El espejo colombiano

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Crimen organizado, narcotráfico y guerrillas tienen el potencial de socavar la credibilidad y eficacia de las instituciones estatales y políticas y de hacer más incierto el futuro democrático de México. Los elementos de esta tríada pueden influirse recíprocamente y en ocasiones muestran ominosas relaciones con el sistema político. Así, por ejemplo, entre las líneas de investigación que la Procuraduría
mantiene abiertas en el asesinato de Luis Donaldo Colosio, figura la de un complot fraguado por el Cártel de Tijuana. Además, en el transcurso de investigaciones por narcotráfico, varios funcionarios públicos y personajes de la política han sido vinculados judicialmente con actividades de protección, lavado de dinero o encubrimiento de secuestros cometidos por miembros de cuerpos policiales bajo su cuidado. También se afirma que la guerrilla del epr acude al secuestro para financiarse. Finalmente, en los últimos meses el gobierno mexicano ha venido denunciando la existencia de un floreciente mercado de armas que alimenta a las bandas y pandillas criminales urbanas que siembran desconcierto e inseguridad en la población. A este conjunto de situaciones se llama la “colombianización” de México.
     El repaso de algunas experiencias colombianas puede ser de provecho a los mexicanos. En el caso de Colombia, lo peculiar no son sus elevados índices de criminalidad aparente (esto es, los delitos denunciados a las autoridades) ni el creciente poderío de las organizaciones criminales, sino la intensidad de la violencia asociada. En este sentido, los actuales niveles mexicanos de violencia, incluidas ciudades que presentan altas tasas de secuestros, secuestros exprés o robos de automóviles, como el área conurbada de la Ciudad de México, Acapulco o Toluca, están muy por debajo de los niveles colombianos. La pregunta es si tales índices muestran una tendencia ascendente y, si es así, cómo neutralizarla y abatirla.
     Si la globalización de los mercados, entre los que debe incluirse el de drogas ilícitas, afecta en todo el mundo los órdenes estatales y las relaciones de los Estados con sus respectivas sociedades, ya sea en el plano nacional, ya en el local, México y Colombia juegan papeles diferentes en las relaciones internacionales. En los límites y alcances de la política exterior mexicana, para recordar el título y el tema de un libro básico de Mario Ojeda, hay márgenes de negociación diplomática con Estados Unidos que no tiene ningún otro país latinoamericano. Hoy en día, como socio del TLC y miembro de la OECD, México se enfrenta a un nuevo cuadro de oportunidades, pero también a nuevas limitaciones. Los derechos humanos y el tratamiento de la situación creada en Chiapas por el EZLN, por ejemplo, deben ajustarse, más que a normas internacionales que aún no se han definido bien en el plano jurídico, a sensibilidades de una opinión mundial poco ilustrada, maleable y volátil.
     Desde esta perspectiva, es interesante comparar las situaciones de los gobiernos de México y Colombia frente a eventuales procesos de paz con las guerrillas. El colombiano negocia “en medio de la guerra”, busca afanosamente mediadores internacionales en distintas instancias y ve con buenos ojos el diálogo con las guerrillas en el exterior. Para el gobierno mexicano este es un asunto absolutamente interno que debe arreglarse sin ningún tipo de participación externa. Sin embargo, en lo que se llama la guerra de Internet, que es la guerra de las imágenes, México está mucho más expuesto que Colombia, y tiene más que perder en los Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea. Y, dicho sea de paso, la superpotencia americana es el principal consumidor mundial de drogas ilícitas, uno de los principales centros financieros de lavado de dinero y el primer proveedor de armas en los mercados ilegales de México.
