Dos apuntes sobre arte en Nueva York

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Su padre de uno
Creo que mi padre nunca ha ido al teatro a ver una obra mía. No se lo reprocho, no ha sido por desinterés —ha leído todos los libros que he escrito—, sino por dificultades de la red de relaciones familiares, que se lo impidieron. Porque, aunque no fuera a ver las obras, mi padre me apoyaba a distancia, y le agradezco la paciencia enorme, y la confianza inmotivada que me tuvo en los largos años en que andaba yo extraviado adentro de mí mismo y parecía que ya no iba a levantar cabeza.
     Como sea, hay un momento, que aparece más o menos temprano, en el que ya no tiene importancia que los padres de uno aprueben o desaprueben los trabajos que hacemos. Y, sin embargo, hay una zona sensible por ahí. No en balde se dice, por ejemplo, que "los hijos no queremos nunca que nuestros padres se enteren de las humillaciones que hemos sufrido".
     Me acordé de todo esto la mañana de lluvia en que leí en el periódico una conversación del dramaturgo Sam Shepard con Mel Gussow, en la que Shepard recuerda a su padre. Dice así:
     "Sólo una vez Rogers [padre de Sam] vio una obra escrita por su hijo, escribe Gussow, Buried Child [Niño sepultado], en un teatro en Santa Fe. Estaba borrachísimo [stoned drunk, equivalente a hasta el gorro], refiere Mr. Shepard, y empezó a gritarle a los actores que lo que estaban representando no era verdad, que él lo sabía porque él figuraba en la obra. Entonces lo echaron del teatro [kicked him out, literalmente, lo patearon fuera]. Cuando explicó que él era el padre del dramaturgo, lo dejaron entrar de regreso, continúa Gussow, y empezó otra vez a hablarles a los actores."
     La escena parece salida de una obra del propio Shepard. Así como dicen que los pintores figurativos tienden a pintar las caras de todo mundo como creen que es su propio rostro, ¿podrá ser que nuestras obras de teatro se parezcan, le den un aire, a nuestro padre? Bueno, a veces. Mis obras, sobre todo las últimas, le dan un aire, lejano, a mi padre. Pero algunas son muy diferentes, y hasta, en cierto sentido, opuestas. Ámbar, que trata de un viejo cazador, se la dediqué a él.
     El poderoso y conflictivo padre de Shepard salió en 1984 borracho de una cantina, y un coche lo atropelló y lo mató.

¿Qué habría dicho de esto José Clemente Orozco?
Hace unos años publiqué una novela fantasiosa en la que hablaba de cuadros en movimiento, en los que las escenas cambiaban, se transformaban. Y decía un crítico, por ejemplo, "el cuadro está bien, aunque es muy largo, no acaba nunca". Pues bien, esos cuadros en movimiento, que creí distantes e imaginarios, ya están aquí y son cosa de todos los días. En la exposición Moving Pictures [Imágenes en movimiento], en el Museo Guggenheim, de videos y fotografías, casi todos los "cuadros" colgados están en movimiento. El plato fuerte son los murales de Bill Viola en el último piso del museo: un cuarto enorme, alargado, oscuro, con cinco frisos muy grandes que refieren, de manera moderna, el Libro de los Muertos del antiguo Egipto. Estos cinco "murales" son, claro, cinco videos realizados con la impecable pericia a que Viola nos tiene acostumbrados en la high definition video technology.
     Y yo veía eso con mi hijo Sebastián, que estudia aquí cine. Duran 35 minutos en total, y me preguntaba: Orozco, tan impaciente, tan enojado, tan crítico siempre, ¿qué habría dicho de estos murales? No lo sabemos, Orozco era impredecible. ¿No dijo que los cuadros de Seurat eran tan puros que debían colgarlos en las iglesias? ¿No pintó él mismo un enorme mural abstracto en la Escuela Normal? No es lo mejor que hizo, aceptémoslo, pero hizo ese mural abstracto.
     El arte avanza, como siempre, y avanza hacia lo que no es familiar, lo desconocido. Y algunos se precipitan y condenan en masa. Yo no. Me atrae lo nuevo. Pero no indiscriminadamente, porque sé bien que en lo nuevo abunda también el bodrio insustancial. ¿Y por qué no iba a abundar? El arte es bueno o magistral porque es bueno o magistral, no porque sea nuevo. Pero, a veces, siento que algún artista acierta y hace una redonda maravilla. No es el caso con estos murales de Viola: me parecen sobreelaborados, no alcanzan esa condición del gran arte que llamamos simplicidad: son de una grandiosidad demasiado forzada. En vernáculo: le echa tanta crema a sus tacos que no sabemos a qué saben.
     Los frisos de Viola tienen, sin embargo, un mérito: el mérito de ser ambiguos, inquietantes.
     Porque, y esto es lo último que digo, el arte actual (instalaciones, videos y demás) se ha alejado de la pintura, de los valores sensuales de la pintura, lo que es perder mucho, creo. Pero a cambio se ha acercado a la poesía. Ha venido a ser algo como poesía visual, tiene ese misterio, esa preocupación, esas ansias de significado oblicuo que tienen los poetas al usar las palabras, pero usando objetos, imágenes y otras cosas. ~

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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