Don Samuel

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Don Samuel (Ruiz) pertenece a la misma generación que don José (Ratzinger), ahora Benedicto XVI. Los dos participaron en el Concilio Vaticano II, antes del fatídico parteaguas de mayo del 68; para ambos el Concilio fue trascendental y lo tomaron muy en serio. En aquel momento las trayectorias de estos dos hombres de iglesia se cruzaron: don Samuel venía de la derecha y el joven Ratzinger de la izquierda teológica. Luego las trayectorias volvieron a separarse, don Samuel siguiendo las huellas progresistas del brillante teólogo alemán; aquel, horrorizado por la rebelión de sus estudiantes y preocupado por el coqueteo marxista de cierta teología de la liberación, se replegó en una trinchera más conservadora. Inte-resante va y viene, sube y baja en las gradas de la Iglesia católica que, como bien se sabe, es una inmensa catedral con naves, una a la derecha de la nave central, otra a la izquierda, sin contar con las múltiples capillas laterales.

Don Samuel nació en 1924 en una pequeña ciudad del Bajío mexicano, ese epicentro de la historia nacional y del catolicismo mexicano, marcado por un triple mestizaje: cuna de la Independencia, escenario de las grandes guerras del siglo xix y también de la Cristiada y de la Unión Nacional Sinarquista. Precisamente, los padres proletarios de don Samuel fueron militantes sinarquistas de primera fila y su hijo conservó siempre un recuerdo emocionado y admirativo de un movimiento que Fernando Benítez definió muy bien:

 

Un pueblo religioso marcado por el estigma de la esclavitud sólo ve la salvación en un profeta, en un místico que le anuncia la entronización del reino de Cristo, y ese profeta era [Salvador] Abascal, acompañado de su cortejo de mártires. El sacrificio debería fundar el augusto orden de los papas medievales, desaparecería la autoridad espuria de Cárdenas el ateo, y se establecería la autoridad del verdadero Dios.1

 

Don Samuel le conservó siempre un gran cariño, algo nostálgico, a este movimiento que consideraba como cívico, pacífico, popular y cristiano. Sin duda fue un movimiento de masas populares y católicas que, a diferencia de la Cristiada, no optó por la lucha armada. Como niño, como seminarista, don Samuel vivió ese último gran enfrentamiento entre la cristiandad mexicana y el Estado revolucionario: se le quedó de esta experiencia una gran desconfianza para con todos los gobiernos, reforzada por su visión de la historia de México como una prolongación del conflicto de “las dos espadas” entre la Iglesia medieval y los príncipes, conflicto renovado a la hora del liberalismo del siglo xix y de la Revolución del siglo xx. Por eso pertenece a una generación que recordaba con claridad la frase de San Bernardo: “Nosotros aquí somos como guerreros en el campamento, tratando de tomar el cielo por asalto, y la existencia del hombre sobre la tierra es la de un soldado.” Guerrero en el campamento, siempre en movimiento, en el pensamiento y en el espacio, tal fue don Samuel, quien sufrió una verdadera “conversión” a la hora del Concilio y se “aindió” al contacto de sus feligreses chiapanecos, en una diócesis que rigió durante cuarenta años.

Cuarenta años turbulentos, los de la guerra fría y de la Revolución cubana, de las dictaduras militares en América Latina y de la teología de la liberación, del Concilio y de la Conferencia episcopal latinoamericana de Medellín, del “compromiso con los pobres” y del movimiento estudiantil, de la caída del Muro de Berlín y de la desaparición de la urss, de las guerrillas y de nuestra interminable transición a la democracia, de la sorpresa del Año Nuevo de 1994, con la toma de San Cristóbal por un desconocido Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que inventó la ciberguerrilla y lanzó tanto al subcomandante Marcos como a don Samuel a la fama mundial. Tiempos de Chiapas y tiempos de México, tiempos de América y tiempos del mundo, tiempos de la Iglesia católica que va de la derecha a la izquierda y luego al centro, si no es que a la derecha…

Don Samuel, quien estudió en el Pío Latino de Roma y fuera sacerdote, maestro y doctor antes de ser director de seminario, llegó a ser obispo de San Cristóbal de las Casas pasados los 35 años. Poco después participó en el Concilio, e invitó a jesuitas, dominicos, sacerdotes de otras diócesis y países, hermanos maristas, monjas de México y Europa a trabajar con él, renovando por completo el personal eclesiástico. Se lanzó con entusiasmo al estudio y promoción de las lenguas indígenas, consultó a los antropólogos, recorrió a pie y a caballo los Altos de Chiapas, resucitó la figura tradicional y olvidada del catequista; todo esto le valió la amistad de quienes lo saludaban como “Tatijk” o Tata Grande, mientras que su activismo social le ganaba la enemistad del grupo en el poder. Acusado en Roma de ser el autor, por lo menos intelectual, del levantamiento
de enero de 1994, denunciado desde antes por el gobierno (local y federal) y por el nuncio, el tristemente famoso Girolamo Prigione, don Samuel recibió el apoyo solidario, si no entusiasta, del episcopado mexicano. El Vaticano se tomó su tiempo antes de dar su veredicto, pidió informaciones, escudriñó expedientes y hojas de servicio. Finalmente, en la curia romana, don Samuel tuvo un gran defensor, el cardenal francés Etchegaray, anteriormente arzobispo de Marsella, muy comprometido con los pobres. El cardenal convenció al papa Juan Pablo II, quién recibió amistosamente a don Samuel y lo mantuvo en su sede episcopal.