     Hasta hace unos años, antes de ser relevados por los cárteles mexicanos, casi todos los señores del mercado internacional de cocaína eran colombianos. Pero muy pocos colombianos son o han sido alguna vez narcotraficantes. México y Colombia tienen ventajas geográficas en el mercado internacional de drogas ilícitas. Colombia fue escala necesaria de la cocaína boliviana y peruana destinada a los Estados Unidos. Pero la geografía no basta. En la formación y ascenso de los cárteles colombianos intervinieron viejas tradiciones de contrabando y cierta socialización con las normas y valores de los Estados Unidos que vino por el lado de las comunidades de colombianos emigrados. Sobre estas bases surgió un empresariado solvente en el desarrollo de nexos con el submundo criminal, las policías, el ejército, el mundo de los negocios legales y la clase política. Sin este entramado hubiera sido imposible para los colombianos desplazar a los bolivianos y peruanos, sustituir cultivos, construir y proteger “rutas” de transporte hasta las principales ciudades consumidoras de los Estados Unidos y allí crear redes de distribución después de ganar la guerra a la criminalidad cubana.
     En la medida en que la mercancía pasaba en tránsito por territorio mexicano, los colombianos contrataron protección de organizaciones locales. Hoy día no se sabe a ciencia cierta qué tipo de relación media entre las organizaciones colombianas y las mexicanas. En cualquier caso, las experiencias de los últimos treinta años del mercado internacional de drogas prohibidas demuestra que el éxito de la represión en un lugar se traduce en el auge en otro lugar. Y muchos analistas concluyen que eso es lo que ha pasado desde el auge de la mariguana en los años sesenta y setenta y hasta ahora, siendo esos lugares México y Colombia. Si bien el entrevero de los narcotraficantes de los dos países permite hablar de una multinacional del crimen, con su división del trabajo, hay que subrayar que los narcotraficantes actúan autónomamente en escenarios locales con sus propias reglas culturales y de poder. Sus transacciones reposan en la confianza, bien escaso e idiosincrásico que debe buscarse en las redes de parentesco, amistad, patria chica, así estén orientadas al mercado mundial. En este caso es evidente cómo la globalización genera una peculiar dialéctica de lo mundial y lo local.
     “Colombianización” podría ser tomado como un insulto por los colombianos, pero es un término pertinente si nos referimos a la brecha, cada día más amplia, entre la norma jurídica y las prácticas institucionales y sociales; entre la proclamación de fórmulas para cimentar un estado de derecho y una democracia ciudadana, que se ensayan tanto en Colombia como en México, y el poder pragmático, el que existe realmente. Para el caso colombiano, comparado con el italiano, se ha sugerido que ese poder pragmático aparece en un campo al cual confluyen cuatro vectores: mercado, poder, lo legal y lo ilegal. En ese campo se mueven en Colombia políticos clientelistas, narcotraficantes, guerrilleros, paramilitares. Es un campo que articula lo urbano y lo rural; el crimen y los negocios; el poder de extorsionar y la lucha por mantener clientelas de electores; el poder local de la guerrilla que, al menos retóricamente, está orientada hacia el cambio revolucionario, y el poder de la contraguerrilla paramilitar (protegida por los comandantes locales de ejército y policía) que extorsiona a grandes ganaderos y terratenientes, muchos recién llegados, que han lavado activos comprando tierras.
     Este cuadro colombiano sugiere un Estado débil. El contexto interno de esta debilidad remite a la acelerada urbanización y modernización de la sociedad en el último medio siglo. El contexto externo es la globalización de los mercados, en particular los de armas, drogas y dineros ilícitos. Correlato de la globalización es la descentralización, presentada por el Banco Mundial y otros organismos multilaterales de crédito como panacea y vía a la democracia participativa. En el espejo colombiano podemos decir que la globalización ha fortalecido más que todo a las redes locales y nacionales del narcotráfico, y que la descentralización ha fortalecido el poder pragmático en una buena proporción de los 1,070 municipios colombianos.
     La debilidad estatal se agrava por la demografía y las colonizaciones. El joven sin oportunidades (educación pertinente de buena calidad, empleo legal) es una figura consustancial a la colonización y a los tinglados de ilegalidad, sean éstos los del crimen urbano o las actividades armadas del sicariato urbano, la guerrilla y los grupos paramilitares en los ámbitos rurales.
