El gran oráculo

García Márquez fue un narrador fuera de serie. Enrigue explica por qué sus novelas estaban destinadas a perdurar; Krauze recuerda que puso su prestigio al servicio de las dictaduras; Martínez añade que lo mejor de su obra periodística se encuentra en la escuela que creó para formar periodistas incómodos al poder.
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Grandeza y miseria de Gabriel García Márquez

El gran oráculo: Óscar Martínez
García Márquez, el romance del poder: Enriue Krauze
Teoría de la persistencia: Álvaro Enrigue

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Para evitar falsas expectativas, y sobre todo en estos días en que cada quien parece tener al menos una, lo proclamo desde ya con profunda envidia: no tengo ninguna fotografía con Gabriel García Márquez. Ni la tuve. Simplemente nunca lo conocí. Nunca lo vi en una charla. Nunca coincidimos en el mismo cuarto. Nunca estreché sus manos. Y, sin embargo, en gran medida soy periodista gracias a él. O, mejor dicho, seguramente soy un periodista feliz de ser periodista en parte gracias a él.

En 2006 opté por irme de mi querido y violento El Salvador porque quería trabajar como periodista independiente, y eso allá no es posible debido al poco interés de los medios internacionales en la región. Le pedí a Miguel Ángel Bastenier –uno de los periodistas más laureados de El País, y en esos años su director de Relaciones Internacionales– que me ayudara a imaginar mi futuro. Le planteé dos opciones: Bogotá o ciudad de México. Él respondió: tendrás ciudad de México.

Recuerdo la fecha exacta. Llegué a la ciudad de México un 17 de mayo. Tenía 23 años, acababa de renunciar al periódico donde trabajaba, tenía quinientos dólares en la bolsa y unos recortes de periódico que pretendía enseñar a algún editor. Bastenier suele ayudar a sus alumnos pidiéndoles a otros que fueron sus alumnos que los ayuden, y así empezó a sacarme de mis miserias laborales mexicanas. Poco a poco fueron dos revistas, luego tres, luego dos periódicos internacionales también. Con el tiempo, tuve que rechazar trabajo.

Mi carrera periodística se propulsó gracias a una serie de circunstancias que parecen conspiración cósmica: ¿Por qué un muchacho salvadoreño coincidiría con Miguel Ángel Bastenier en un salón de la costa colombiana para un curso de periodismo durante un mes?

Ahí entra García Márquez.

El taller se llamaba “¿Cómo se escribe un periódico?” y ocurrió en 2004, en Cartagena de Indias, adentro de la ciudad amurallada, a la que García Márquez llegó en 1948 –abandonando sus aspiraciones de abogacía en la capital– a trabajar como reportero de El Universal.

Yo llegué seleccionado junto a otros quince reporteros de América Latina a recibir el taller de Bastenier. Aquel hombre de voz grave y atemorizante, que en otras circunstancias jamás me habría dado un curso, llegó ahí invitado por la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI).

La FNPI es el espacio donde periodistas consagrados del mundo atienden los problemas de los atribulados principiantes de Latinoamérica. La FNPI, creo yo, es el mejor legado del “Gabo periodista” a este oficio. Fue creada en octubre de 1994 por García Márquez, su hermano Jaime y Jaime Abello, su actual director. Poco a poco –empezando por el fallecido Tomás Eloy Martínez y la vital Alma Guillermoprieto–, el nombre del Nobel reunió como maestros de la fundación a muchos de los más insignes periodistas del planeta.

Jon Lee Anderson, Ryszard Kapuściński, Héctor Feliciano, Mónica González, María Teresa Ronderos, Bastenier, Caparrós, Guerriero, Villanueva Chang y muchos otros impartieron –imparten– talleres en la casona de la calle San Juan de Dios, donde el célebre hijo de un telegrafista de Aracataca vivió, parrandeó, tertulió.

