Eduardo Lizalde: su propio buitre

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Eduardo Lizalde se cuenta entre los mejores poetas de nuestra lengua. “El Tigre” nació en la Portales, en 1929, hijo de un ingeniero, pero con toda su familia se trasladó muy temprano a Puebla. Ha contado su hermana Beatriz: “Me acuerdo muy bien de Eduardo en la escuela… rodeado de compañeros, echando discursos, apabullando a todos en matemáticas, en música, en literatura, lo que fuera.” Sin embargo, como ha referido en Autobiografía de un fracaso, “el que era un preparatoriano campeón de las cátedras literarias… se hallaba a los veinticinco filosóficamente indigesto, desordenado y desorientado. Era ya un viejo aprendiz de cantante, pésimo pintor y poeta deplorable”. Además de activo militante, aunque disidente, del Partido Comunista. Esas dos pasiones, la poética y la política, conjuntadas, dieron como fruto sus primeros encendidos y erráticos libros: La mala hora (1956) y Odessa y Cananea (1958). Más interesante para la literatura que su breve paso por el cuento (La cámara, 1960) fue su participación como teórico y practicante del movimiento poeticista, que se pretendía una reacción contra el fácil verbalismo y al cual oponía una poesía de sentido unívoco y claridad expresiva. La tentativa naufragó sólo en parte (como él mismo lo cuenta en su Autobiografía de un fracaso, 1981), ya que arrojó entre su restos Cada cosa es Babel, ambicioso poema con el que Eduardo Lizalde definió los límites de su quehacer: reflexión y canto, imagen contundente y desencanto ante una realidad demasiado humana. Teniendo a Baudelaire como a su “verdadero Dios”, Lizalde publicó su libro insignia: El tigre en la casa, en el que la simpleza en la expresión es un logro que disimula su fondo renegrido. Su preocupación ética, manifiesta en sus libros siguientes —La zorra enferma, 1975, y Caza mayor, 1979—, es, por decir lo menos, inquietante: la moral es gremial, cambiante, relativa, obsolescente. Y el hombre, el insecto atrapado en esa red de apariencias ante la que sólo cabe oponer la ironía, el sarcasmo, el cruel filo liberador. Ha escrito una novela —Siglo de un día, 1983— desatendida por la crítica, tal vez porque retrata a los revolucionarios y a los revolucionados que la habitan como seres terribles, oscuros, desencantados: es la última y más negativa obra de la narrativa de la Revolución Mexicana. Es autor de un crudelísimo Manual de flora fantástica (1979), del largo poema Tercera Tenochtitlan (1983), del celebratorio Tabernarios y eróticos (1989), de Rosas (1993), de Otros tigres (1995), de la interesante recopilación antológica, en dos volúmenes, de sus ensayos literarios y políticos: Tablero de divagaciones (1999) y del muy reciente Algaida (Aldus, 2004). Actualmente se desempeña como director de la Biblioteca de México, en la Ciudadela, y de la magnífica revista del mismo nombre. Dos lecciones —dos marcas— me deja esta entrevista: la primera, que el agua del lenguaje es engañosa; la segunda, que, como Prometeo, Eduardo Lizalde ha hecho de su propio buitre su confidente, su consejero esencial.
 
FERNANDO GARCÍA RAMíREZ. Las cosas, decía usted en Cada cosa es Babel, “reclaman su poeta”; el mundo es el que pide ser nombrado, a pesar de que el nombre es “el ataúd” de la cosa. ¿Ha cumplido usted con ese reclamo del mundo? O como diría Borges: ¿Ha escrito usted el Poema?

