Doble Ford

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Tal vez a Ford Madox Ford no le convino su seudónimo. No fue, como Mark Twain, la adopción de una medida del río Mississippi o, como Joseph Conrad, una cortesía con el lector inglés. El nombre de Ford había sufrido variaciones que fueron significativas porque era nieto de Ford Madox Brown, famoso pintor de la época, y sus relaciones familiares incluían a otros prerrafaelitas, como sobrino que era de William Rossetti, el hermano de Dante Gabriel y Cristina, y su verdadero nombre era Ford Hermann Hueffer, hasta que durante la Primera Guerra lo cambió por el sonoro nombre repetido de Ford Madox Ford. Fue además un católico converso que mantuvo relaciones más o menos legales con varias victorianas adelantadas, como Violet Hunt. Tanto su conversión al catolicismo como su cambio de nombre fueron tardíos, entre otras cosas porque su germanismo no le hizo ningún bien durante la guerra, a la que se incorporó bien tarde.
     Además le tocó en suerte —o desgracia— haber colaborado con Conrad al menos en dos novelas: la decepcionante Romance, que se le anotó como un fracaso personal, mientras que su colaboración en Nostromo, notable por demás, nunca le fue significativamente atribuida aunque era considerable. Fue escrita en tiempo récord para ayudar a Conrad a cumplir su contrato, pues padecía una enfermedad de marino: no náuseas pero sí gota. Conrad comía y bebía demasiado (también Ford), y siempre estaba escaso de dinero y de tiempo (como Ford también). Luego, en sus recuerdos de Conrad, llegó Ford a afirmar que la única de las grandes novelas de Conrad fue Bajo la mirada de Occidente, en la que "nunca puso un dedo". (Es tal vez por eso que la consideraba la mejor novela del escritor polaco.)
     Ford vivió mucho, escribió mucho y tuvo muchos líos con mujeres entonces famosas —o hechas famosas por su familiaridad en la cama y en la página. Como el notorio caso de Jean Rhys, que fue la última de sus amantes literarias. Así pudo escribir en una carta: "Es monstruoso, pero después de todo la castidad en Constantinopla siempre se ve como un vicio". Ford, que era alto, pálido, con cara de pez y bigote de morsa, resultaba muy atractivo a las mujeres —sobre todo si tenían algo que publicar.
     Pero también ayudó a muchos hombres sin querer llevarlos a la cama. Ocurre que durante toda su vida fue un paladín de los jóvenes y un animador de la cultura inédita desde las revistas que fundó. Primero fue la influyente English Review en 1908, que editó hasta que se la quitaron por deudas. No contento con este fracaso inicial, fundó mucho más tarde la Trasatlantic Review. En las dos publicó a famosos y a infames (para él), entre los que estuvieron James, Hardy y Galsworthy, y llegó a presentar a Pound, a Wyndham Lewis y D. H. Lawrence. Los desagradecidos fueron más de uno, Conrad el primero, a quien, contra el consejo de Polonio a su hijo Laertes, llegó a prestar el dinero que no tenía. Su último agraciado desgraciado fue Ernest Hemingway, al que delegó la dirección de su revista, para que muchos años más tarde, cuando ambos habían muerto, dejara un testamento de veras ingrato: ocurre en A Moveable Feast (título incorrecto que Ford seguramente hubiera corregido) al confundirlo en su vejez con un personaje desagradable de la época, el diabolista Alastair Crowley. ¿Cuál fue el crimen que engendró este castigo? Ford no sólo soportó la infidelidad de Hemingway cuando lo hizo su director adjunto, sino que publicó una elogiosa introducción a su novela Adiós a las armas, cuando la publicó en Nueva York la Modern Library. A Hemingway, como lo comprobaron su mentor, Sherwood Anderson y Scott Fitzgerald y Gertrude Stein, lo peor que se le podía hacer era obligarlo a que debiera un favor. Sobre todo un gran favor.
     Pero no he venido aquí a enterrar a Hemingway ni a resucitar a Ford Madox Ford, sí a elogiar su obra maestra, El buen soldado, publicada en 1915, novela con que derrotó a Henry James (que lo llamó entonces le jeune homme modeste) en su propio juego de las identidades y el amor. Como advirtió el crítico Cyril Connolly muchos años después en La tumba sin sosiego: "Mientras más libros leemos más evidente se hace que la verdadera función de un escritor es producir una obra maestra". Para concluir: "y ninguna otra tarea es de cierta consecuencia". –

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