El capital humano se ha convertido en un valor comercial como cualquier otro

A partir de un relato de ciencia ficción que imagina un futuro en el que se compra y se venden a personas prometedoras, este ensayo analiza las maneras en las que ese cuento ya es una realidad.
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Este ensayo forma parte de Future Tense Fiction, un conjunto de cuentos publicados por Future Tense y el Center for Science and the Imagination de Arizona State University sobre cómo la tecnología y la ciencia cambiarán nuestras vidas. Durante 2018, Future Tense Fiction publicará mensualmente un cuento y un ensayo en el que se analizan los temas de ese cuento. Este mes, Zachary Karabell, inversionista y escritor, respondió al cuento “Overvalued”, de Mark Stasenko. Lee el cuento (en inglés) en el sitio de Slate.

 

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Durante la gran crisis financiera de 2008 y 2009, millones de personas aprendieron por las malas qué eran los derivados financieros; hasta entonces constituían una parte muy rentable pero poco transparente de las finanzas. Los derivados financieros, que surgieron en los años noventa y que crecieron exponencialmente a principios de la década siguiente, supuestamente disminuían el riesgo al permitir a los operadores bursátiles comprar y vender no solo los futuros movimientos de las acciones, sino también hipotecas, contratos de commodities, bonos y prácticamente cualquier cosa que se pudiese vender en bolsas electrónicas. Sin embargo, en lugar de atenuar el riesgo y reducir la volatilidad de los mercados, el auge de los derivados financieros tuvo el efecto contrario: los transformó en “armas financieras de destrucción masiva”, como los definió Warren Buffett en 2002. Diez años atrás, en los peores momentos, parecía que las advertencias de Buffett se iban a hacer realidad.

Desde entonces, los derivados financieros dejaron de llamar la atención del público, pero no porque hayan desaparecido. Así como ha aumentado la cantidad de derivados, también aumentó la cantidad de programas de software que realizan operaciones bursátiles. El enorme crecimiento del poder de procesamiento y, actualmente, de la inteligencia artificial significa que, cada día, se realizan más operaciones entre algoritmos que entre humanos. Además, han surgido nuevas bolsas electrónicas para satisfacer el volumen y la velocidad exigidos tanto por los derivados como por los algoritmos.

En las últimas semanas, los mercados financieros han vuelto a sumirse en el caos; tal vez sea un buen momento para preguntarnos si la calma de los últimos años hizo que nos descuidáramos. En el punto más crítico de la debacle financiera, y durante varios años después, muchos inversionistas y empresas prestaron más atención a la manera en la que la tecnología podría estar distorsionando los mercados y volviéndolos más vulnerables a la manipulación. Sin embargo, después de años de ganancias constantes, estas cuestiones quedaron relegadas a un segundo plano. Llegó el momento de volver a enfocarnos en ellas. Quizás el futuro nos depare no solo más flujos impulsados por computadoras, sino también nuevos productos que permitirán que la gente opere y venda derivados tanto de instrumentos financieros como de diversos aspectos de la vida.

Precisamente, con base en eso se construye el sombrío cuento corto de Mark Stasenko. El cuento está ubicado en un futuro cercano, en el cual el potencial de todas las personas se ha transformado en un valor operable en un Mercado de Prodigios, donde los inversionistas pueden comprar o vender a personas prometedoras.