EDUARDO LIZALDE. El Poema no se escribe nunca, o como decía en su célebre frase —todo el mundo la cita desde hace cien años— Paul Valéry: el poema no se termina, el poema se abandona. Cuando escribí Cada cosa es Babel, a la altura de mis treinta años, quería hacer un poema que dialogara y discutiera —estéticamente— con las poéticas de los autores que más profundamente me habían influido. Contra la visión de Gorostiza, que era la visión aristotélica: el vaso inmóvil/la forma, el agua/el contenido, quise postular una visión dialéctica. Recibí gran influencia del idealismo dialéctico hegeliano: las cosas notienen creador —dice Hegel en su Poética—, el sapo no tiene un creador visible, ni la ceiba o la gacela; en cambio, en un lápiz observamos la conciencia de sí del productor; ésa es la diferencia: la belleza enajenada es la belleza natural. El hombre es el único que transforma la naturaleza, los animales lo hacen en muy pequeña y distinta proporción y forma.

Cada cosa es Babel pretendía también ser un resumen de todas las experiencias métricas y tónicas de la historia de la literatura española. Quería, en un poema escrito en español, hacer una historia de la técnica métrica y rítmica en el nuestro y en otros idiomas. No lo conseguí, por supuesto: el poema en ese aspecto es un fracaso. Terminé por comprender que, si intentaba esa empresa, el poema se iba a convertir en una cosa ilegible, así que me atuve a mi oído y a mi gusto personal para darle sentido al desarrollo del poema, en el que también se pueden encontrar temas políticos y puede advertirse mi escepticismo.

El tigre es una crítica a la parte de la naturaleza que nos constituye;el tigre nos muestra una grieta inquietante en nuestra racionalidad. ¿Primero constató la grieta (entre la palabra y la cosa) y luego descubrió que esa hendidura (entre naturaleza y cultura) estaba en el centro del hombre mismo?

El tigre en la casa, aunque se nutre de experiencias personales, no es un libro autobiográfico. En él se habla de la parte oscura de la relación amorosa. El amor ocupa mucho espacio en nuestra vida. La felicidad, ya lo he dicho —que en lo personal he disfrutado en el terreno amoroso—, ha ocupado mucho más tiempo que la desgracia, pero el hombre, en términos generales, padece mucho más largamente la desgracia que la felicidad. Así que voluntariamente me propuse, desde que se me ocurrieron los primeros poemas, no incluir uno solo de tono optimista; los tenía, claro, han ocupado su lugar en otros libros —poemas celebratorios del amor y la relación erótica, de la vida, etcétera. El tigre en la casa es como una prueba de Rorschach: una mancha oscura a la que cada lector da su connotación.

La forma de tratar el amor en sus poemas cambió. Del amor terrible y doloroso de El tigre en la casa y La zorra enferma pasó, en Tabernarios y eróticos, a una imagen celebratoria. ¿A qué se debió ese cambio?

En primer lugar, refleja experiencias personales muy placenteras y dignas de celebración: mi matrimonio con Hilda Rivera, con la que tengo casi veinte años de casado; pero también se debe a que decidí elegir otra vertiente del tema amoroso y erótico. Como le ocurre a los novelistas: el autor se entrega a la tarea de excavar psicológicamente en la mina espiritual de sus personajes, sin identificarse desde el punto de vista ideológico ni emotivo con ellos, sólo literariamente. Es otro el caso de un libro como La zorra enferma porque, además de variaciones sobre el tema relacionado con el tigre, desarrollé en él una vena epigramática y política. Se trata de un libro antiestalinista. Cuando se publicó se me acusó, por supuesto, de agente del imperialismo. Años después, algunos ex camaradas del Partido Comunista me comentaron: “Tenías razón al afirmar que la principal tarea de un revolucionario no es, como quería el Che Guevara, hacer la revolución, sino impedir, como dice tu epigrama, que las revoluciones sean lo que son; resultaste profético.” “Sí —les contesté—, pero ustedes me tacharon de reaccionario, de agente del imperialismo…”

Sus poemas tienen una raíz moral, pero la ética no se puede legislar ni se llega a fijarla con mediciones científicas: la moral es una convención relativa, un pacto. Su poesía —de raíz ética— ¿es consciente de ese relativismo, de esa base cenagosa en la que se asienta la naturaleza humana? Su raíz ética no es a favor de esto y en contra de aquello, sino la constatación de que más allá de los códigos está nuestro tigre al acecho. ¿Es esto correcto, por eso es imposible planificar lo humano?