     En estas situaciones, más que trazarse una divisoria entre mercado y poder y entre lo legal y lo ilegal hay que entender cómo y en dónde convergen. Hay sobrados indicios para afirmar que, en los ocho grandes frentes de la colonización colombiana de la segunda mitad del siglo XX, la intermediación política legal (manifiesta en las redes municipales controladas por políticos clientelistas que operan desde las capitales departamentales, generalmente titulares de un escaño en el Congreso) teje tramas de peculado y corrupción que, en un momento determinado, atraen hilos del narcotráfico (presto a financiar campañas políticas) o acuden al pago de protección de la guerrilla o de la contraguerrilla. Los entramados clientelares van siendo más tupidos entre más abundantes sean los recursos presupuestales transferidos en aplicación de las nuevas directrices mundiales de descentralización y autogobierno local.
     A la tradición de país de frontera y de clientela debemos adjuntar la tradición antifiscalista que, desde la insurrección de los Comuneros de 1781, unifica grupos y clases contra el Estado y de ese modo desplaza del centro la lucha de clases en el sentido de la teoría marxista. Manifestaciones duraderas de este antifiscalismo son el contrabando y la evasión de impuestos, muy visibles en la segunda mitad del siglo XVIII. En momentos de crisis de seguridad ciudadana como la actual, los contribuyentes de los niveles más altos de ingreso consideran de mera rutina calcular una tasa razonable de evasión y pagar protección privada. Desconfían más del “Leviatán” estatal que del mafioso, del paramilitar o aun del guerrillero.
     A este cuadro de tradiciones antiestatales, fragmentación y clientelismo, hay que añadir la pugnacidad y desorientación valorativa de las élites. La sensación que hoy parece reinar en amplios sectores de la población colombiana es que se han agravado los síntomas de desgobierno e injusticia y que el Estado es tan impotente como antes de la Constitución de 1991, que se expidió precisamente para aliviar estos males.
     Más aún, se ha enconado la lucha entre las élites por imponer modelos alternativos de modernización, supuestamente el “neoliberal” y el “socialdemócrata”, atribuidos a dos facciones del mayoritario Partido Liberal. Pero sería vano tratar de caracterizar a dichas facciones. En cualquier caso, la pugnacidad se puso de manifiesto en los alineamientos políticos en torno al proceso judicial por los dineros del narcotráfico que financiaron la segunda vuelta de la campaña presidencial de Ernesto Samper en 1994 y por el cual hoy purga condenas de cárcel una docena de ex congresistas y ex ministros de Estado de la facción del ex presidente Samper.
     Ejemplo de la debilidad del Estado es el conflicto abierto entre la jerarquía de la Iglesia (en un país en el que, a diferencia de México, ésta ha sido un protagonista político de primera línea desde 1886) y los comandos castrenses alrededor de qué tipo de balance debe establecerse en el campo del “orden público”. Dicho de otro modo, qué prioridad jurídica y moral debe establecerse entre la defensa de la vida y los derechos básicos de las personas y la defensa de la seguridad del Estado. En esta brecha es sintomático el retraimiento de la clase gobernante, una de cuyas funciones teóricas es orientar a los gobernados.
     Pero ninguna de estas situaciones, por adversa que sea, puede explicar los niveles de violencia y crueldad que reinan en Colombia.
La violencia está acreditada en el mundo moderno como la partera de la libertad y la democracia: la revolución inglesa del siglo xvii, las guerras de Independencia de los Estados Unidos y de Hispanoamérica, la Revolución Francesa, la Guerra Civil de los Estados Unidos y de ahí en adelante, incluida la Revolución Mexicana. Ésta sería la violencia creadora, enfilada contra el mal gobierno y la injusticia, capaz de concitar lealtades y adhesiones hacia un orden político nuevo y superior.