Además, al papa polaco no le desagradaba que un obispo fuese capaz de chocar con el César al organizar y despertar a su grey; aceptó, contra los informantes denunciadores, que don Samuel había efectivamente intentado prevenir el levantamiento, contra los partidarios impacientes de la lucha armada, decepcionados por una lucha cívica tan tenaz como interminable. Juan Pablo II, quien había tenido, unos meses antes, en Valladolid, Yucatán, un encuentro con los pueblos indígenas, no podía dejar de admirar un proyecto en el cual se percibía el eco de las palabras de Motolinía, uno de los famosos “doce primeros” apóstoles de la conquista espiritual del siglo xvi:

 

Estos indios casi no tienen estorbo que les impida para ganar el cielo, de los muchos que los españoles tenemos y nos tienen sumidos, porque en su vida se contentan con muy poco, y tan poco, que apenas tienen con que vestir y alimentarse. Su comida es muy paupérrima, y lo mis-mo es el vestido. Para dormir, la mayor parte de ellos no alcanza una estera sana, no se desvelan en adquirir ni guardar riquezas, ni se matan por alcanzar estados ni dignidades. Con su pobre manta se acuestan, y en despertar están aparejados para servir a Dios.

 

En otras palabras, le oí decir lo mismo a don Samuel.

El papa le tuvo tal confianza que, cuando le expresó su negativa a ordenar hombres casados, diáconos que habían manifestado durante diez y veinte años ser cristianos ejemplares, lo hizo en términos más humanos que pontificales. Le dijo textualmente que, como hombre de su generación, es decir como católico polaco, seminarista, sacerdote, no podía concebir un sacerdote casado; una imposibilidad cultural, para nada dogmática. Hasta le dijo que no daba el carpetazo al expediente, que dejaba la decisión al próximo papa…

Quizá don Karol (Wojtyła) estaba pensando en su fiel amigo y colaborador, José Ratzinger, el futuro Benedicto XVI, quien en el Concilio había peleado por “la transición de una actitud conservadora a una actitud misional”, en la buena compañía de Karl Rahner, Hans Küng, Yves Congar. Un Ratzinger que defendió en 1970 una reforma urgente del carácter obligatorio del celibato sacerdotal. Proponía el regreso a la tradición antigua, la de las Iglesias ortodoxas, pero también de las Iglesias orientales unidas a Roma, la tradición que permite ordenar hombres casados y exige el celibato únicamente a los obispos. Esa propuesta fue examinada en el Sínodo de 1971, cuando Pablo VI quiso tomar el parecer de los obispos del mundo. Los europeos votaron a favor de la reforma del celibato, pero los latinoamericanos y africanos se opusieron y consiguieron la mayoría. El sucesor de Juan Pablo II dio el carpetazo al expediente.

No estoy escribiendo una apología de don Samuel, sino evocando la figura de una “príncipe-obispo”, título frecuente en la Edad Media europea, cuando el obispo tenía que asumir, como Agustín en Hipona sitiada por los vándalos, la defensa de la “ciudad” en todas sus dimensiones temporales y espirituales. Se puede criticar el “clericalismo” de don Samuel, y su autoritarismo, pero le tocó, como a estos “príncipes-obispos”, asumir una función de sustitución, porque el César no hacía lo que le tocaba, impartir la justicia, mantener la paz, para empezar. No estaba usurpando las funciones del poder secular, sino llenando el vacío. Frente al déficit de legitimidad del César, intentó frenar a los que había despertado y que marchaban a la guerra; al fracasar en dicho intento (no invento nada, su esfuerzo está muy documentado), le apostó al “acompañar al pueblo, aunque esté equivocado”, y aceptó, un tiempo, las funciones de mediador.

A la hora de su muerte, recordé las palabras de San Agustín:

¡Si supieras el don de Dios y lo que es el cielo! ¡Si pudieras ver desarrollarse bajo tus ojos los campos y los horizontes eternos, los nuevos senderos por los cuales estoy caminando! ¡Si pudieras, como yo, ver la belleza delante de la cual todas las bellezas palidecen! Me verás de nuevo, transfigurado por el éxtasis y la felicidad, avanzando en los nuevos senderos de la luz y de la vida, bebiendo con alegría, cerca de Dios, una bebida de la cual uno no se cansa nunca.

 

Don Samuel tenía la fe de San Agustín, “la fe del carbonero” y de Blas Pascal. ~

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