Lo he dicho claramente en muchos poemas, sobre todo en La zorra enferma, especialmente en esa sección inconclusa que titulo “Al margen de un tratado”. Se trata nada menos que de un comentario poético sobre el Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein, cuyo tema es precisamente ése: “El primer pensamiento —dice en el Tractatus— que emerge cuando se nos propone una ley ética de la forma ‘tú debes’ es: ¿y qué si no lo hago?” Es decir, ¿cuáles son los fundamentos racionales de la conducta humana? En esa glosa poética que intenté se dice: “Moralistas / cristianos y marxistas, / liberales o beatos / de grandiosas iglesias y sistemas / —o simples sindicatos— / les tengo y traigo, de verdad, / muy malas, pésimas noticias: / la ética no existe…” Si alguien objetara los campos de concentración estalinianos o los campos de concentración del holocausto hitleriano, desde un punto de vista racional, estaría incapacitado para hacerlo. Esto es terrible. Lo sabemos los que hemos leído a los moralistas y filósofos de la moral, desde Aristóteles, pasando por Spinoza o Kant. Luego entonces, la moral ¿qué cosa es? Se trata de un problema gremial, de seres que defienden su especie. Por supuesto que no existe un fundamento racional que justifique las acciones humanas, mi obra es consciente de eso. El tigre no tiene moral, no piensa: el tigre es un asesino, sin responsabilidad ni conciencia de sí. Para el hombre también: la única moral es la defensa gremial de su especie; el que traiciona y asesina a los seres de su especie es un inmoral.

¿No tiene el hombre mayor placer bajo el sol que el de alegrarse, gozar con la mujer a la que ama y beber de frente y no de lado?

Sí. Claro está que el hombre se sabe mortal. Son los textos bíblicos, los del Eclesiastés, los que son pesimistas, los que nos hacen comprender que no somos dioses, que lo único que nos queda es el disfrute pasajero de los humanos contingentes.

Ante el desastre, ¿el disfrute personal?

El disfrute personal y social también, porque si el disfrute personal se traduce en opresión o en la desgracia de los otros, pues no se puede disfrutar eso. Ese disfrute se reduce al ámbito personal. Un egoísmo defensivo, personal, nos permite sobrevivir en medio del desastre, de la oscuridad del mundo.

En Tabernarios y eróticos celebra el desencanto, el infortunio, de manera jocunda. Se trata de un escéptico que ha encontrado fuerza para seguir andando. ¿De qué está compuesta su fortaleza, cuál es el móvil de alguien que no cree, de un escéptico absoluto? ¿El amor?

En toda actividad poética hay, involuntaria y fatalmente, metafísica: existe el deseo de ser eternos. Sabemos que no podemos serlo, pero los ateos nos conformamos con este espacio reducido —la vida— en el que nos conducimos como condenados a muerte. Todos somos mortales, pero podemos decidir ser vitales, disfrutar de este espacio. En ese libro también intenté una reflexión filosófica, que se advierte en ciertos juegos contextuales en los que se refleja toda la filosofía que leí en mi etapa de formación, un aprendizaje que no termina nunca, ya que sigo leyendo cosas nuevas. Leí a Wittgenstein, luego de leer toda la filosofía materialista (de esos pensadores que embisten con tosudez de rinoceronte, como decía Arreola) y a los idealistas objetivos, para descubrir en ciertos filósofos contemporáneos un tipo de escepticismo que marcó intensamente mis concepciones estéticas. Esto se puede ver en un poema titulado “Socráticos y aberrantes”, en el que aparecen referencias contextuales a la visión helénica de la belleza. En él se dice que no existe el modelo universal de la belleza, sino la belleza real, pasajera, mortal, cambiante. Así, soy un escéptico, más bien un agnóstico, incluso en cuanto se refiere a principios filosóficos. Si sometemos la moral y la estética a la racionalidad, nos encontraremos que éstas no tienen sustento. Lo dice el propio Kant, tanto en la Crítica del juicio como en la Crítica de la razón práctica y la Metafísica de las costumbres. Se pregunta: ¿se puede racionalizar la moral, se puede racionalizar la estética? No se pueden racionalizar. En todos mis libros se dan este tipo de reflexiones y diálogos filosóficos, sin usar la terminología técnica de la filosofía, que acabaría con el texto poético. Mi libro Rosas, en ese sentido, no es más que una reflexión sobre la perfección y la belleza eterna.