Alan Knight sugirió un contrapunto entre la Revolución Mexicana y La Violencia en Colombia (una guerra civil no declarada, entre 1945 y 1964, de la cual se retiraron las élites sociales y políticas, y que degeneró en una lucha fratricida de campesinos liberales y conservadores, anárquica y sin orientación), que aparece como epítome de la violencia destructiva. Esta tragedia nacional, fuente de frustraciones colectivas, aún acecha a los colombianos.

La Violencia coincidió con uno de los periodos más febriles de la modernización económica y social del país. Quizás por eso deja una huella ambigua. No permite advertir, por ejemplo, su papel en deformar instituciones clave del proceso modernizador, como la policía y el poder judicial.
     Además, el ejército se involucró en el conflicto civil cuando estaba adoptando las doctrinas de la Guerra Fría, que terminaron infundiendo en la oficialidad la mentalidad del “enemigo interno”, que, a la postre, resultó nefasta para la institucionalización democrática y para la eficiencia castrense. Esto fue evidente en la legislación y la práctica de organizaciones paramilitares en las coyunturas guerrilleras posteriores a 1965, que muchas veces escaparían del control legal.
La policía ganó entre la población civil una reputación de brutalidad e ineficacia que desde entonces no ha conseguido disipar completamente. El poder judicial, marcado por la venalidad, quedó en posición aún más subalterna del ejecutivo. Apenas en 1945 se creó el Ministerio de Justicia, después de medio siglo de sujeción administrativa de los jueces al Ministerio de Gobierno. Pero los oleajes de violencia sectaria de liberales y conservadores impidieron que cristalizara una judicatura independiente y esclarecida. Así, cuando la sociedad requería un orden estatal vigoroso, estas dos instituciones fundamentales quedaron en un limbo de legitimidad. Los efectos aún se expresan en los altos índices de criminalidad, de un lado, y, del otro, de impunidad y corrupción policial que hoy reinan en Colombia.
La Violencia fue, además, una fuente primordial de desacato generalizado a la ley por parte de las élites empresariales y plutocráticas, de la mentalidad de mercados negros y paralelos en divisas, evasión fiscal, contrabando, tráfico de licencias de importación, sobrefacturación. Esta psicología fue propiciada en parte por la bonanza cafetera de 1945 a 1954, caracterizada por fuertes fluctuaciones de precios de tipo especulativo. Al desacato se sumó, de 1949 a 1953, la falta de apoyo político de más de la mitad de la población a regímenes tachados de ilegítimos por los dirigentes liberales, aunque algunos de éstos coincidieron con el gobierno conservador en que para restablecer la vieja civilidad debían desmovilizarse temporalmente los electorados.
     Del mismo modo que enderezar una planta que nace torcida, rediseñar y reconstruir una institución mal erigida toma mucho tiempo; es una operación costosa y controvertida y el resultado siempre será incierto. Policía y poder judicial, dos instituciones ágiles y confiables actuando dentro del estado de derecho, abatirían el entramado pragmático. En Italia tomó muchos años, pero al fin se logró un resultado contundente. ¿Qué pasará en Colombia? Un buen caso de reflexión para los mexicanos.
     En Colombia se vislumbró la salida expidiendo una nueva Constitución en 1991. Ahora, quizás, empezamos a formular la cuestión en términos razonables. Élites y sectores populares coinciden en que la crisis colombiana se comprende mejor enfocando la brecha entre la Constitución de 1991 (que abolió la de 1886) y el sistema que realmente existe. En el artículo 22 se define la paz como un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento para gobernantes y gobernados. El establecimiento de este principio se vuelve problemático no sólo por la dificultad de darle un desarrollo legislativo, hasta ahora precario, sino por el escandaloso divorcio entre un Constituyente bien intencionado y la multiplicación de agentes y formas de violencia bajo la Constitución que expidió.
     Suele decirse que no puede haber paz si no hay justicia. Para no especular con temas como la justicia social, tomemos una de las facetas de la justicia: la que procura o administra el poder judicial del Estado, auxiliado por la policía, uno de los asuntos privilegiados en la nueva Constitución.