¿Cómo se puede llamar maestro del periodismo a un hombre que junto con el gobernador y corresponsal de El Espectador en Chocó creó una manifestación de cuatrocientas horas en la ciudad de Quibdó –donde hasta una viejita se hizo la desmayada para salir en la foto– solo para escribir sobre el hecho? ¿Cómo se le puede considerar un reportero a un hombre que se inventó un personaje como el ingeniero Samuel Burkart, que en la escasez de agua del 58 en Caracas decidió una mañana afeitarse con jugo de duraznos?

Gabo inventó. Una tarde caliente –tan caliente que le recordó a Aracataca– despertó al corresponsal de El Espectador que dormía en una hamaca y le dijo que él no había hecho el viaje Bogotá-Medellín-Quibdó en un miserable avión anfibio Catalina –donde “entraba agua y uno se ponía los periódicos en la cabeza para no mojarse”– para no escribir nada. Ellos crearon esa manifestación. Gabo inventó. Y la regla inviolable es que un periodista no inventa.

Yo –voy a decir un sacrilegio– si hubiera sido su editor y lo hubiera detectado, lo habría despedido. Qué suerte que la fortuna nunca me puso en esa posición.

Los periodistas no pueden inventar, ni siquiera si les parece que una historia ficticia explica mejor la realidad. En ese caso, hacen como Pérez Reverte, dejan de reportear, empiezan a imaginar y escriben La Reina del Sur.

Ahora, decir que García Márquez era un periodista y ponerle punto a la frase sería como decir que Cien años de soledad es una novela. (¿A que suena inocente, chiquito, ridículo, infame?)

García Márquez fue “Gabo político”, fue “Gabo escritor” y fue, como se titula el libro publicado por la FNPI bajo la edición de Héctor Feliciano, “Gabo periodista”. Ese me tocó a mí. “Gabo periodista” buscó dar vida a instituciones que demostraran que el periodismo latinoamericano podía hacerse bien, podía no mentir como él mintió, ser profundo, crítico, contundente. Por eso, junto a Tomás Eloy Martínez, intentó crear a finales de los noventa un periódico ideal, donde pensaba reunir a buena parte de la plantilla de profesores de su fundación. Gabo, como todos los creadores, tiene sus detractores. Y esos detractores, como todos los detractores del mundo, tienen sus razones. He leído y escuchado a muchos de ellos. Entiendo a algunos –como a una cubana que el día de su muerte dijo que era una mierda ser cubana y no poder sentirse triste por la muerte de ese señor universal–. Sin embargo, para mí, “Gabo periodista” sigue siendo una faceta honesta de aquel hombre que reconoció lo que se inventó. Y, de todas las creaciones del “Gabo periodista”, su fundación –y no su obra– sigue siendo mi favorita.

Quizá la razón sea que la fuerza transformadora de la fundación la he experimentado en primera persona, pero quizá también sea que el hecho de que García Márquez haya mentido y escrito muchos de sus reportajes y crónicas sin rigurosidad periodística riñe con todo aquello en lo que creo del oficio, y con todo lo que he aprendido en esa misma fundación. Alguien que argumente que el ensayo “Cuba de cabo a rabo” de García Márquez es una exhibición del buen método investigativo de un reportero ecuánime se vería en aprietos para defenderlo. Aunque era un hombre que conocía el método del oficio –como demostró con las veinte entregas del relato del náufrago Luis Alejandro Velasco–, en ocasiones decidió no utilizarlo. Sin embargo, García Márquez no parecía esforzarse por ocultar que el periodismo lo desempeñaba con insólitas licencias.

Él reconoció haber inventado la manifestación en Quibdó y haber creado al ingeniero Burkart. No necesitó de ningún Artur Domosławski, como sí lo necesitó Kapuściński, para que la veracidad de sus relatos temblara. “Gabo periodista” se divertía, jugaba con un oficio que entendía mejor que cualquiera de sus editores, inventaba, rompía moldes –narrativos, éticos, de reporteo–. Gabo mintió para crear narraciones que, aunque ficticias, siguen siendo un referente en el oficio para los que no estamos dispuestos a mentir. “Gabo periodista” no solo escribió “En Hiroshima, a un millón de grados centígrados”, no solo escribió “El enigma de los dos Chávez” o “Chile, el golpe y los gringos”, no solo escribió “Caracas sin agua”. García Márquez fue, en una etapa, un periodista de carrera, de notas –un escritor de periódicos, diría Bastenier–. Fue enviado a Ginebra en 1955 a cubrir la reunión de los “cuatro grandes”: Estados Unidos, Gran Bretaña, la Unión Soviética y Francia. O sea, cosas de periodista que él escribía como ningún periodista.