“No se puede escribir poesía contemporánea si no se sabe qué destruir con ella, que combatir con ella…” ¿Contra qué combate actualmente Eduardo Lizalde?

No combato particularmente contra nada, pero tengo una visión bastante negra del mundo; soy también un ateo convencido y un escéptico en lo que toca a las realidades sociales del mundo. Por esta actitud se me ha emparentado con Salvador Elizondo. Dicen que ambos tenemos una sensibilidad cruel, que somos poco optimistas. José Luis Martínez, que es un lector impresionante, me decía, luego de haber leído mi Manual de flora fantástica y mi Rosas: no hay un solo texto que sea una celebración de la belleza, todos son temas orientados a la crueldad del mundo, a decir que la belleza es engañosa. Sobre la naturaleza decía Whitman: “Cómo envidio a los animales, tan tranquilos: no tienen discusiones con nadie, no reclaman a su creador por su condición…”

“Pienso que soy sin duda un poeta múltiple”, ha dicho usted. ¿Qué voz o qué faceta exploró en Algaida, su más reciente poema?

Algaida es una visión y una celebración del mundo natural, acaso un treno por la infancia perdida en los barrios de mi ciudad, pero también un enfrentamiento ante la visión del mundo natural, del que me he ocupado con mucha frecuencia pero al que no le había dedicado un texto en particular. Hay también una visión de los parientes numerosos, de los abuelos, los padres y los amigos del barrio, de las experiencias estéticas infantiles. Tiene dos epígrafes, el segundo es de Dante, que corresponde al último verso del Inferno, y el primero de Ovidio, el primer verso de Las metamorfosis:In nova fert animus mutatas dicere formas / corpora”, con el que se abre el texto; el de Dante es el último de Algaida.

Algaida ¿abre una etapa rememorativa en su obra, ahora que cumple setenta y cinco años y sesenta de poeta?

Sesenta años de mal poeta, porque mis primeros poemas eran bastante deplorables… Un poema escrito en la vejez es una tarea compleja, no se pueden repetir las aventuras de los largos poemas iniciales. Con los años uno lee y considera más lo que hay detrás de nosotros, sobre todo en otras lenguas. Me llevó bastante tiempo escribir este poema y estuve a punto de no concluirlo. El poeta tiene que reexaminar lo que está haciendo, sobre todo después de una larga tarea poética. Yo soy un poeta tardío, publiqué tarde mis libros definitivos. Cada cosa es Babel es un libro escrito después de los treinta años. Salvo casos muy especiales, los poemas importantes se escriben después de los treinta. Un Rimbaud no se da todos los días. Los grandes poemas de Neruda, con todo y que Neruda fue un niño prodigio, pertenecen también a su etapa de madurez. Hay que masticar mucha cultura, leer y reflexionar mucho sobre lo que se hace. Cuando uno empieza a escribir quiere ser el mejor poeta del mundo, después se conforma con ser el mejor poeta del país, más adelante el de la colonia y quizá, mucho después, el poeta tolerable de la familia…

Cada cosa es Babel es de algún modo un diálogo con Muerte sin fin. ¿Con quién dialoga en Algaida?

