorcado.
     En la antigua Grecia se llamaba pedante al instructor de niños. A partir de esta etimología, Antonio Machado y el romántico inglés William Hazlitt observaron por separado un rasgo de carácter inmutable en los pedantes de todas las épocas: su propensión a tratar a los adultos como menores de edad. En el ensayo "Sobre la aristocracia de las letras", Hazlitt apuntó con sarcasmo: "Los pedantes hablan al vulgo como los pedagogos hablan a los niños de escuela, con una actitud de condescendencia. Mientras se dan importancia ante gentes de capacidad inferior, esas capacidades inferiores se ríen de ellos". Que yo sepa, Machado no leyó a Hazlitt pero por boca de Juan de Mairena le respondió a cien años de distancia: "¿Qué modo hay de que un hombre consagrado a la enseñanza no sea pedante? ¿Cómo puede un maestro enseñar sin profesar un saber algo infantilizado?" Según Mairena, el paternalismo del pedante estaría justificado por su generosidad para impartir conocimientos. Sin embargo, la experiencia indica que el pedante sólo es reconocido como tal cuando actúa en escenarios diferentes al salón de clases —una reunión social, por ejemplo— y se obstina en impartir una cátedra no pedida. Como bien señaló Samuel Ramos, el profesor sin aula se distingue por su inoportunidad, por alardear de erudito en las circunstancias menos adecuadas. Pero definir al pedante como un maestro inoportuno daría una idea falsa de su carácter, porque los promotores culturales exentos de pretensiones también intentan por todos los medios educar a la gente que sólo busca diversión o frivolidad. El pedante es lo menos parecido a un promotor cultural, porque en el fondo no le interesa compartir su cultura, sino ostentarla con egoísmo ante un público ignaro. Habría que añadir entonces una apostilla a las definiciones de Machado, Hazlitt y Ramos: el pedante es un maestro inoportuno que infantiliza a su auditorio, pero ante todo es un falso pedagogo, pues se jacta de lo que sabe sin quererlo enseñar.
     En países como el nuestro, donde la erudición verdadera o falsa tiene más prestigio y está mejor recompensada que la creatividad, la falsa pedagogía florece con gran pompa en todos los cotos de poder cultural. Por lo común, los académicos más infatuados, los más celosos de su jerarquía, abandonan pronto la docencia para encerrarse en sus criptogramas. La jerga especializada, el rigor metodológico y la aparatosa bibliografía les proporcionan un manto de hojarasca ideal para camuflar la falta de ideas: por algo son herramientas de uso obligatorio en toda tesis de posgrado. Los dueños del saber incomunicable cayeron desde hace mucho en un círculo vicioso del que no les conviene salir, pues fuera de él está el horrible mundo real, donde no hay año sabático ni plazas de tiempo completo. Pero aun fuera de la academia, en la democrática república de las letras, la pedantería tiene incontables adeptos, principalmente en el campo de la crítica literaria.
     Por su naturaleza, el ensayo literario es un teatro de la inteligencia donde una mente organizada y lúcida utiliza recursos pedagógicos para hacer reflexionar al lector común y llevarlo de la mano hasta una conclusión que perdería poder persuasivo si fuera presentada de manera abrupta. El encanto de los mejores ensayistas consiste en hacernos creer que sus disertaciones han salido de nuestro propio cerebro. Pero la enseñanza degenera en glosa erudita cuando el ensayista utiliza el género como un escaparate para exhibir lecturas, cuanto más raras mejor, y en vez de educar al lector pretende apabullarlo con una autoridad intelectual que no ha sabido ganarse como maestro. En un país donde se lee poco un mandarín de la crítica puede ganarse fácilmente el respeto de los ingenuos y convencerlos de que ha leído todo, pero con cada afirmación de superioridad estará acercándose más y más al autismo. Para escribir un ensayo con un andamiaje pedagógico oculto se necesita algo más que erudición: pero quien sólo puede concebir la cultura como un adorno prestigioso, no siente necesidad alguna de hacer ese esfuerzo.
     Mientras la élite intelectual siga dándose importancia ante la gran masa iletrada, las quejas de escritores y artistas por la falta de público para las actividades culturales caerán en el vacío. Desde afuera, la gente que oye esos reclamos se pregunta: ¿De veras les molesta el aislamiento o más bien lo disfrutan? Nadie puede creer en una minoría que trata como niño a su interlocutor y le vuelve la espalda cuando quiere aprender algo. –

+ posts

(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: