El gran miedo

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Desde luego, todavía es posible que se cumpla el designio de la convención demócrata, y que el candidato de esa tendencia a la primera magistratura de Estados Unidos, John Kerry, consiga una victoria que ahora ya sería sorprendente contra George W. Bush. Posible pero no probable. Las encuestas revelan que el presidente Bush no sólo le lleva ventaja al senador Kerry, y goza de la confianza del pueblo estadounidense como el hombre más capaz de defender Estados Unidos de los ataques terroristas, sino que además el candidato demócrata está perdiendo terreno en otros asuntos, como la economía, la salud y otras cuestiones internas que normalmente corresponden a los demócratas en las elecciones estadounidenses.
     Es una situación que sorprende e intriga. El gobierno de Bush está por convertirse en el primero, desde el de Herbert Hoover después del desplome de la bolsa en 1929, que gobierna a pesar de la pérdida de empleos en Estados Unidos. Los excedentes del presupuesto de la época de Clinton son hoy un recuerdo lejano. El gobierno de Bush, en cambio, está proyectando un déficit de alrededor de 445,000 millones de dólares, el mayor de la historia del país. Hoy viven en la pobreza cuatro millones de estadounidenses más que antes de las peleadas elecciones del presidente Bush del 2000; el sistema de salud de Estados Unidos, actualmente el peor del mundo desarrollado para quien no disponga de muchos recursos, sigue deteriorándose, y las filas de personas sin esa protección no dejan de aumentar; además, la pobreza entre los niños, la capacidad de leer y escribir y los conocimientos de aritmética, indicadores de la prosperidad futura de los países, se han deteriorado o no han mejorado, según las estadísticas a las que se haga caso. De todos los indicadores sociales, sólo los índices de los delitos cometidos han disminuido sustancialmente bajo la vigilancia de Bush.
     La situación de la seguridad nacional de Estados Unidos es igualmente sombría. El informe de la llamada Comisión del 11 de Septiembre, grupo integrado por miembros de los dos partidos, responsable de la investigación de los ataques del 11 de septiembre de 2001 contra el World Trade Center en Nueva York, y contra el Pentágono en las afueras de Washington, revela que los servicios de inteligencia internos y exteriores de Estados Unidos estaban en el caos total antes del ataque terrorista. La mayoría de los observadores, no todos, considera que nada ha cambiado mayormente, aunque lo que se dice de reformar los servicios secretos ha sido casi el único tema que atraviesa la bruma de la campaña presidencial del verano y principios del otoño. Opuesto a que se formara la Comisión, el presidente Bush ahora ha sacado sus propias conclusiones y sin duda habrá una reforma estructural y burocrática. Si eso servirá para dar mayor seguridad a Estados Unidos, es harina de otro costal.
     Hasta aquí los indicadores prometen poco. La broma de moda en Washington es que tanto el gobierno de Bush como el Congreso de Estados Unidos están dedicados a acomodar de nuevo las sillas del Titanic. Existen profundos intereses institucionales —sobre todo el deseo del Departamento de la Defensa de seguir controlando el 80% de los recursos asignados a las operaciones de inteligencia— y se dan disputas en el seno del Congreso por la supervisión de los servicios secretos, que se oponen enérgicamente a la introducción de una reforma seria.
     A lo que parece un periodo de deriva más que de supremacía, se suma el que la guerra en Iraq no cumple ninguna de las previsiones del gobierno de Bush. No se encontraron armas de destrucción de masas y el secretario Colin Powell ya aceptó que es probable no encontrarlas nunca; no se ha demostrado que hubiera conexión entre las actividades de Saddam Hussein y las de Al Qaeda, y ahora hiere la evidencia de que la verdadera guerra en Iraq se dio después, y no antes de derrocar a Hussein. Al costo en vidas estadounidenses (a la fecha han caído más de mil soldados de Estados Unidos y hay más de siete mil heridos, muchos con lesiones graves a las que han sobrevivido gracias a los asombrosos adelantos de la medicina de guerra) se añaden los grandes costos económicos, unos 200,000 millones de dólares hasta el momento, es decir, más de dos quintas partes del déficit del presupuesto de Estados Unidos. Con todo, el presidente Bush declaró “terminada” la guerra (“misión cumplida”, es la frase que utilizó en un discurso pronunciado ante los marinos y pilotos navales en el portaaviones U.S.S. Abraham Lincoln, en mayo de 2003), y Paul Wolfowitz, secretario adjunto de la Defensa, había prometido que los ingresos del petróleo iraquí convencerían al Congreso.
     Por supuesto, esos ingresos del petróleo iraquí, que con tanta confianza invocó Wolfowitz, se han recortado hasta la insignificancia fiscal por el éxito de la insurgencia dirigida por los sunitas contra el ejército de Estados Unidos y contra el gobierno interino designado por Estados Unidos (o, para usar un término técnico, “aprobado”), el del primer ministro Ayad Allawi. Y después de catorce meses de insistir en que no había de qué preocuparse —se trataba de algunos terroristas extranjeros, perdedores sunitas del partido Baath y algunos inconformes chiitas, como el clérigo radical Moqtad Al Sadr—, el ejército y los funcionarios civiles de Estados Unidos, en Iraq y en Washington, hoy aceptan lo que ha sido evidente para los periodistas y los observadores externos desde hace mucho tiempo: que no será fácil derrotar a los insurgentes, que grandes sectores del llamado triángulo sunita hoy son zonas peligrosas para el ejército estadounidense y que en el centro chiita y en el barrio bajo de la periferia de Bagdad llamado “Sadr City” gran parte de la población sigue a Moqtad Al Sadr y se opone acerbamente a que Estados Unidos siga presente en Iraq.
     A estas alturas, en el otoño de 2004, nada de esto es novedad para el público de Estados Unidos. Tras insistir durante más de un año en que los medios del país estaban contra la guerra por ser demasiado liberales, algunos funcionarios del gobierno de Bush han dejado de afirmar que la situación de Iraq marcha adecuadamente. Pero estos puntos de vista siguen siendo comunes en los programas de radio derechistas que monopolizan las transmisiones en los principales mercados de los medios de comunicación en Estados Unidos, sin mencionar el influyente canal de cable de Rupert Murdoch, Fox News, que se ha convertido prácticamente en vocero del Partido Republicano y de la reelección del presidente Bush. Con todo, no sólo los principales canales de los medios de comunicación han adoptado una perspectiva aceptablemente clara de la situación actual en Iraq (una portada reciente del Newsweek proclama “Es peor de lo que usted piensa”), sino que incluso hay fisuras en la derecha. Una portada de hace poco de The American Conservative, publicación dirigida por el corifeo aislacionista y político Patrick Buchanan, presentaba a Bush como un niño mal portado que escribía cien veces en el pizarrón: “Estados Unidos es más seguro.” Debajo, el titular de la revista decía: “La repetición no hace que sea verdad.”
     Incluso los partidarios más leales de la guerra admitirían en privado cuánto los abruman los errores de Estados Unidos después de la guerra. “Es como si hubiera una comisión en sesión permanente para hacer mal todo lo que pueda hacerse mal”, me dijo recientemente Christopher Hitchens, convencido de la guerra desde hace tiempo y hasta la fecha. Estos puntos de vista, por mucha discreción con que se expresen, son la excepción más que la regla en los círculos partidarios de la conflagración en Estados Unidos en estos momentos, desde las personas que se siguen considerando liberales, como Hitchens y Michael Ignatieff, hasta los intelectuales neoconservadores como Robert Kagan y Reuel Gerecht. Sin embargo, en público, la mayoría de los que apoyaron la guerra insisten en que al final todo saldrá bien, aunque con más dificultades de las previstas y quizás con menos democracia de la prometida por el presidente Bush. Algunos, como Gerecht, incluso afirman que un resultado positivo sería que dominara en Iraq algún fundamentalista opuesto a la yijad, como el gran ayatola chiita Alí Al Sistani. “No se puede llegar a Thomas Jefferson sin pasar por Martín Lutero”, me dijo hace poco tiempo, aunque reconoció que semejante resultado podría ser muy negativo para las mujeres, por lo menos a corto y mediano plazo.
     Es evidente que ninguna de estas definiciones, revisadas sobre lo que podría ser un resultado positivo de Estados Unidos en Iraq —sin mencionar las cronologías tan diversas del desenlace que ahora se rumoran—, llegan a los medios de comunicación favorables a la guerra y a Bush. Siguen sosteniendo que la guerra en Iraq va por buen camino y que ponerla en tela de juicio es, en realidad, tomar partido por los terroristas. De esta manera, la eficaz fusión que hizo el gobierno de Bush entre los ataques del 11 de septiembre y la decisión de derrocar a Saddam Hussein sigue promoviéndose. No se puede exagerar los efectos de los medios de comunicación de derecha de la nueva radio y la televisión por cable en la opinión pública de Estados Unidos. Si el presidente Bush gana las elecciones de 2004, sin duda tendrá una gran deuda con Rupert Murdoch por el apoyo que le ha dado la Fox, cuyas consignas —”Información justa y equilibrada” y “Nosotros informamos, usted decide”— son tan descaradas y están tan alejadas de la verdad que constituyen ejemplos perfectos de lo que más angustiaba a George Orwell en 1984. Con todo, las encuestas indican que el público de Estados Unidos se ha vuelto contra la guerra, y que una mayoría considera hoy que ha sido un error. Otras encuestas señalan que la mayor parte de los estadounidenses no se siente más segura ni más protegida contra un ataque terrorista, conclusión sostenida por un informe del propio Departamento de Estado en el que se señala que los incidentes terroristas, desde la guerra en Iraq, han aumentado en vez de disminuir.
     En conjunto, esta combinación —de una guerra que no cumple las previsiones anteriores a la misma ni promete concluir en un futuro previsible, que ha producido unos déficit récord y, en el mejor de los casos, una recuperación económica anémica, además de agudizar las calamidades sociales— parecería que ni mandada hacer para el triunfo de John Kerry. Cabría esperar que el noticiero de la Fox produjera efectos de compensación, sin duda, aunque hasta este ciclo de elecciones en Estados Unidos probablemente pocas personas, además de la derecha estadounidense, habían apreciado la eficacia de la Fox. Pero siempre ha sido un axioma de la política de Estados Unidos que la gente vota por su billetera. Parece, desde luego, que los demócratas contaron con esto. Elizabeth Edwards, esposa del candidato a la vicepresidencia, el senador por Carolina del Norte John Edwards, le dijo a un amigo mío poco después de celebrada la convención de los demócratas en Boston, en el mes de julio, que no veía cómo podrían perderse estas elecciones ya que nadie que hubiera votado por Al Gore en el 2000 votaría por Bush y que, dado el estado de la economía y las malas noticias del Medio Oriente, era probable que algunas de las personas que habían votado por Bush no repitieran.
     Era una conclusión perfectamente razonable. El problema, tal vez, era ser demasiado razonable en la subestimación de la medida en que Estados Unidos estaba paralizado por el gran temor de ser invadido después de los ataques del 11 de septiembre. No es que los demócratas no hubieran entendido este miedo, al contrario: la calidad marcial (a veces, en realidad, casi parecía peronista) de la convención demócrata, a la que llegó por mar el senador Kerry, a bordo de un bote lleno de sus camaradas de Vietnam, el grupo de generales y almirantes retirados que estaban en el estrado cuando el candidato llegó para aceptar la designación de su partido, y las primeras palabras de Kerry: “John Kerry, presente”, seguidas de un vigoroso saludo, todo esto reflejaba el sentir en los miembros del partido, en el sentido de que para ganar las elecciones Kerry tenía que dejar el menor espacio posible entre su posición y el militarismo del presidente Bush. Esta decisión fue causa de que fueran tan perjudiciales los ataques de otros veteranos de Vietnam, que lo acusaron de no haberse ganado sus medallas y, al regresar a casa, de haber dado ayuda y consuelo a los norvietnamitas al renunciar a esas medallas (en realidad, no fue precisamente lo que hizo Kerry) y pronunciarse en contra de la guerra.
     Es difícil imaginar por qué Kerry y sus asesores no lo entendieron, ya que algunos de los activistas contra Kerry de los llamados veteranos del barco Swift lo habían venido atacando desde principios del decenio de 1970. Lo claro es que la incapacidad de la campaña para responder con eficacia no sólo le ha costado a Kerry el primer puesto en las encuestas, sino que lo ha dejado en los dos meses siguientes de la campaña, después de la perversa pero a la vez en extremo eficaz convención republicana de fines de agosto, en gran desventaja frente al presidente Bush, al grado de que, si bien en teoría sigue siendo posible su victoria, ahora más bien se trata de que Bush pierda las elecciones, en vez de que las gane Kerry.
     Los errores de cálculo de la campaña de Kerry fueron parte de esta situación. Lo que también revelaron la convención republicana y la polémica del barco Swift fue que los republicanos sencillamente superan en el debate a los demócratas desde fines del gobierno de Clinton. Esto se debe en parte a lo extremo de su discurso. Después de todo, un secreto sucio de la política electoral de Estados Unidos es que las campañas negativas funcionan bien, y que tanto el presidente Bush como su padre antes que él pudieron tomar la Casa Blanca en parte aprovechando ese hecho. Pero no todo ha sido engaño y perversidad polémica. Lo que ha demostrado la campaña de 2004 es que los demócratas no atinan a defender sus posiciones ante el público y los republicanos sí saben hacerlo. Es decir, la creación de un mundo bien integrado de grupos de especialistas de derecha en Washington —revistas, programas de radio en vivo y los noticieros de la Fox— le ha dado a los republicanos un contexto para pulir su mensaje.
     Kerry es inepto para llevar una campaña, está claro. Pero quien haya discutido con los funcionarios del gobierno de Bush o con los expertos neoconservadores sabe que ambos van a llegar al debate con un informe completo del mundo y de lo que Estados Unidos necesita hacer en él. Las frases como “la guerra contra el fascismo islámico”, Iraq como “principal frente” de esa guerra, o el compromiso del presidente Bush con la democracia y los derechos de las mujeres en el Medio Oriente (acompañado esto a menudo con la acusación, que pone de cabeza la corrección política de izquierda, de que los liberales son racistas de algún modo, al pensar que los musulmanes no pueden tener estados democráticos, aunque los medios para lograr ese fin sean a punta de pistola de Estados Unidos) se despliegan con convicción y cierta serena seguridad que evoca aquella otra frase de Charcot, el maestro de Freud: “La bella serenidad del histérico.”
     No es que muchas de esas personas sean tontas; más bien es que dan prioridad a la complejidad de las operaciones y subordinan la moral. Un Reuel Gerecht puede ser muy refinado, incluso instruido sobre el chiismo iraquí, pero su idea de que Estados Unidos es una fuerza para imponer el bien en el mundo, y que, como dijo Benjamín Franklin hace más de dos siglos, “la causa de Estados Unidos es la causa de la humanidad”, tiene un aire religioso. Evidentemente, esta convicción sobre la excepcionalidad de Estados Unidos y sobre su vocación liberadora en el mundo no es una novedad. Y en cierto sentido, el gobierno de Bush, por lo menos su ala neoconservadora, ha modernizado el antiguo programa de Wilson sobre las guerras de liberación, la guerra para ponerle fin a otra guerra, la guerra para democratizar el mundo. Pero se trata de un Woodrow Wilson casado con el cristianismo apocalíptico de The Rapture y “el fin de los días” (argumento preferido de los llamados zionistas cristianos en el Congreso, que son el grueso del apoyo a Israel en Estados Unidos). Eso es lo que le da su fuerza, y sustenta sus ambiciones geoestratégicas, que parecen infinitas. La broma de moda de un grupo de especialistas neoconservadores dice: “Cualquiera puede ir a Bagdad; los hombres de verdad quieren ir a Teherán.” Y es bien difícil oponerse a eso, en particular desde la posición de un John Kerry que ha aceptado, como aceptó antes el presidente Clinton, una versión más suave y matizada del mismo proyecto de Wilson, y con una insistencia apenas menor, en el sentido de que Estados Unidos es “la nación indispensable” (la frase es de Madeleine Albright, secretaria de Estado de Clinton).
     Cuando los europeos —y no se diga los latinoamericanos (para los mexicanos, después de todo, el núcleo imperial del proyecto de Wilson es historia, y no algo que haya que descubrir en el 2004: hay que pensar en Veracruz…)— alegan que la buena opinión sobre Estados Unidos también está en el interés del propio Estados Unidos, el gobierno actual y sus partidarios responden que es así en tiempos normales, pero que la amenaza de la yijad es tan evidente que aquello otro ha de relegarse a un segundo orden de problemas. El modelo, por supuesto, es Múnich y la ceguera del mundo ante la amenaza de Hitler. Y, claro está, también hay argumentos contrarios; pero mientras los izquierdistas del Partido Demócrata que se oponen a la guerra, como Howard Dean, o los aislacionistas de derecha como Patrick Buchanan, pueden formularlos, los intervencionistas liberales como el senador Kerry o los asesores de igual tendencia que lo rodean, como Richard Holbrooke, Madeleine Albright o el senador por Delaware Joseph Biden, no logran expresarlos. La gente de Bush dice: “Lucharemos contra la tiranía en el Medio Oriente, haremos retroceder la yijad“, a la vez que se interviene en las llamadas crisis humanitarias, del modo en que lo exigen dos generaciones de activistas de los derechos humanos, como la que está desarrollándose en Darfur; y hasta el grupo de Clinton reconoce que deberían de haber intervenido en Ruanda. A lo que responde la gente de Kerry que sus objetivos son los mismos, pero que se ejecutarían con más inteligencia y a modo de producir menos fricción con los aliados europeos.
     Desde el punto de vista intelectual, éste no es tema de competencia, sino de desorden, que es precisamente lo que ha ocurrido. Aterrados por la amenaza real del terrorismo y las amenazas falsas conjuradas por el gobierno de Bush, y la caja de resonancia de los medios de comunicación en los noticieros de la Fox, el público de Estados Unidos no está para matices. Quiere ardor y seguridad y fe, y también venganza. El gobierno de Bush ofrece todo eso retóricamente. Y como dice una vieja expresión estadounidense, “no derrotas algo armado de nada”. Esto no parece entenderlo el senador Kerry, o sencillamente no se le ocurre cómo responder.
     La realidad, desde luego, es que a la fecha, la —demasiado real— guerra en Iraq es un desastre y la guerra contra el terrorismo todo menos un éxito. Pero el público de Estados Unidos podría necesitar un segundo gobierno de Bush para asimilar de verdad las malas noticias. –
     — Traducción de Rosamaría Núñez

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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