En primer lugar dialogo con mi propio trabajo poético, con la visión estética del mundo desolado en el que vivimos, un mundo oprimente, oscuro, en el que hay una violencia a la que duele volver todos los días. No hay política ni drama social en el poema, trato simplemente de embarcarme en la visión estética del mundo, en el goce de la celebración de la vida. Por otro lado, Cada cosa es Babel no solamente dialoga con Gorostiza, es también un diálogo con la tradición poética anterior, con los Contemporáneos, con los poetas de la Generación del 98 —Machado, Juan Ramón Jiménez—, un diálogo, en fin, con la poesía modernista, con Fernando Pessoa, a quien descubrimos a finales de los cincuenta.

Su generación ha sabido combinar, me parece que de forma muy feliz, la coloquialidad con el respeto hacia las formas tradicionales. Pienso en Rubén Bonifaz Nuño, en Gabriel Zaid, en usted mismo.

Así es. Alguna vez me dijo Octavio Paz, luego de leer la primera versión de Memoria del tigre: “Ya entendí el trabajo poético que tú haces: no tiene nada que ver con el mío, tú no eres paciano; tu poesía es enemiga de la mía, igual que la de Sabines y la de Zaid…” Puso Octavio esos ejemplos. Él concebía la tarea de Pacheco —sobre todo en su primera etapa— y la de Montes de Oca como poesía emparentada con la suya, hermana del temperamento estético de su obra. “También la de Deniz…”, recuerdo que me dijo Paz. Bueno, la poética de Deniz es enemiga de todas, se cuece aparte; ha adquirido un tono irrepetible, magistral, que no puede hacer escuela. Deniz rompe con todos los convencionalismos establecidos, en el mismo sentido en que lo hicieron Pound, Eliot, Joyce, Gertrude Stein tal vez.

En esa ocasión que le refiero, le contesté a Octavio: “No se trata de una poesía enemiga, sino de una poesía de otro ámbito. Tu tarea poética se aventuró en terrenos en que no se habían arriesgado ni siquiera los poetas de Contemporáneos, fuiste más allá incluso que tu propia generación; pero lo que tú hiciste fue cerrar una veta, repetirla sería nuestra muerte poética…”

¿Cómo hacer para que el lenguaje coloquial, que usted ha utilizado, sea parte del engranaje del poema y no dé al traste con él?

Eso es algo de lo que hablé (y aprendí) mucho con Bonifaz Nuño, Sabines y Alí Chumacero, que utiliza formas coloquiales en su obra notabilísima. El instrumento coloquial debe ser un instrumento, un elemento más, no la base de la literatura, ya que esto convertiría los poemas en simples conversaciones de la cantina o la calle. Sabines decía: “Lo más peligroso del mundo es el lenguaje coloquial: nos volveremos absolutamente chocarreros si nos dedicamos solamente al lenguaje popular…” El lenguaje popular es tan válido como el lenguaje refinadísimo. El lenguaje debe contener un elemento que aligere, que dé aire, que rompa con la solemnidad que conduce precisamente al pathos romántico… Lo decía muy bien Borges: “Hablo y leo maravillosamente en inglés, pero soy bonaerense, no puedo sino utilizar la sintaxis, las formas, las expresiones del mundo bonaerense.” Nos pasa lo mismo a todos los poetas. Sólo aquellos que han vivido y se han integrado a otro mundo y a otra lengua pueden escribir en la forma coloquial del mundo al que se han integrado, aunque por lo general no lo logran. Todos los poetas conservan su marca de nacimiento: el propio Rilke nunca terminó por ser, como poeta francés, tan grande como poeta alemán, de lengua alemana.

Usted ha desarrollado cierta narratividad en sus poemas. Se trata de una narratividad construida por medio de imágenes. Entre la imagen como punto y la narración como línea, está el tiempo: ¿qué papel juega el tiempo en sus poemas, sólo como ritmo?

El tiempo juega en varios niveles. Se habla del tiempo como de la sustancia esencial en la que nos movemos, tanto en la literatura como en la vida, pero también el tiempo determina la imposibilidad de repetirse. No podría, por ejemplo, volver a escribir El tigre en la casa, aunque desde el punto de vista técnico, por supuesto, podría hacerlo, igual que podría, sin mérito de ninguna especie, escribir sonetos como los de Quevedo, Sor Juana o los de Góngora, sin superar la obra de esos poetas, que cerraron por completo esa vía y la llevaron a su cúspide. El tiempo es más rápido y extenso que las temáticas locales y ocasionales; el tiempo agota las temáticas, los ritmos, las formas, termina con las obsesiones, incluso las morales. La moral es cambiante. Octavio Paz, en un breve “Postscriptum” a su prólogo de Poesía en movimiento, decía que había un ojo de moralista en mis textos (como lo hay, creo, en los suyos). Se trata, claro está, a mi pesar, de un moralismo escéptico, no de un moralismo doctrinario.

La raíz ética que Salvador Elizondo detectó en las imágenes de sus poemas ¿tiene que ver con el nihilismo al que convocan esas imágenes? Son poemas violentos, escépticos, oscuros, nihilistas…

El nihilismo está en el mundo, como está Dios en el mundo. José Revueltas (Dios en la tierra) decía: Dios es real, más real que nosotros los que no creemos en él. Es una realidad espiritual, social, práctica, política. Dios mueve el mundo, aunque no exista. Esto, dicho en el mismo sentido en que son más reales los personajes literarios que sus creadores. Fausto es más real que Goethe, porque está conformado de una multitud de elementos de la vida real. Don Quijote, Fausto, Stephen Dedalus, ya lo he dicho otras veces, son verdaderos Frankenstein, compuestos de muchas realidades individuales de las que el artista se vale para producir su criatura. Esto mismo pasa con Dios, lo mismo que con el nihilismo. El nihilismo es real, más real que nosotros. No tenemos más que mirar el nihilismo universal que invade el mundo: el fundamentalismo, la violencia irracional, la criminalidad, los combates no entre facciones militares sino entre civiles. El nihilismo es algo real. Es difícil conservar el optimismo en un mundo oscuro y tenebroso como éste. Sobrevivimos gracias a una inevitable dosis de egoísmo, incapaces como somos de resolver las miserias del mundo. Nada de que el amor nos mueve: es el odio. “El odio es la sola prueba indudable de existencia”, digo en El tigre en la casa. La poesía es un lamento estético frente al nihilismo, del mismo modo que se canta el dolor de una muerte —de la mejor y más entonada manera posible: no porque a uno le guste la muerte, no porque uno acepte el nihilismo.

¿Es posible acercarse a la belleza sin ironía?

Hay ironía en toda la historia de la cultura, como también hay una división muy clara entre el temperamento del mundo romántico y el del mundo modernista; hay ironía, no pathos, como en el romanticismo e incluso en el clasicismo. Los clásicos son solemnes sólo cuando hablan de temas elevados, y son irónicos en sus epigramas, como es el caso de Góngora, Lope, Ruiz de Alarcón, Quevedo y todos los clásicos ironistas y epigramistas de la literatura española de los Siglos de Oro, para no hablar de la literatura francesa e inglesa. Hacia el final del modernismo ya se ven de forma caricatural y crítica los temas del romanticismo: “tú que querías ser una Margarita Gautier”, dice Darío, mientras Bécquer se burla de los pianos en que se desmaya una flor, “la princesa está triste, qué tendrá la princesa”, etcétera. Algo diferente ocurrió con la poesía moderna, debido a la quiebra de la fe religiosa y la aparición de lo que Nietzsche llamó “la muerte de Dios”. Aparecieron después otros filósofos no religiosos, que descubrieron la ausencia de una voluntad divina y de un dios ex machina determinante de la moral universal. Toda la literatura moderna está marcada por el escepticismo, la violencia, la caricatura, la ironía y la negrura. Pensemos en Kafka. El padre de esa modernidad es Baudelaire, con múltiples herederos en todas las lenguas. El Ulises de Joyce es un claro ejemplo de esto: es de un escepticismo extraordinario, en él hay celebración vital y estética: celebra el vino, la pornografía, el amor, el goce de la literatura, la belleza de la filosofía clásica, pero desde la oscuridad. Toda la poesía, la literatura y el arte contemporáneos —Braque, Picasso, Bartok, Stravinski— están marcados por la ironía. Ravel escribe valses, pero burlándose del vals romántico.