Hay algunos elementos del cuento que ya son realidad. Desde hace muchos años, hay empresas que ofrecen seguros para aspectos vitales de fortunas y talentos individuales. Por ejemplo, Lloyd’s of London es famoso por haber asegurado las piernas de Betty Grable y la voz de Bruce Springsteen. Enron (¿la recuerdan?) se transformó, durante un tiempo, en una empresa multimillonaria al monopolizar los mercados de energía y al operar derivados financieros constantemente, al mismo tiempo que intentaba manipular precios futuros en beneficio propio. En los últimos años, en Silicon Valley, han aparecido un gran número de startups dedicadas a invertir en préstamos universitarios de graduados y estudiantes prometedores. Por ejemplo, SoFi, una empresa que surgió en base a la hipótesis de que un estudiante de Stanford representa un menor riesgo crediticio que un conjunto general de estudiantes, por lo que el estudiante de Stanford debería tener un mejor puntaje crediticio y un perfil de riesgo y un precio distintos; y Upstart, una empresa que favorece a los estudiantes de instituciones más reconocidas con mejores puntajes crediticios. Además, muchas otras startups han probado otras formas de financiamiento similares: reúnen recursos para invertir en conjuntos de individuos seleccionados según la institución o la carrera. La mayoría ha fracasado, pero si la historia sirve de ejemplo, serán las precursoras del futuro.

Por eso, el concepto en el que se basa Overvalued no tiene tanto de ciencia ficción. En todo caso, estamos más cerca de lo que creemos de un mundo en el que el capital humano se transforme en una garantía que se pueda operar, integrar a un paquete de valores e, incluso, vender al descubierto. Por ejemplo, en los deportes, las apuestas ya se ajustan dinámicamente a nuevos atletas prometedores y a la probabilidad de que dichos atletas sufran lesiones. No estamos tan lejos de aplicar ese mismo principio a estudiantes prometedores de Derecho o a los recién graduados en Administración de Empresas. Kickstarter ya nos permite invertir en otras personas y en sus sueños, entonces ¿qué tan lejos estamos de poder invertir en los ingresos potenciales de una persona para después “ponerles precio” según sus calificaciones o según sus evaluaciones de desempeño?

De hecho, la visión distópica de Stasenko del mercado de prodigios es bastante similar a lo que actualmente está intentando implementar a gran escala el Gobierno chino: cada ciudadano recibe una “puntuación social”, lo que tiene el potencial para determinar desde líneas de crédito hasta entrevistas laborales y privilegios de viaje. Las métricas que el Estado podría usar para garantizar el cumplimiento de la ley y para ejercer control constante pueden ser algo distintas a las que utiliza un fondo de cobertura para determinar la rentabilidad; pero las métricas tienen más semejanzas que diferencias. Actualmente, esas opciones ya son una posibilidad por la gran cantidad de datos que cada uno de nosotros va dejando en las redes sociales sobre nuestra vida cotidiana o por los datos acumulados por las transacciones electrónicas, desde operaciones bancarias y compras en Amazon hasta reservas de vuelos y pagos de facturas. Todos nosotros —que tenemos smartphones y cuentas bancarias— dejamos un rastro de datos que puede convertirse fácilmente en una puntuación, y esa puntuación puede utilizarse en una gran variedad de operaciones, desde positivas (como puntos y beneficios al consumidor) hasta alarmantes (como que las puntuaciones sean compradas, vendidas y rebajadas por intermediarios financieros).

Aunque estamos más cerca de lo que creemos, por suerte, todavía estamos más lejos de lo que tememos. Para empezar, las normas sociales todavía no están preparadas para eso. Podremos estar dispuestos a manipular todo tipo de instrumentos financieros y llevar empresas a la quiebra solamente para ganar dinero apostando contra ellas, pero todavía no hemos llegado al punto de hacer eso mismo con seres humanos; al menos no de manera explícita.  La puntuación social de China está llamando mucho la atención del público general, pero todavía hay una distancia considerable entre lo que el Gobierno podría querer imponer y lo que realmente puede hacer en este momento. Esas distancias, entre lo posible y lo deseable, entre lo aceptable y lo que todavía no lo es, son más importantes que las tecnologías que las acortan.

Hoy en día, el temor es que la tecnología termine por deshumanizarnos y despojarnos de nuestra capacidad de acción. Por generaciones, ese ha sido el temor a las nuevas tecnologías; solamente que, esta vez, quizás se haga realidad. Sin embargo, del dicho al hecho hay mucho trecho. Aparentemente, por ahora, y por mucho tiempo más, existen ciertos límites que la mayoría de los seres humanos no cruzaría, incluso si pudiera hacerlo.

 

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