El hoyo

Aldo Meza se coló en lo más sórdido de la ciudad de México, un territorio poseído por la impunidad del crimen: la colonia La Joya, en Iztapalapa, mejor conocida como El Hoyo. Vidas rotas entre el desamparo oficial y la violencia del crimen organizado.
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En sus calles se respira soledad y abandono. Y aunque no ves a nadie, sabes que alguien te está observando. Es como si en este lugar el tiempo se hubiera detenido hace cincuenta años, pues sus condiciones de pobreza y marginación son prácticamente las mismas. Bienvenidos a “El Hoyo”, lugar de mítica delincuencia, donde la muerte y el dolor constituyen la vida cotidiana.

Un letrero oficial entre cascajo y basura no podía ser mejor advertencia: “Atención. Prohibido el paso. No se arriesgue.”

El nombre oficial de El Hoyo es La Joya, una colonia enclavada en la enorme cavidad del cerro el Peñón, donde hace tiempo se explotó una mina de tezontle.

El olvido de esta zona en la delegación Iztapalapa es tan grande y contundente que ni siquiera aparece en la Guía Roji, a pesar de las ochocientas familias (cerca de seis mil personas) que la habitan, y de sus siete mil metros cuadrados. Los cartógrafos e incluso Google Maps la ignoran olímpicamente, “como si alguien tratara de ocultarnos, como si fuéramos un cáncer, una vergüenza para la ciudad”, dice Inés, vecina desde hace 38 años. La razón de que no exista una geolocalización de El Hoyo tiene una explicación: el predio es irregular y no existen escrituras de los terrenos. El único mapa existente fue hecho a mano y muestra la herradura de la calle principal.

La Joya tiene un único acceso vehicular que funciona como entrada y salida. Hay también un paso peatonal que conecta con la colonia El Paraíso, pero para alcanzar la salida se recorren callejones, se cruzan puertas y se sube por las faldas del Peñón. El Hoyo es un enorme callejón sin salida, una trampa natural. Y eso lo saben sus habitantes. Ingresar no puede ser tan complicado, pero salir…

Aquí nacieron Cecilia, sus hijos y la mayoría de las familias que actualmente habitan la zona. Sus padres llegaron hace más de cuarenta años. Les decían: “Agárrate veinte metros cuadrados y de ahí no te salgas. Si quieres tener un terreno, aguántate.” Así fueron cayendo muchos “paracaidistas”.

El Hoyo reúne todas las características para la inseguridad. Es como si el acto delictivo estuviera a la espera de quien entra a sus calles, como “una sombra que te sigue desde que llegas y que espera un descuido para actuar”. Para muchos, El Hoyo es sinónimo de inseguridad.

–¿Inseguridad? ¿Para quién? –le pregunto a Juan Carlos, hombre corpulento de baja estatura dedicado a la venta de agua en la zona.

–Para todos. Para ti y para mí, justo en estos momentos.

Callo y retrocedo. Me jala entonces hasta un poste para taparnos el rostro: “Desde cualquier punto nos pueden estar observando”, me advierte. Y es obvio: aquí ha habido policías encubiertos, drogadictos, secuestradores y asesinos.

 

La hora nona del halcón

Andrea dice que a Luis, su primogénito, le robaron el alma y la dignidad “si es que alguna vez tuvo”. Ríe paradójicamente al contar la historia de su hijo: “Ante tanto dolor, el remedio es la sonrisa”, concede, y arriesga una tímida carcajada ahogada en inmensa culpa y nerviosismo.

Habla fluido, aunque con largas pausas sepulcrales cuando recuerda que Luis aprendió a “volar” muy chico pues maduró rápidamente entre pobreza, violencia y drogas. Su vuelo fue casi literal: durante meses se dedicó a vigilar desde las alturas los movimientos en El Hoyo. Era un halcón. Por sus características, todo El Hoyo se abarca desde lo más alto del cerro. Así se pueden controlar prácticamente todos los movimientos. Los halcones han sido siempre figuras esenciales en El Hoyo. Después de ser halcones, muchos jóvenes escalan a la venta de droga.Esa fue la labor de Luis, hasta que voló, hasta que se fue sin rumbo conocido.