“El diálogo es la única esperanza para el escéptico y el agnóstico que soy”, ha dicho usted. Si ya no la trascendencia, ¿en verdad basta la comunicación para saciar la sed y el vértigo de absoluto, o ésta es una época inapropiada para hablar de “absolutos”?

La comunicación no sacia la sed de absoluto, porque no me planteo el absoluto en ningún caso. El planteamiento es fáustico: el absoluto es imposible. Lo que sí creo posible es la comunicación entre personas de una generación o de generaciones paralelas que conviven con ella. Este diálogo es fundamental, porque el autor se transforma en la comunicación con sus lectores, tanto los especializados como los legos. Al poeta le interesa la interlocución con un público mayor, pero sobre todo le interesa la interlocución con sus pares y con los más calificados miembros de su generación. No existe la literatura personal, la literatura es generacional. ¿Qué sería de Rulfo, de Huidobro, de Baudelaire sin la convivencia con los miembros de su generación? Somos el producto de un mundo generacional.

Decía Borges que el lenguaje era el que nos escribía

Y tenía razón. El lenguaje es producto de una comunidad social y cultural. Hemos estado en comunicación, a lo largo de muchos años, con autores, lectores, humanistas y maestros, y con ellos hemos compartido aficiones, lecturas, emociones, intereses que, en discrepancia o no, nos llevan de todas maneras por una senda ajena a nuestra voluntad inicial. Se han estudiado mucho las semejanzas de época entre los autores del Siglo de Oro. Ellos peleaban por estéticas supuestamente antagónicas, pero a la distancia los reconocemos como miembros de una misma generación: Villamediana, Góngora, Quevedo y Lope están tocados por el mismo temperamento. Las ambiciones —estéticas y morales— también caducan.

Usted fue un joven desmesurado: con el comunismo quería transformar el mundo; con el poeticismo quería evitar la polisemia, acabar con lo oscuro. La crítica lo desencantó y lo convirtió en un agudo pesimista: ¿nada puede cambiar?

Lo que nos desencantó fue el conocimiento de la realidad y la lectura de lo que verdaderamente había ocurrido y lo que estaba ocurriendo con la revolución, así como nuestros imponentes fracasos políticos. Sabíamos —cuando menos algunos— que no teníamos las armas y que no éramos los llamados para la transformación del mundo, que ésta era imposible por las vías que estábamos proponiendo.

Así como los indígenas mexicanos al momento de la Conquista se sintieron abandonados por sus dioses, los ex comunistas, después de la caída del Muro de Berlín, quedaron en una orfandad riesgosa: caldo de cultivo ideal para el desarrollo de los más diversos nihilismos…

