HumbRios, CC BY-SA 3.0 , via Wikimedia Commons

Sin manos empuñadas, mejor

Venezuela, como a menudo se recuerda, tiene las mayores reservas de petróleo del mundo. Esta fortuna es también una dura condena para quienes nada hacen para convertir esos recursos en activos.
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De los catorce miembros de la OPEP, Venezuela es el único que no satisface su demanda interna de gasolina y gasoil. Esto agudiza la crisis vigente, que perpetúa la hiperinflación, arruina a nuestro país e incrementa los insoportables niveles de miseria y de hambre en una de las naciones que, por decenios, ha sido modelo de prosperidad en el planeta.

Es ampliamente conocida la influencia determinante del petróleo en la riqueza venezolana, pero quienes están al tanto de ello no aceptan las explicaciones acomodaticias del fenómeno, tales como el agotamiento de reservas, que es propio de cualquier producto naturalmente irreproducible. El temor a una declinación de esa índole es lo que dio celebridad al editorial escrito por Arturo Uslar Pietri en el Diario Ahora, el 14 de julio de 1936, cuyo titular no podía ser más expresivo: “Sembrar el petróleo”. Siendo una sustancia agotable, el petróleo inevitablemente causó alegría y angustia por su limitada durabilidad. Parecía una ecuación sin respuesta, hasta que se dio con la solución, y la frase de Uslar la puso al alcance de todos.

En un país hasta entonces agrícola, el verbo sembrar lo entendía el más común de los mortales. Era obvio que el objeto a sembrar no sería el crudo sino los ingresos obtenibles por los impuestos aplicados, además del royalty que le quedaba a la Nación, al que se dio el nombre de “impuesto” sin que propiamente lo fuera.

En todo caso, los impuestos que se impusieron a las compañías petroleras y el royalty que le quedaba al Estado venezolano conformaron una renta pública que hizo de los hidrocarburos la primera fuente de ingresos fiscales y de divisas.

¿Acaso un aumento de la producción de petróleo podría obrar como factor compensatorio al revertir caídas transitorias?

El gran problema consiste en que, por ahora, no se trata de declives transitorios. No basta con decir que la mala gestión oficial ha puesto en crisis a la economía productiva o real: debe añadirse que la industria petrolera es parte esencial de esta crisis, que –insisto– no es para nada transitoria.

Su realidad raya en los límites de la tragedia. En circunstancias actuales, breves referencias aclararán el significado de la palabra “tragedia”, cuando mencionemos la profunda crisis del sector petrolero. Digamos, en primer lugar, que nuestra oferta de crudos y derivados se ha desplomado, y aún no da claras señales de recuperación. Y aunque la tendencia comience a revertir, el daño causado ha sido considerable.

El optimismo que, con razones, nos ha acompañado insiste en recordar que Venezuela cuenta con las más altas reservas petroleras del planeta. Se estima que un tercio de las reservas totales es venezolano. Excelente, sin duda, pero también una dura condena para quienes disponen de estos elevados recursos potenciales y nada hacen para convertirlos en activos reproductivos mediante técnicas que lo permitan. Invocando la metáfora de Uslar, en un sentido más técnico, puede decirse que su propósito es transformar una sustancia en su estado natural, irreproductiva en productiva, una vez que se le someta a procesos industriales o agroindustriales. Lo que en su estado natural solo sería potencialmente reproductivo, pasaría de la “potencia” al “acto” con el auxilio del petróleo “sembrado”.

Al ex primer ministro francés, Valéry Giscard d’Estaing, le debemos la elegante frase “el anti desarrollo económico”, cansado de términos manidos como los de subdesarrollo o en desarrollo. Pero elegantes o no, todas deben explicar cómo se pasará al desarrollo, aspiración compartida en los países previamente llamados tercermundistas. Es la inversión –preferiblemente privada– en el marco de los mercados libres y los derechos individuales como la libertad de empresa, que figura en las Constituciones vigentes de las sociedades democráticas.

Es un entramado de complejidades que la práctica constante simplifica, al punto de convertirlas en una rutina productiva. La diferencia entre socialismo y capitalismo se va haciendo difusa en la medida en que las fórmulas de uno se transfieren al otro, tales como la inversión no estatal en medio de la privatización de empresas estatales. La intensidad de estas transferencias metódicas nos precisará si estamos en presencia de un fenómeno de cambio de sistema, o de simples préstamos que no afectan el modo de producción establecido.

El fuerte viraje denominado socialismo de mercado, que se llevó por delante los restos de la Revolución Cultural aplicada en la República Popular China, cobraron un ímpetu mayor que la revolución impulsada por cuatro líderes brutales. Aunque actuaron en nombre de Mao, este reaccionó a tiempo y rescató, del peligro letal que lo amenazaba, a Deng Xiaoping, principal impulsor de la contrarrevolución cultural que sumergió al partido maoísta en un “socialismo de mercado”. Conceptualmente era un absurdo pues, bajo su forma final comunista, el socialismo equivale a la liquidación de cualquier supervivencia capitalista. No obstante, se las ingeniaron para hacer de China una potencia capitalista maquillada de recuerdos socialistas y, en lo político, un Estado totalitario maquillado de promesas liberales. Semejante viraje pasó por una colosal privatización de empresas públicas que han generado una élite millonaria de “príncipes”, muchos de ellos hijos de antiguos líderes comunistas ahora enriquecidos. La élite se ha especializado en las mejores universidades de Estados Unidos, Inglaterra y, en general, de los países desarrollados de Occidente.

La lucha entre potencias sigue latente, pero libre de la tentación de la guerra abierta o confesa, porque no ha desaparecido la regla que puso fin a las amenazas misilísticas nucleares. Esa regla, la mutua destrucción asegurada, impide el salto desde el trampolín de las amenazas bélicas al suicidio de hundirse en el cráter humeante del volcán.

Los países democráticos han dado muestras de su preferencia por usar su influencia en zonas en desarrollo en pro de la paz, la negociación directa y las elecciones libres. El voto sería el perfecto legitimador del gobierno que emane de tan considerable acuerdo político. Razón suficiente para envolverse en una negociación cuyos resultados gozarán del más universal de los respaldos.

No digo amaos los unos a los otros, digo que evitemos la muerte de unos y otros.

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Es escritor y abogado.


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