Andrea se lamenta cuando recuerda que “la esperanza de la familia” dejó la primaria en el sexto año. Pero no había de otra. Las condiciones de alta marginación de La Joya, que podrían colocarla al nivel de pobreza de zonas de Haití o África, empujan a sus niños y jóvenes a cambiar los estudios y juegos por la “buena diversión”, como llaman a la venta de droga.

Desde temprana edad, Luis fue identificado como un líder nato por Juan Medina Morales, “el Gordo”, quien lo indujo al delito. Y tenía toda la razón, admite Andrea: “Mi hijo era un cabrón.” Vuelve a reír, pues reconoce que eso la llenaba de orgullo, como cuando en la escuela te dicen que tu hijo es superdotado. Así se sentía.

El Gordo era un criminal local relacionado con bandas dedicadas a la distribución de narcóticos y asaltos, que hoy purga una condena por homicidio calificado. Luis sabía a lo que se dedicaba y, aunque con miedo, siempre lo admiró. Es la apología típica entre los jóvenes de los narcotraficantes: vivir poco pero bien es preferible a vivir mucho pero mal.

Un lunes por la tarde, el Gordo esperó a Luis afuera de la primaria. Desde ese día, ya nada sería igual, “como si le hubieran robado el alma”. El Gordo lo obligó a subir al punto más alto del Peñón para vigilar los movimientos de quien se acercara: cada paso, cada gesto y expresión. Siempre a las tres de la tarde, “la hora nona” como le llamaban al momento en que se convertía en halcón y subía al cerro o a los techos más altos.

Su equipo de vigilancia era básico: un walkie-talkie. Su madre aún lo conserva. Lo acaricia. Sabe que su pequeño Luis también lo tocó. Lo extraña.

Andrea no olvidará el día en que Rogelio Colín Chávez, “el Moreno”, otro narcomenudista, vino a El Hoyo a cobrarle algo al Gordo. Tal vez la vida. “Mi hijo estaba en la parte alta del cerro. Llevaba como media hora, porque siempre se subía a las tres de la tarde. No necesitaba binoculares, pues aunque era halcón, su vista era de águila.” Luis vio llegar tres motocicletas con seis hombres al cruce de las calles de Congreso de Apatzingán y Brigada Álvarez, la entrada de La Joya. Alertó de inmediato al Gordo: “Si entran, nos van a chingar”, le avisó por radio. Pero el transmisor no sacaba la señal completa. Silbó entonces las claves de emergencia: un silbido largo advertía presencia de policías, dos cortos y luego uno largo anunciaba a un extraño. Pero Luis no pudo hacerse escuchar. La radio emitía interferencia y los silbidos nunca fueron escuchados. Tras una balacera, murió Jaime, amigo y socio del Gordo. Luis había cavado su propia tumba. Había muerto ya, antes de que perdiera la vida.

Andrea calla, su silencio es sepulcral. Desarma el walkie-talkie y lo arroja contra un sillón. “Mi hijo tuvo tanto miedo que se le acabó la vida a esa edad. Sabía que su tumba estaba cavada por no avisar.”

Pero la historia de Luis, que Andrea cuenta cada vez que lo extraña, fue distinta. Tuvo que escapar de su casa y de El Hoyo. Su madre aún recuerda cuando Luis tomó su ropa, sus tenis, una playera de “Comex” y una sudadera negra con estampados del Tri para volar sin rumbo fijo. El miedo era que lo mataran, que lo encajuelaran y lo aventaran en algún terreno baldío. Andrea desconoce si el Gordo se hubiera vengado de Luis. Tal vez no lo habría hecho, pero eso nadie lo sabrá nunca. Cierto es que el Gordo, “el Chayanne” y “el Negro”, líderes narcomenudistas, podrían aparecer en cualquier momento. Luis no quería encontrarlos. Cuando se fue, eran casi las tres de la tarde del otro día. Era la hora nona, la misma hora en que Cristo murió, dice Andrea.

El nicho

Se respira hostilidad y rechazo de los vecinos, se impregna en la piel. Las miradas perforan. La tierra es suya y la protegen.