Absolutamente. Yo entré al Partido Comunista después del estalinismo, y como había leído mucha literatura, filosofía y política, muy pronto me convertí en un disidente. En realidad duré muy poco en el partido. José Revueltas, un heterodoxo natural, fue además de nuestro jefe un elemento muy importante para hacernos ver lo qué había pasado realmente con la revolución. Sin embargo, muchos de mis contemporáneos murieron como estalinistas. Dice Neruda, en una de sus últimas biografías, “lo terrible fue advertir, desde 1952, que todo lo que el enemigo había dicho sobre el mundo estalinista, acerca de la represión y las injusticias, era insignificante comparado con la realidad.” Algunos de mis antiguos compañeros de partido posteriormente me han dicho: “Tenías razón, tenía razón Revueltas: hemos quedado huérfanos, y la orfandad es absoluta, porque no nos queda ni siquiera la fe; teníamos una bandera, algo por qué morir, por qué luchar y por qué escribir; ahora nos sentimos huérfanos…” Cuando participé en el Encuentro Vuelta, La Experiencia de la Libertad, convocado por Octavio Paz, en mi breve intervención cité al economista James Buchanan, para quien el trauma producido por la quiebra del ideal comunista sería más grande y terrible que la muerte nietzscheana de Dios. La muerte de los dioses siempre trae catástrofes, desde el punto de vista social. Encontrar una nueva metafísica, una nueva devoción, no es tarea fácil para las generaciones que han perdido a sus dioses. El cristianismo mismo no fue en sus orígenes otra cosa que un movimiento que postulaba la destrucción de los dioses clásicos. El cristianismo monoteísta operó una verdadera revolución, ya que consumó la muerte de los dioses históricos, que vivieron varios milenios más que el cristianismo: la religión de Osiris duró tres mil años. El fenómeno es cíclico. Sin embargo, crear dioses nuevos en este periodo no parece nada fácil. Nuestros dioses son la cultura y la vida.

Revueltas y Paz representan dos polos de la cultura mexicana. Hombres apasionados, disidentes, críticos, hombres los dos de su siglo. El uno consumido hasta el final por la revolución y el otro defensor de la libertad. Usted los trató y fue amigo de ambos. ¿Fue más lúcido Octavio Paz que José Revueltas?

Creo que sí, su obra es mucho más madura, evolucionó mucho más rápidamente hacia un pensamiento liberal más amplio que el de Revueltas. Ambos fueron los más talentosos de su generación. Se parecían más de lo que la gente supone. Revueltas terminó por ser un escéptico absoluto, pero desde un punto de vista emotivo nunca dejó de ser un revolucionario: un Cristo revolucionario, un revolucionario de corazón, no un creyente en la revolución. Decía con toda claridad que el socialismo estaba fracasando y que los estados socialistas no eran más que estados obreros corrompidos, como lo decía Trotski. No era tan distinta la postura de Revueltas respecto a la de Paz en la etapa final de su vida; lo que pasa es que Revueltas murió poco antes de la caída final del socialismo. Revueltas y yo tratamos mucho a los trotskistas, que se acercaban a nosotros porque representábamos el ala disidente del partido. A los amigos trotskistas, les decía yo mismo: “No hay que cambiar de santos, hay que cambiar de religión; la religión es la que está equivocada.” Habría querido —les decía a algunos amigos que no han dejado atrás su castrismo— que ganaran; es más: me habría gustado que ganáramos. Pero perdimos. Ésa es la verdad de las cosas. La perspectiva del socialismo, del que existe aún, es espantosa. Como lo es la del capitalismo, por lo demás.

El poeta, como en aquel poema de Pessoa, es “un ciego cantando en una calle”. ¿Es ésa la imagen del poeta en el mundo actual?

Traduje ese poema de Pessoa: “Yo también soy un ciego / cantando en una calle, / pero la calle es mayor / y yo no pido nada.” El poeta ejerce una actividad minusválida, pero, curiosamente, la actividad del poeta es una bomba de tiempo, porque la poesía produce efectos enormes sobre la posteridad, mucho más grandes que los de la narrativa. Alguien decía, con razón, que las obras de Baudelaire son mucho más ricas que las de Balzac, y más exitosas editorialmente en nuestros tiempos. –

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