El archipiélago latinoamericano

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Los espectáculos y numeritos más recientes que ha dado la canalla de mandamases latinoamericanos durante los trabajos de sus cumbres enanas, y sin duda el que quizá sea el acontecimiento más importante en los cuarenta y cuatro años de la existencia mafiosa de las FARC, es decir, la liberación de Ingrid Betancourt, convierten una vez más el tema de América Latina (el Caribe es otra cosa) en un gran problema. Y sin hacer mucha historia, sin ir demasiado atrás en el tiempo, no es difícil entrever las razones de ello. Basta con voltear la mirada, regresar a quienes han pensado, precisamente, en América Latina como tal, como lo que es y siempre ha sido, un problema. Daniel Cosío Villegas, que fatigó el continente en viajes y reflexiones en torno al mismo, le dedicó unas páginas al peliagudo asunto en un brillante ensayo publicado en 1949 que llevaba por título una frase directa como fast-ball salida del brazo en llamas de un pitcher endiablado: “Los problemas de América”. La cosa se pone difícil cuando toca turno al bat a un continente indeciso e inútilmente heterogéneo. “Entre nosotros –dice Cosío Villegas– el prójimo no es ni está próximo: la distancia es grande y pequeña la similitud.” Antes, en 1945, ¡qué año!, el respetado autor, profesor y político peruano Luis Alberto Sánchez le había entrado al problemita escribiendo un libro que desde el título lanza un auténtico screw-ball intelectual que no podía más que empezar y terminar en pregunta: ¿Existe América Latina? La cuenta es cero y van dos. Reproduzco, por último, las dos primeras frases de un clásico más reciente escrito por otro profundo conocedor del problema, el argentino Tulio Halperin: “Una historia de Latinoamérica independiente: he aquí un tema problemático.” ¡Strike tres y a su casa, ponchado!

Y ya estaba a punto de hacerlo, bateador subyugado en camino a los vestidores para tomarse una reparadora ducha, cuando la generosidad de un amigo entrañable puso en mis manos una obrita mayor que debería estar circulando en manos de todo el mundo, dentro y fuera de América Latina –más adelante se explicará el porqué: Del buen salvaje al buen revolucionario, del caraqueño Carlos Rangel, profesor de literatura comparada en Estados Unidos y Francia, experto en medios de comunicación, pensador profundo del maldito problema y por la misma razón tránsfuga precoz de las embajadas y representaciones diplomáticas de su país, búnkeres donde su mente inquieta sin duda se habrá sometido a la dura prueba de autoinducirse todos los días un feroz y enloquecedor autismo de oficina. Reflexión de carácter heterodoxo, de espíritu abierto y liberal, Rangel inicia en su libro un ameno recorrido de quinientos años de historia no sin antes llegar a una conclusión terrible e innegable: “Yendo al fondo de la cuestión antes de desmenuzarla, lo más certero, veraz y general que se pueda decir sobre Latinoamérica es que hasta hoy ha sido un fracaso.” He aquí, en efecto, una verdad revelada, un mantra que bien podrían adoptar quienes asisten a las inservibles cumbres donde periódicamente se reúnen los veinte cerebros más plúmbeos y menos porosos de todo el planeta.

Otro gran liberal, el brasileño José Guilherme Merquior, autor de textos fundamentales como De Praga a París y Liberalismo viejo y nuevo, casi con seguridad me habría tildado de logocida y por ende reprobado mi humilde y disparatada propuesta para entrarle, una vez más, al problema de siempre de la siguiente manera: deshagámonos ya de una vez por todas del entuerto y contestemos a la vieja pregunta de siempre deconstruyendo a la irresoluta y fracasada América Latina en lo que fácticamente es: un conjunto de calamidades variables y disparejas que llevan nombres de países, un total de veinte desgracias en grados disímiles pero más o menos emparentadas todas por un capricho que además no envejece, la señora geografía.