A la entrada de El Hoyo se da la bienvenida al visitante desde un nicho dedicado al Señor de Chalma, pero que además es altar para “el Chupas”, “el Cholo”, “el Perico”, “la Bola”, “la Burra”, “el Brazo”, “la Tripa”, “el Trompas” y siete personas más. Están ahí, como esperando que alguien les rece siquiera un padrenuestro.

Que su rostro aparezca ahí no es coincidencia: eran vecinos que murieron en ajustes de cuentas, pleitos callejeros o balaceras en colonias aledañas o, también, en el reclusorio donde purgaban alguna condena.

“Antes, las muertes eras comunes, no había fiesta que no terminara en peleas campales con muertos tendidos en el piso. Sus cuerpos quedaban olvidados, solos, porque casi siempre eran de otro lugar y nadie los levantaba ni avisaba a la policía para que se los llevaran”, relata Juan Carlos, el vendedor de agua. Las autoridades policíacas calcularon hace unos años que al menos veinte por ciento de las familias que ahí vivían, o sobrevivían, formaron parte, a veces sin querer, otras por miedo, de una banda delictiva que operó bajo el liderazgo del Bebé. Las historias que ahí se tejen tienen muchos rostros, casi tantos como los del nicho para los “Caídos de El Hoyo”.

Juan Carlos se recarga en el mismo poste que nos tapó el rostro y comienza a contarme la historia de Alfredo Suástegui González, un vecino, actualmente preso por matar a su cuñado: tras la jornada laboral, la esposa de Suástegui llegó a su casa, y lo encontró lavando su pantalón de mezclilla, sucio de sangre. Suástegui había matado a su cuñado por una discusión de drogas. Quiso enterrarlo en el patio de su casa. (Muchos cuerpos permanecen en el interior de los hogares para evitar a la policía. El Hoyo es también un cementerio.) Sin embargo, desistió por imaginar que el alma de su cuñado deambularía en su propio domicilio. Suástegui llevó entonces el cuerpo a la colonia Santa Martha Acatitla, en Iztapalapa, le prendió fuego para borrar las evidencias, pero fue capturado. Confesó su crimen.

 

Los delitos

La fama de El Hoyo estaba predestinada. Desde su conformación en los años cincuenta, no ha faltado un día en que no corra un rumor, una tragedia, una historia que sea desplazada a la brevedad por otras y así sucesivamente. En El Hoyo, el miedo es el mejor candado. “Si las rocas del Peñón hablaran, no quisieran contar todo lo que han visto” –así resume Ilich los sucesos cotidianos. Aunque tiene quince años parece mayor, no solo por su aspecto, sino sobre todo por la madurez con que habla. Los jóvenes de El Hoyo crecen más rápido porque no les queda de otra.

Por años, Iztapalapa ha encabezado la lista de las delegaciones más peligrosas y El Hoyo contribuye a estas estadísticas. Solo en abril de este año, se levantaron 2 mil 429 denuncias por la comisión de algún delito, principalmente por robo y homicidio doloso. En la única calle de El Hoyo se multiplican las imágenes de San Judas Tadeo, los altares a la Santa Muerte y cruces que recuerdan a sus muertos, como Pedro Tirado Torres. Una cruz de metal, pintada de blanco a punto de oxidarse, como la lata vacía en espera de que alguien le deposite una flor. Pero ya nadie quiere hacerlo. Ilich lo ve y admite que “nadie quiere acordarse de lo que pasó, ya nadie le pone flores”.

En la cruz se lee: “Pedro Tirado, nacido el 13 de junio de 1972 y asesinado el 2 de septiembre de 2006.”

Pedro fue acribillado al llegar a casa. Ilich recuerda cómo se corría el rumor de que las cosas ya estaban “calientitas”, que en cualquier momento podría haber otra tragedia y que al nicho del Señor de Chalma le podría aparecer otro rostro. Pedro ya había recibido advertencias por supuestos negocios de drogas y deudas. Hizo caso omiso y, un día, el ajuste de cuentas llegó: había regresado del mercado junto a su esposa de quien no se despegaba ni un momento. Tres tipos a los que nadie vio o nadie quiso recordar se le acercaron. Solamente se escuchó la detonación de cuatro disparos. Cayó muerto a los pies de su esposa. Ella movió la cabeza: “Te lo dije.” Su larga angustia había terminado.

