El método Spiegelman

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Art Spiegelman, nacido en Estocolmo en 1948, habitante de Nueva York desde 1951, dibujante de cómics, integrante del movimiento del Comic Underground en los años setenta, fundador de la mítica revista Raw en los ochenta (donde publicaron los mejores artistas del cómic estadounidense y europeo), tiene las uñas largas —algo sucias—, la barba crecida y fuma. Un cigarro tras otro, como si su sospecha de que el mundo puede acabarse fuera a hacerse realidad en cualquier momento. Razones para pensarlo no le faltan porque el mundo —su mundo— terminó varias veces. La primera, cuando un coctel de lsd y años sesenta dieron con sus huesos en un hospital psiquiátrico. La segunda —era 1968 y él tenía veinte años— cuando su madre, Anna Spiegelman, se cortó las venas, tragó un frasco de pastillas y murió sin dejar carta. La tercera, cuando la mañana del 11 de septiembre de 2001, desde su estudio en el Soho de Manhattan, escuchó el siseo del avión entrando en la primera de las Torres. Su hija Nadja, de trece años, y su hijo Dash, de nueve, estaban en sendos colegios, a metros del World Trade Center. Mientras corría a rescatar a su cría —junto a su mujer Françoise Mouly, jefe de arte del New Yorker— tuvo una visión perfecta del horror: vio cómo la primera de las torres se derrumbaba con un gemido espeluznante. “Creí que el mundo terminaba —escribió después—, aunque sólo mi pequeño mundo privado se acabó para siempre.”
     Pasaron los días. Encerrado en su estudio, Spiegelman no hacía sino releer cómics clásicos estadounidenses —Little Nemo, Yellow Kid, Krazy Kat— y esperar el fin del mundo, que creía próximo. El 16 de septiembre de 2001 el New Yorker llevaba, en la portada, un dibujo suyo: la silueta, negro sobre negro, de los edificios todavía en pie.
     Ahora, tres años después, con el mundo todavía andando, esa portada devino portada de un libro majestuoso, con diez ilustraciones dibujadas por Spiegelman entre 2001 y 2003, más un bonus track de siete reproducciones de aquellos cómics que el autor leía para combatir la amenaza de apocalipsis. Se llama In The Shadow of No Towers y no es, precisamente, una loa al estilo de vida estadounidense —un canto al coraje del cuerpo de bomberos— sino todo lo contrario. Es el irreverente método Spiegelman para contarle al mundo su versión del asunto: qué sucede cuando la Historia con mayúsculas colapsa con la historia de un hombre común. Diez años atrás, con la aparición de Maus, había hecho lo mismo.
     Spiegelman es hijo de Vladek y Anna, dos judíos polacos sobrevivientes de los campos de concentración nazis, y hermano de un chico llamado Richieu al que nunca conoció: Richieu murió envenenado por la mujer que lo cuidaba, la cual quiso evitar, matándolo, que lo llevaran a Auschwitz. En 1968, Art empezó el Harpur College en la especialidad de arte y filosofía —aunque su padre quería que fuera dentista— y esa libertad súbita, aliñada por una cantidad de drogas ilegales, terminó con él en un hospital psiquiátrico. “Lo que me sucedió la noche en que enloquecí fue que tuve una descompresión —dijo en el irreverente discurso con que recibió, en 1995, un Doctorado Honoris Causa en Harpur College—. Había pasado demasiado rápido del búnker de mi traumatizada familia a un mundo donde las ideas tenían importancia. Hasta que salí de casa, creí que los adultos gritaban cuando dormían como hacían mis padres, con repetidas pesadillas sobre sus años en la Europa de Hitler.”
     Art nunca tuvo problemas en contarle al mundo que no era —que nunca había sido— feliz en casa. En 1972 dibujó la historia autobiográfica Prisionero en el planeta infierno, donde cuenta el suicidio de su madre y donde, en el cuadro final, él mismo aúlla: “Bueno, mamá, felicitaciones, has cometido el crimen perfecto. Me pusiste aquí, cortaste mis terminales nerviosas. ¡Me asesinaste, mamá!” En Maus, la obra en la que trabajó desde 1978 y hasta 1991 (el único cómic que ha ganado el Premio Pulitzer, en 1992) dobló la apuesta. Publicada en dos volúmenes por Pantheon Books —Mi padre sangra historia, 1986, Y aquí comenzaron mis problemas, 1991—, Maus narra en cuadritos de tinta y de papel algo que jamás había sido puesto en ese formato: la historia de un judío —Vladek Spiegelman— en la aterradora Europa de Hitler. Para contarla, Spiegelman hijo utilizó una simbología de alto riesgo: dibujó a los judíos como ratones, a los nazis como gatos y a los polacos como cerdos. Las clásicas imágenes de los cartoons, tal y como las habíamos aprendido del viejo y querido Walt, puestas al servicio de otra cosa —más oscura, mucho más perturbadora— sentaban las bases de algo que empezó a llamarse novela gráfica. Maus es una novela gráfica que cuenta la historia de Vladek y Anna y los campos de concentración, pero es también la historia de la degradación paulatina de un hombre y de la difícil relación entre un padre y un hijo. Vladek Spiegelman, un joven varón valiente, astuto y solidario en los campos de concentración, se transforma en un anciano difícil, avaro, dependiente, mezquino y racista. Odia a los negros, manipula a los demás valiéndose de su pasado para inspirar lástima, y no parecen importarle más que sus propios sentimientos, como queda claro cuando confiesa haber quemado los diarios escritos por su mujer en los campos, aun cuando ella los guardara para su hijo. Art, entonces, grita desde las páginas del cómic (le grita a su padre, le escupe a un señor judío sobreviviente y a punto de morir) “!Maldito seas! ¡Maldito seas! ¡Eres un asesino!” Y el lector —con un respingo— suele estar de acuerdo. La revelación última —e insoportable— de Maus es, precisamente, ésa: que no hay héroes monolíticos. Que todos somos —podemos ser— unos miserables.