La propuesta de marras tiene sus jiribillas y obvias dificultades, ya que hablar de geografía es hablar también de los orígenes. O sea que para abordar el dichoso problema, antes habría que meterse a un verdadero y auténtico problemón. Menos mal que en este punto específico el sabio estadounidense Richard Morse nos hizo ya ese favor con los deslumbrantes ensayitos de El espejo de Próspero. En resumen, Morse sugiere que con la llegada de los europeos a América desembarcaron también los conflictos teológicos e ideológicos del viejo continente, y que en la solución o respuesta que América Latina encontró a estos se halla también el origen del maldito (y sintético) problema: a diferencia del mundo angloeuropeo y angloamericano, nosotros, los “hermanos latinoamericanos” (como invariable y estúpidamente gustan llamarse entre sí los diplomáticos y representantes gubernamentales de las veintiuna calamidades), optamos por una sociedad orgánica en contraste con una sociedad basada en el pacto, así como por un principio de autoridad de tipo jerárquico o arquitectónico antes que nivelador o individualista. Morse descubrió así los ingredientes y la receta con que se cocinaron, desde el origen, los principios organizadores de nuestro cuerpo político: un cucharón casi obsceno de neotomismo, mal combinado con un batidillo de racionalismo maquiavélico; vaya cocktelito, y ni qué decir de nuestra supuesta historia y raíces comunes latinoamericanas: un esquizofrénico, sangriento y no pocas veces patético cocktail-party.

Pero no todo es drama ni ruina. Ya lo decía otro sabio, George Steiner, al hablar de Hamlet, Macbeth y King Lear. Además de inaprensible, la desventura absoluta no existe: también hay vida en la tragedia. En su libro de reciente aparición, Forgotten Continent / The Battle for Latin America’s Soul (Yale University Press, 2007), Michael Reid, editor especializado para la región en The Economist, despliega un eficaz y bien informado alegato en defensa de una América Latina que conoció bien como corresponsal del prestigiado semanario inglés en Brasil, México y Perú. Difícil y sin duda mezquino sería no compartir su entusiasmo ante los avances logrados principalmente en el terreno de los procesos de cambio político, desarrollo democrático, derechos humanos y reformas estructurales que han permitido la apertura e integración de las economías latinoamericanas al resto del mundo. Es fama que en las mesas de redacción de The Economist se escribe además el inglés más correcto del mundo (el propio Steiner pasó ahí una corta pero aleccionadora temporada), y que el dato objetivo nunca, o casi nunca, es supeditado a las exigencias de los criterios y decisiones editoriales. Hay, quién lo niega, algo de eso, pero en dosis que no provocan la repulsa en el lector. Así pues, las más de 350 páginas de Forgotten Continent poseen los mismos atributos de la revista para la que su autor ha trabajado los diez últimos años, aunque también reproduce sus defectos casi al pie de la letra: la adopción empecinada de ciertos temas y anatemas –las metas inflacionarias en América Latina serían quizás el mejor ejemplo– por encima de las “otras” noticias. Compare el lector en cualquier número de la revista la diversidad de temas que se abordan en la sección dedicada a Estados Unidos (la página titulada “Lexington” es quizá la mejor síntesis semanal de los hechos relevantes en ese país) con las páginas dedicadas a “The Americas” y entenderá cuál es el punto aquí. Michael Reid es sin duda un experto en el tema de Latinoamérica, conoce y desmenuza a fondo las zonas de avance, pero tiene poco que decir respecto al dichoso problema de siempre.

