El parto que viene

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La alternancia en el Poder Ejecutivo es el capítulo pendiente de la democracia electoral mexicana. El hecho de que pueda no advenir tras los comicios de julio del 2000 no invalida los recientes avances políticos del país, pero sí retrasa nuestro acceso definitivo, como república federal, a la saludable normalidad democrática de que ya gozan varios estados del país. Se dirá, con razón, que el impedimento mayor está en la fuerza inercial del PRI, con sus setenta años de historia y setenta mil mañas acumuladas, pero en las circunstancias actuales un desenlace así tendría cuando menos dos posibles explicaciones adicionales: las iniciativas del PRI en los últimos tiempos y la torpeza relativa de la oposición.
     La excentricidad biográfica de Zedillo con respecto a la "familia revolucionaria" —sus pactos secretos, sus grandes jerarcas, sus métodos corporativos— ha resultado funcional a la democracia mexicana y, cosa que parecía imposible, a la incipiente democratización del PRI. Zedillo es tal vez el único mandatario latinoamericano que se refiere a sí mismo como un liberal. Lo es por partida doble: en la economía y en la política. Por mucho tiempo, esta actitud fue percibida como falta de gusto, gana, vocación o capacidad en el uso del poder. Pero en el último tramo de su sexenio y tras la inusitada transfiguración del "dedazo presidencial" en dedazo electoral (con todas las irregularidades, acarreos, inducciones, manipulaciones y compras de votos, que sin duda hubo) hay que admitir que Zedillo —el tecnócrata puro— ha resultado más político de lo que se pensaba: ha inoculado en el dinosaurio un germen democrático que parece rejuvenecerlo y que será difícil erradicar: por un efecto de cascada, ahora hasta en los más pequeños municipios el PRI requerirá abrir su elección interna.
     La oposición haría mal en no ver de frente y ponderar con claridad la dimensión del cambio. La jornada del 7 de noviembre dejó al menos dos lecciones: el carácter efímero y tal vez contraproducente del puro discurso confrontacional y la tendencia —no necesariamente probada el 2 de julio, pero sí latente— de un voto conservador en el 2000: "más vale malo por conocido que bueno por conocer". En este contexto, es una lástima que no se concretara la alianza opositora. Ahora los candidatos de oposición tendrán que luchar contra un dinosaurio reanimado por una súbita inmersión en las aguas bautismales de la democracia. Podrán hacerlo con buen éxito, si muestran una auténtica capacidad de liderazgo, ofrecen una visión clara del México futuro (proyectos, programas, soluciones concretas) y apelan al entusiasmo —no sólo a la indignación crítica— de las mayorías. Los ansiosos votantes están allí: después de todo, en las elecciones del 7 de noviembre sufragó menos de la sexta parte de la ciudadanía con credencial.
     Faltan nueve meses para el 2 de julio, un parto en el que cualquier cosa puede pasar. El papel de los medios de comunicación será crucial. El propio Zedillo admitió en Londres, al principio de su periodo, que las elecciones de 1994 habían sido "inequitativas" en favor suyo. Si esa condición se repite los resultados pueden ser desastrosos: desbandada de la izquierda hacia posiciones violentas, desmoralización del PAN, vuelta al "carro completo" y desesperanza ciudadana.
     Con todo, los avances de los últimos tiempos son notables: un órgano electoral autónomo, alternancia relativa del Poder Legislativo y Ejecutivo en niveles locales y estatales, elecciones limpias. Más importante aún es la mutación silenciosa en la cultura democrática del mexicano: ha comenzado a entender y hacer suyo el legado de los liberales delsiglo XIX. La libertad de expresión en el México de hoy, imperfecta si se quiere pero sustantiva, es acaso el mejor signo de la década que termina y un augurio de esperanza para el siglo que comienza. –

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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