     Diez años después de Maus, Art no había vuelto a dibujar cómics.
     Era, desde 1992, uno de los más prestigiosos ilustradores del New Yorker, revista para la que dibujó ilustraciones que generaron escándalo, como la de septiembre de 1993 en la que ilustró el regreso a las aulas —después de la masacre de Columbine— con niños que descendían del ómnibus escolar armados hasta los dientes. Y en eso estaba cuando llegó la radiante mañana del 11 de septiembre de 2001. Aquella horas desesperadas, la búsqueda de sus hijos y el horror de asistir al comienzo de algo que no se sabe qué es —¿una invasión marciana, sólo uno de cientos de miles de atentados ocurriendo simultáneamente en el mundo?— están reflejadas en las primeras ilustraciones de In The Shadow of No Towers, el libro que presentó en septiembre de 2004, lanzado en Estados Unidos por Pantheon Books y en España por Norma, donde se tradujo como Sin la sombra de las torres.
     Con el correr de los meses, las ilustraciones empezaron a cargarse de contenido político y se transformaron en una crítica feroz a la guerra contra Iraq, al presidente Bush, al pueblo estadounidense. La consecuencia, claro, no se hizo esperar. Ningún medio importante de su país quiso publicarlas cuando todavía no eran libro. Ni el New Yorker, al que Spiegelman renunció a fines de 2002, ni el New York Review of Books. Sólo Forward, un semanario de la comunidad judía, aceptó hacerlo. En Europa las publicaron, sin embargo y sin dudar, la revista alemana Die Zeit y el London Review of Books. Pero ese rechazo no desvelaba a su autor, porque In The Shadow of No Towers no es la obra de un sobreviviente sino el grito de un desahuciado. Un hombre que aprovecha el tiempo de descuento, que espera su muerte sin fecha fija. “Mientras hacía esas láminas, yo estaba seguro de que el cielo iba a caer sobre mí y que yo moriría pronto —dijo Spiegelman—. Desearía poder hacer otro tipo de cómics, pero hasta ahora han sido las dolorosas realidades que apenas puedo comprender las que me llevan a mi mesa de trabajo. Desgraciadamente, creo que mi musa es el desastre.” Spiegelman empezó a trabajar en la primera lámina el mismo 11 de septiembre de 2001: allí se ve la imagen de la torre —horrible, naranja— que se colapsa, mientras una multitud huye de un gigantesco zapato con una mecha encendida que cae desde el cielo. Un aviso publicitario dice “Zapatos Jihad, hechos con materiales artesanales, sólo en tamaños extra grandes. Disponibles en las tiendas más refinadas del barrio”. En la segunda lámina, Spiegelman —con careta de ratón— aparece flanqueado por un iraquí con una cimitarra y el presidente estadounidense con un revólver en la mano. Debajo se lee: “Igualmente aterrorizado por Al Qaeda y su propio Gobierno.” Y eso es sólo el principio. Hay, además, una paródica lluvia de botas tejanas sobre la ciudad, ácidas reflexiones sobre la utilización política de los atentados, y ríos de ironía sobre el comportamiento de los ciudadanos estadounidenses (familias que miran el desastre por televisión con la misma expresión indiferente —el mismo popcorn— con que mirarían un episodio de Los Simpson).
     La última de las ilustraciones, dibujada entre el 27 de julio y el 31 de agosto de 2003, no da respiro. Allí, los cuadros de la historia se disponen dentro de dos torres gemelas que coronan un paisaje incendiado. Un avión se dirige hacia el edificio de la derecha. El cuadro final es el esqueleto de la torre, ya negro y desdibujado, que empieza a perderse en la bruma del olvido. Sobre el dibujo, un deseo: “Happy anniversary.”
     Por cosas como éstas, Spiegelman es —siempre será— peligroso. Y eso es lo mejor que puede decirse de él. –

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