En efecto, los temas de Reid son esencialmente la difícil aunque exitosa y deseable pervivencia de la ola democratizadora, así como el efecto positivo y multiplicador de las reformas estructurales en buena parte de las economías latinoamericanas. En otras palabras, aborda lo mejor de su funcionamiento actual. Pero estos, sin dejar de ser temas fundamentales, no son precisamente los de mayor actualidad. Si lo fueran, entonces sí que seríamos un “continente olvidado”. De hecho, ocurre precisamente lo contrario. América Latina, Latinoamérica, o como diablos se quiera, aparece todos los días en las noticias de todo el mundo, y naturalmente tenemos lo que los políticos llaman una “mala prensa”. Yo la llamaría pésima, pero altamente precisa y exacta, en tanto que no sólo refleja, es cierto, situaciones coyunturales (en la mayoría de los casos payasadas de medio minuto cuando se trata de las declaraciones o reyertas entre la canalla de mandamases), sino que además nos pone de nuevo ante el venerable espejo de Próspero, es decir, ante el asunto acerca de qué fue, es y sigue siendo nuestra falla de origen: el famoso problema de los principios organizadores de nuestro cuerpo político. De esta manera, con estos elementos en mente serían más explicables y aleccionadores, por ejemplo, el nepotismo y los despropósitos de la ahora dinastía Kichner-Fernández en Argentina; la desatinada contradicción de la valiente Ingrid Betancourt entre, por un lado, saber en carne propia que un segundo de libertad vale más que una eternidad de servidumbre –según sus propias declaraciones–, aunque sea a costa de la muerte misma, y, por el otro, su casi inmediata conversión al papel de buena y habilidosa señora de sociedad que absuelve y tiende la mano a sus captores en aras de seguir cotizando políticamente al alza en su país, ahora que se encuentra al fin liberada; la contradicción, más dramática aún, del presidente Uribe, que tentado por la autocracia no se decide –como bien lo ha señalado Bertrand de la Grange– a tener “la grandeza de dejar a otros la responsabilidad de seguir el círculo virtuoso”; ni qué decir de los continuos aspavientos de Chávez, el de la boinita roja y los t-shirts promocionando el reestreno de su amistad con el rey malo pero con quien la gran patria bolivariana hace buenos negocios, ni de los berrinches infantiloides de su hermanito Rafael Correa; o el gozoso y pintoresco intercambio de eructos entre Evo Morales y Alan García (“Lo veo muy gordo y poco antiimperialista.” “Métete en tu país y no te metas en el mío.”); y, ya en nuestra comarca mexicana, los padecimientos cotidianos de una democracia infestada de los viejos caciquismos, caudillismos y prebendas de toda la vida, una –ya no tan joven– democracia postrada ante las mafias y clientelismos corporativistas de los mejores años del autoritarismo, con casos tan excéntricos como en los mejores relatos de Madame Sitwell: por ejemplo, la maestrita del snte anunciando la creación de miles de plazas de maestros que impartirán cátedra en chozas, galerones, chamizos, es decir, en cualquier parte menos en un salón de clase; otro ejemplo, las impunes andanzas del artista del juego sindical y los relojes de oro macizo, Carlos “Marcel” Romero Deschamps. Hasta aquí de ejemplos porque me deprimo.

La discusión, pues, no es si sobreviven en los países de América Latina la democracia y el funcionamiento de las economías de mercado, sino qué y cómo hacer para invertir los ingredientes y cambiar la receta original del problema: es decir, menos Santo Tomás y más ágoras y plazas públicas para que ciudadanos orgullosos, en lugar de mamarrachos embutidos en togas y fueros que se dicen representantes, discutan y ventilen sus asuntos, individuos que gobiernen a la par de sus gobernantes lo mismo en la rara sincronía que en la sana disensión. Reid acierta en no quitar el dedo del renglón en algunos de sus temas pero, recordando una vez más al genial Morse en Resonancias del Nuevo Mundo, hay que saberse mover en esas junglas; sobre todo, en el recorrido por las espesuras del pasado, el pasado reciente y la actualidad, saber desbrozar “la paja latinoamericana que obstruye la visión del ojo angloamericano”. Mandamases y granujas van y vienen. Lo que en verdad está en juego, y por ende la urgente actualidad y relevancia del problemita, es ver más allá del “continente olvidado”, como lo vaticinó (literalmente) en su prólogo a la primera edición de Del buen salvaje al buen revolucionario ese liberal siempre polémico y experto en demoler las zonas más estúpidamente pétreas de las mentes integristas y autoritarias, Jean-François Revel: “Si con su herencia cultural occidental y con su situación relativamente favorable, Latinoamérica no logra encontrar su camino sin renunciar a los ideales y a las conquistas de la Revolución Liberal, eso sería de muy mal augurio para el resto del planeta, puesto que significaría que la mayor parte de la humanidad no puede ser gobernada sino por el autoritarismo y el terror.”

Anticonclusión personal a partir de todo lo anteriormente dicho: resuelto o no el dichoso problema de América Latina, el verdadero tema de actualidad global, lo único que no podemos “olvidar” cuando logremos ver más allá de nuestras propias narices y retomar lo entrevisto por Jean-François Revel nada menos que en 1976, es que un nuevo, riesgoso y apasionante inning está por comenzar. ~

 

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(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.


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