Ilich recuerda claramente el día porque, por momentos, el suceso le parecía el final de una película: “El malo no es tan malo porque hay otros más malos que lo matan.”

La historia de El Hoyo se podría rescatar de los expedientes policíacos. Hace no muchos años,  era todavía tierra de nadie. Durante el día, luce como cualquier otro barrio, pero conforme la oscuridad de la noche cae, adquiere una nueva faz. Antes, la madrugada cobraba vida y veía surgir entre los callejones y los tendederos de ropa interior al “Bebé”: Fernando Ávila Reyes, expolicía del sector Oasis, al que pertenece la colonia. Era líder y héroe de muchos. Su perfil delincuencial siempre tuvo una carga de compasión. Eso lo hacía ser respetado y temido, y también seguido por niños y mujeres. Había conformado toda una estructura no solo para la venta de droga, sino también para el robo de autos y asaltos en el transporte público y a transeúntes. Su labor como uniformado facilitaba su trabajo delincuencial. Daba instrucciones claras y precisas a por lo menos doscientas personas, entre niños, jóvenes y mujeres que conformaban su banda: robar en el menor tiempo posible autos Tsuru, Volkswagen y de lujo en distintos puntos de la ciudad, pero preferentemente sobre las calzadas Ignacio Zaragoza y Ermita Iztapalapa, que dominaban. La policía llegó a reportar que, entre 2004 y 2006, en esa área se localizaban hasta tres vehículos desvalijados por noche, un asalto a algún camión repartidor y otro en transporte público. El Bebé era uno de los responsables. Desmantelaban vehículos a plena luz del día, sin importarles ser vistos, pues se sabían protegidos por los halcones. Además, la policía no entraba por miedo y algunos estaban coludidos.

Camiones cargados de electrodomésticos, refrescos, pan, pintura, ropa o alimento llegaban a La Joya y comenzaba la descarga. Gran número de personas salían de sus casas de láminas para sacar la mercancía. Las familias tenían derecho a quedarse con algo de lo robado, siempre y cuando continuaran apoyando a la banda y la protegieran si llegaba la policía o alguna pandilla rival.

Por eso era común que las casas de El Hoyo, pese a su craso nivel de marginación, estuvieran equipadas con televisores, refrigeradores, estéreos y hasta salas nuevas y computadoras. El Bebé colocaba la mayoría de lo robado en el mercado negro. Uno de sus destinos era el tianguis El Salado.

El Bebé dejó herencia e hizo escuela. Todavía hay ocasiones en que los vecinos colocan troncos en el único acceso de El Hoyo para impedir la entrada de patrullas (de las más osadas). Con esa misma estrategia se asaltaba a conductores particulares. Muchos vecinos colaboraban con él, ahora todo un mito en la colonia. Está preso en el Reclusorio Preventivo Oriente y fue condenado a 245 años de cárcel por el homicidio de siete personas y robo violento a dos camiones de valores. Una de sus víctimas fue el antiguo líder de su organización criminal.

A Gabriel Regino, “el Jefe Tigre”, quien ocupó el cargo de subsecretario de Seguridad Pública del Distrito Federal, no dejan de sorprenderle los altos índices delincuenciales en El Hoyo. Muestra un semblante incrédulo y recuerda cómo nunca pudo hacer lo suficiente para evitar que la delincuencia aumentara. “Cuando yo estuve en la ssp, me sorprendía que nadie pudiera entrar a El Hoyo, y yo no quería hacerlo hasta encontrar la razón”, recuerda el exfuncionario. El crimen se había infiltrado en la policía, y el Jefe Tigre lo reconoce: “No te amenazaban, pero te decían en un tono de miedo que si entrabas ya no ibas a salir, mas que golpeado o casi muerto. Incluso te contaban historias increíbles pero reales.”