     Lo primero que resalta es que no todos los ciudadanos colombianos son iguales ante la justicia que administra el poder judicial. La justicia común está cercada por una espesa maraña de formalismos y rituales que impiden que sea rápida y expedita y con iguales oportunidades de acceso. Aparte de esto, actores que derivan su poder de las armas, como los militares, los narcotraficantes o los guerrilleros, han mostrado capacidad de bloquear la acción de los jueces y la policía. La amenaza, el ataque aleve, la extorsión, son mecanismos bien documentados.
     A la sombra de La Violencia en Colombia se desarrolló la justicia de excepción o de estado de sitio. Es decir, que el aparato judicial y la legislación penal han sido mecanismos empleados por el poder presidencial para fortalecer y legitimar las medidas de excepción, ya sea contra el narcotráfico, los movimientos de protesta social o la guerrilla. Entre 1950 y 1987, por ejemplo, la justicia penal militar juzgó en consejos de guerra a civiles acusados de delitos contra la seguridad del Estado. Tan lenta e ineficiente como la justicia ordinaria, había ampliado su campo de acción al punto que en la década de 1970 cerca de un tercio de los delitos consagrados en el Código Penal podía caer bajo la jurisdicción de jueces militares.
     La justicia de excepción fragmenta y desarticula la acción de diversos organismos del Estado. Por ejemplo, en 1995, ante el aumento alarmante de la inseguridad ciudadana y presionados por los medios de opinión (entre los que saca la delantera el periodismo sensacionalista), los políticos se ven precisados a endurecer las penas y a criminalizar diversos tipos “anormales” de conducta social. El resultado inmediato fue el aumento de la población carcelaria, el hacinamiento de presos (la gran mayoría, pobres que no pueden pagar abogados) y la politización de los motines en medio de una extraordinaria violencia, como se ha visto en las pantallas de televisión en 1997 y 1998. En estos días se habla de despenalizar conductas y en muchos casos de cambiar la cárcel por la casa para que salga un 25% de los presos. Pero quedamos a la espera de una nueva oleada de indignación pública para que vuelva a comenzar el ciclo.
     A esto debe añadirse la laxitud mostrada frente a los transgresores poderosos. Por ejemplo, al tiempo que se había endurecido el sistema penal contra delitos de terrorismo (que incluían las pedreas estudiantiles) y una vez consagrada la prohibición constitucional de extraditar nacionales, el gobierno de Gaviria negoció en 1991 el “sometimiento de Pablo Escobar a la justicia”. Confiando en una nueva legislación de reducción de penas, Escobar impuso las condiciones de su cautiverio, a pesar de estar acusado de ser el autor intelectual de una oleada de crímenes que incluye el asesinato de varios candidatos presidenciales, un ministro de justicia y un procurador general de la nación; el secuestro de familiares de la gente de poder; la demolición dinamitera de dos grandes periódicos liberales y de la sede nacional de la policía secreta, y la voladura de un avión de pasajeros en pleno vuelo. Escobar fijó el terreno donde debía construirse la cárcel, aprobó los planos, hizo el reglamento interno de la prisión y él mismo se encargó de dirigirla. Puesto que se “sometió” junto con su plana mayor, con ésta convirtió a la cárcel (que la opinión pública bautizó como La Catedral) en la guarida desde la cual continuó dirigiendo, ahora con protección estatal, sus operaciones de tráfico de drogas y de extorsión a otros narcotraficantes. Fugado, prosiguió una lucha feroz contra sus enemigos internos; trató de neutralizar al gobierno secuestrando rehenes de las familias políticas y prosiguió la guerra contra sus competidores de Cali, quienes pudieron continuar tranquilamente en su negocio mafioso a cambio de dar información y ayuda para eliminar al demonizado Escobar.