Y García Márquez también era desde hacía mucho un escritor que publicaba en periódicos, que develaba que era un hombre que no podía ser solo un periodista. “No era una vaca cualquiera”, publicada en su columna semanal del periódico El Heraldo de Barranquilla, bajo el pseudónimo de Septimus, apareció un 3 de abril de 1951, o sea dieciséis años antes de que saliera a la venta en Buenos Aires Cien años de soledad. En aquella columna, una vaca convertía un martes en un domingo, solo porque se había quedado impávida en el centro de la ciudad… “Entonces vino un pelotón de policía y a físicos trompicones arrastraron al animal hasta el patio de la cárcel.”

Y sí, a nadie se le olvida que García Márquez inventó, mintió. Ante eso, recuerdo lo que me dijo en Bogotá Jaime Abello: “La estructura de lo que entendemos como ética periodística es distinta a hace cincuenta años. Ha habido un cambio. Se ha vuelto más rigurosa ahora la exigencia de fijar límites al trabajo periodístico. El Gabo creador de la FNPI está representado por el moscardón, ese de la ética que te sigue a todas partes.”

García Márquez se fue transformando. El que arengó a la gente en Quibdó en 1954 no era el mismo que el 7 de octubre de 1996 dijo en el inolvidable discurso de la 52ª Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa que “la ética no es una condición ocasional, sino que debe acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón”.

María Teresa Ronderos –la reconocida reportera y editora colombiana– recuerda que la primera vez que habló con García Márquez fue durante el primer evento que organizó la FNPI, un foro en marzo de 1995 donde se trató el tema de la libertad de prensa y la protección de la actividad periodística. Ella fue convocada por Abello para hablar sobre la cobertura política en Colombia. Una nerviosa Ronderos subió al escenario y presentó, frente al Nobel, sus experiencias. Tras la presentación, recibió un papelito de García Márquez que decía: “Estás aprobada.” Pronto se convirtió en maestra de la FNPI.

La FNPI, el legado de García Márquez para cientos de periodistas latinoamericanos, fue la faceta más periodista del “Gabo periodista”. Aquellos que criticaron al hombre de Aracataca por su postura política con la Cuba castrista aplaudirían los discursos de los maestros de la FNPI ante las precarias condiciones de libertad de prensa en la isla y aprenderían mucho de los talleres de acceso a la información y control del poder político que dan maestras como Ronderos. García Márquez creó una fundación para que los periodistas aprendieran a ser incómodos al poder y para que lo hicieran con elegancia y buen castellano. “El espíritu de Gabo nunca abandonó la fundación. Siempre discutimos cómo hacer para no traicionar su legado en las reuniones de la junta. Esta fundación –dice Ronderos– es pionera en la construcción de una nueva generación de periodistas latinoamericanos preocupados por la ética, la investigación y la narración.”

Yo, como habrán notado, soy parte de esa generación FNPI. Empecé como alumno en aquel taller de un mes en Cartagena. Diez años después, escribo esto mientras asisto como maestro a Ronderos en el taller en Bogotá.

Decenas de periodistas han visto despegar sus carreras en un taller FNPI. Decenas de colegas a los que conozco y admiro han tenido una epifanía de vida en el salón de la calle San Juan de Dios.

En aquel taller de Cartagena, el implacable Bastenier dijo que los grandes periodistas de la historia no eran necesariamente los que escribían periodismo, sino los que hacían posible que los buenos periodistas hicieran periodismo. De ser así, “Gabo periodista” es sin duda el gran oráculo. ~

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(El Salvador, 1983) colabora en el portal digital ElFaro.net con reportajes y crónicas. El sello Sur+ acaba de reeditar "Los migrantes que no importan".


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