Tras meses de investigación detuvo a Francisco Castro Herrera, jefe del sector Oasis. Presentó frente a la Procuraduría General de la República a las policías Elizabeth Vera Méndez y Concepción Serrano Martínez, que protegían a los delincuentes de la zona, principalmente distribuidores de droga. La noticia fue un escándalo incluso para la propia comunidad de El Hoyo. Ofelia lo recuerda bien: “Los delincuentes de la zona se sentían desprotegidos. Después de la detención del jefe policíaco, sentían que podían ser presa de grandes operativos o ataques de grupos rivales, y eso ya era entrar en una guerra.”

Ofelia es policía y conoce bien el sector Oasis. Sus padres nacieron en la colonia Ejército de Oriente y creció siempre escuchando los incidentes de El Hoyo. No olvida que tuvo miedo por sus compañeros cuando la ssp-df decidió sustituir a todos los elementos del sector para cambiarlos por elementos de la Policía Bancaria e Industrial y, de esa forma, limpiar el famoso Hoyo de Iztapalapa. Eran cuatrocientos los encargados de inhibir la delincuencia, equipados con chalecos antibalas, cascos y rifles de alto poder para patrullar la zona.

Los policías bancarios estaban nerviosos, recuerda, “ya no sé si por el temor a que la gente les hiciera algo o porque no sabían cómo zafarse del problema”. Cada uno se armó con todo, pero sobre todo de lo más importante: de valor. “Incluso –dice Ofelia– me pedían que les diera la bendición. Y lo hacía, aunque fuera atea.”

 

Las viudas de El Hoyo

Es una mañana fría. De fondo se escucha “Amar y querer” de José José, que se repite una y otra vez. Lourdes prende un cigarro cada veinte minutos y se deja caer sobre un sillón aún húmedo por la lluvia del día anterior. En silencio llora la muerte de Armando y lamenta su viudez. Su vida es una ruleta de emociones. Lourdes y su hija tocaron el cielo con el poder y el dinero que alguna vez ganó Armando como narcomenudista y asaltante. Desde que lo mataron habitan el infierno.

Lourdes tiene diecinueve años y vivió los últimos cuatro enamorada. Nunca había sido más pobre. Recuerda cuando “el Ligas”, como le decían a Armando, le prometió que su vida daría un giro radical. Lulú pasa saliva y continúa. Ahora le preocupa encontrar aunque sea dos pesos entre la ropa tirada sobre la cama, que desde hace meses no ha tendido. La cajetilla de cigarros se le ha acabado. Quiere comprar aunque sea un cigarro suelto pero no encuentra ni una moneda. Su cabellera lacia, negra y larga hasta la cintura le tapa los ojos. Prefiere no ver pues todo le recuerda a Armando. Baja la mirada y maldice el lugar donde vive: “En La Joya el tiempo se ha detenido. La pobreza es la misma, la gente es la misma. Solo yo no soy la misma, ya no soy nadie, carajo.”

Armando y Lourdes se conocieron en la secundaria diurna Juan Jacobo Rousseau, la más cercana. Pronto se hicieron novios. Todos los días compraban algo al salir de clases: un chicharrón con cueritos para ella y un cigarro de mota para él. Así pasaron los días, los años, las ilusiones. No terminaron la secundaria, solo llegaron hasta segundo. Decidieron irse a vivir juntos. Tenían catorce años. No tenían nada más: ni para construir una pared, un muro de cartón o un techo de lona. Nada. Solo el deseo de vivir juntos. Empezaron a construir su casa junto al Peñón, para aprovecharlo como pared –así se ahorrarían un muro. En esa casa semiconstruida, llena de rocas, restos de muebles y basura, instalaron una nueva narcotiendita, que pronto se convirtió en bodega.

El Ligas ingresó al mundo de las drogas por el futbol. Jugaba todas las tardes en la parte más baja de El Hoyo. Ahí se convirtió en goleador. Pero también aparecía un hombre conocido como “el Sombras”, que todas las tardes se sentaba a formar carrucos de mariguana sobre el piso. Jugaban y simulaban no ver nada, pero el Sombras los observaba. Hacía los cigarros sobre una mesita improvisada, horas y horas.