     Otro caso de bloqueo a la justicia es el de los militares, que gozan de un fuero limítrofe con la impunidad. Puede citarse, entre otros, el caso de los oficiales y suboficiales acusados por los jueces, junto con otros civiles, de participar en distintas masacres de campesinos sospechosos de apoyar a las guerrillas, ocurridas desde 1988. En estos casos, mientras algunos cómplices civiles fueron juzgados y recibieron penas acordes (no es para nada el caso de Carlos Castaño, el principal jefe paramilitar del país), los militares consiguen ser juzgados por militares. En algunos casos los jueces son antiguos subalternos. Protegidos por esta muralla del fuero, el juicio queda en el limbo, los acusados prosiguen su carrera, y reciben ascensos pese a estar sub judice.
     En vista de la capacidad de infiltración de los narcotraficantes y de su poder extorsivo, respaldado en un formidable aparato militar, se crearon justicias especiales o “la justicia sin rostro”, en la que los jueces y los testigos eran secretos. Aunque en muchos aspectos este tipo de justicia fue eficaz impidiendo la efectividad de las amenazas de los narcotraficantes a los jueces, terminó, en más de un 90% de los casos, o dedicada a acusar y detener por conductas engranadas a luchas cívicas y populares o bajo el control militar del orden público, a veces en abierta complicidad con las violaciones de los derechos humanos. Esta justicia, cuyo balance es ambivalente, desaparece este año. Si desde 1987 se declaró inconstitucional que los civiles sean juzgados en consejos de guerra, instituciones como los jueces sin rostro han continuado sirviendo para violar las garantías procesales de los enemigos del Estado, sean narcotraficantes o guerrilleros.
     Otra de las instancias judiciales creadas por la nueva Constitución fue la poderosa Fiscalía General de la Nación. La oficina, con plena autonomía administrativa y presupuestal, quedó expuesta en sus debilidades en 1995, cuando el fiscal, al mando de sus unidades investigadoras, acusó al presidente Samper de complicidad en el ingreso y manejo de dinero proveniente del Cártel de Cali en la campaña electoral de 1994. En manos de un político profesional y no de un jurista, se vio cómo la Fiscalía fijó y desarrolló sus estrategias de investigación sin rendir cuentas a nadie. El fiscal fue incapaz de construir un caso sólido contra el presidente, dedicó obsesivamente casi todos los recursos a su disposición a “tumbar” a Samper, se alineó ostensiblemente con los enemigos políticos de éste y, para rematar la faena, renunció al cargo, postulándose de precandidato liberal a la presidencia. La judicatura trampolín y la facilidad de judicializar la política al precio de desatar una crisis nacional terminaron desprestigiando, aún más, la justicia del Estado.
     Crimen organizado, narcotráfico y guerrillas surgen, se desarrollan y combaten en contextos estatales y culturas políticas e institucionales específicas, de modo que bien pueden ser engañosas las comparaciones estadísticas entre México y Colombia. ¿Qué se ve en el espejo colombiano? Similitudes; la creciente debilidad estatal. No en vano los narcotraficantes explotan la veta de oportunidades que ofrece el Estado débil. La debilidad se expresa y agrava por la percepción ciudadana de una brecha entre el ideal del estado de derecho y el campo pragmático por el que se desplazan los actores, legales e ilegales, orientados al poder o al comercio. También se expresa ladebilidad en el enfrentamiento pugnaz de la clase política, que, en Colombia, es puro canibalismo.
     El espejo también acentúa diferencias. Mientras que el México moderno surge de una matriz de violencia creativa, la Revolución, Colombia viene de la frustración colectiva de La Violencia. En el primer caso, el Estado aprendió a neutralizar a sus adversarios mediante la negociación y la inclusión; en el caso colombiano, la respuesta se ha confiado más a las armas de la guerra, de las que forma parte la justicia el Estado. Así prosigue la espiral de muerte y terror en la desdichada nación colombiana.-

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Historiador. Profesor-investigador de El Colegio de México.


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