A Armando le ganó la curiosidad. En un parpadear estaba ya en el negocio. Debía comenzar un nuevo esquema de repartición de droga porque los operativos policíacos en las colonias circundantes la complicaban. La novedad consistía en tener puntos móviles.

“La idea fue efectiva”, señala Lourdes, quien frena sus ansias por fumar cuando encuentra un cigarro a medias. No sabe si es suyo o de alguna visita de ayer. Lo prende y cambia la canción. “La cima del cielo”, de Ricardo Montaner, se escucha en el estéreo Samsung, que el Bebé alguna vez se robó. “Desde siempre existían las famosas tienditas, pero empezaron a detectarlas. Se dieron cuenta de que era fácil que la policía las detectara y detuviera a los vendedores.” Ahora, el distribuidor se coloca en una esquina para detectar al posible comprador. Cuando le piden droga, va con otro vendedor, y este se la entrega. Regresa entonces con poca mercancía para, en caso de que lo detengan, argumentar que es para consumo personal. En los últimos meses se han detectado alrededor de cien zonas donde los narcomenudistas operan bajo este principio. La actuación policial se complica en demasía.

Así fue la vida de Armando y a veces la de Lourdes. Sus ganancias iban en aumento: 250 pesos, llegaron a ganar hasta 2 mil pesos en un solo día. Sin embargo, eso se fue acabando poco a poco. Del cielo cayeron al purgatorio, para luego llegar al infierno, sobre todo cuando Armando entró de lleno a las ligas mayores…

Viernes 15 de junio de 2007: “Un comando armado asaltó este viernes una camioneta de valores de la empresa Tameme en Iztapalapa. El monto de lo robado asciende a once millones de pesos”, se escuchó en la televisión. En ese momento, Lourdes cayó de hinojos. Su pantalón raspó con las piedras y comenzaron a sangrarle las rodillas. “Sí lo hizo el cabrón”, se dijo en ese momento.

Armando había sido parte de ese comando. Ya la semana anterior él estaba muy nervioso e inquieto. Le comentó a Lourdes que venía algo grande, que ahora sí la iba a sacar de El Hoyo, pero que no lo juzgara. En el cruce de Ignacio Zaragoza y Bugambilias, en la colonia Tepalcates, varios empistolados –seis según la policía, pero Lourdes sabe que eran quince– interceptaron a los custodios que abastecían los cajeros automáticos en una sucursal bancaria. Los delincuentes habían arribado a bordo de una camioneta Honda con reporte de robo y de un tráiler, que atravesaron en Zaragoza para impedir el paso de la policía. “¡Qué impresión!”, recuerda Lourdes, “ahora que lo cuento de nuevo, me lo imagino como toda una película de acción”. Los miembros del comando portaban pasamontañas, dispararon sus armas R-15 y AK-47, y arrojaron una granada que no explotó. Huyeron con el botín, Armando se precipitó en El Hoyo.

Lourdes se levanta del sillón aún húmedo. Camina al estéreo que permanece en una esquina, en el piso. Interrumpe la canción de Ricardo Montaner. “Después de ese día, toda mi vida cambió. Mi Armando se fue, me dejó. No sé si por miedo a que lo detuvieran, porque dos meses después policías y judiciales ingresaron a El Hoyo en busca, decían, del comando que asaltó la camioneta de valores. Nos dejó a mí y a mi hija. No sé si porque sabía que lo podían matar o porque ya tenía a otra o porque nunca me quiso o porque ya era rico.”

Meses después, Lourdes se enteró que Armando había sido asesinado. Nunca vio su cuerpo, se enteró por el periódico. Cuando leyó que había sido un ajuste de cuentas, sufrió y regresó al infierno de donde no ha salido. “Ya teníamos nuestra feria ahorrada, teníamos aparatos, salíamos de paseo, al cine incluso. Ahora soy una mujer sin esposo, una viuda más. Deberían hacer un nicho como el de la entrada de La Joya, pero donde aparezcan las viudas de quienes nos han matado a nuestros maridos. Ahí podrían estar mi cara y la de mi hija.” ~

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