Dinámica interactiva

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Para muchos comunicólogos, pedagogos y artistas de vanguardia, la dinámica interactiva es una conquista social que puede contribuir a democratizar la información, el entretenimiento y la creación artística, pues gracias a ella la relación entre el emisor y el receptor de los mensajes dará un giro de ciento ochenta grados, que impedirá los abusos de poder en los medios de comunicación. Sin embargo, algunos escépticos no hemos podido apreciar las bondades del juguete nuevo, y sí en cambio los estragos que está causando en la cultura de masas. La participación del público en un espectáculo no es necesariamente un síntoma de actividad mental, como bien saben los animadores profesionales. Cuando el vocalista de una orquesta ordena a la gente levantarse a bailar La Macarena en un banquete de bodas, y marca los pasos a su dócil rebaño, el público participa activamente, pero se deja manipular en forma grotesca. Lo mismo sucede cuando la conductora de un talk show amarra navajas entre dos rivales amorosas para incitarlas a deschongarse, y después las regaña por no mantener la cordura. Ahora que están de moda las encuestas interactivas en los noticieros, propongo hacer la siguiente pregunta al teleauditorio: ¿Es un avance o un retroceso pasar del estado vegetativo a la categoría de perro amaestrado?
     Sin duda, la dinámica interactiva permite conocer con mayor precisión las opiniones del público, y ahora es más fácil que nunca ceñirse a sus gustos para abolir la frontera entre el espectador y el comunicador. Pero ese mecanismo no es nuevo, ni benéfico para el público, pues ha producido incontables aberraciones, lo mismo en la mercadotecnia televisiva que en los aparatos de control ideológico de los regímenes totalitarios. En su reciente visita a México, Vargas Llosa recordó que en tiempos de la Revolución Cultural China el Estado quiso erradicar el individualismo burgués de la creación literaria, y los novelistas fueron obligados a escribir bajo la vigilancia de un comité formado por obreros y campesinos, que podía modificar a su antojo el contenido del texto. El resultado fue una literatura de paupérrima calidad, con situaciones previsibles y héroes positivos rellenos de paja. El capitalismo ha llegado al mismo infierno por el camino del interés comercial, pues la colectivización del arte se practica a gran escala, con métodos más refinados, en la producción de telenovelas y churros hollywoodenses. Sin saberlo, Valentín Pimstein es un maoísta de línea dura, pues graba sus telenovelas casi al parejo con la salida al aire de los capítulos, y cuando el rum-bo de sus historias no complace al público masivo, cuyas preferencias conoce por medio de encuestas, lo modifica de inmediato para subir el rating, así tenga que matar a un protagonista o sacrificar la coherencia del argumento.
     Precursores de la dinámica interactiva, Pimstein y los comisarios políticos chinos pueden ser acusados de muchas cosas, menos de ignorar la vox populi, ya que sus engendros fueron pergeñados con estricto apego a la voluntad general. Pero lo interactivo está de moda y muchos ingenuos creen que la participación del público en la confección de argumentos telenoveleros no sólo es un logro social, sino una panacea estética. En fecha reciente, los productores de El candidato convocaron a su auditorio a proponer finales para la telenovela, y anunciaron con bombos y platillos el resultado de la encuesta, como si el mayoriteo mercadotécnico fuera una garantía de calidad literaria. Con el mismo criterio, la XEW acaba de lanzar al aire La herencia, una radionovela interactiva donde el público es invitado a resolver por correo electrónico los enigmas de una intriga policiaca. Si estos experimentos tienen éxito, en el futuro el público elegirá democráticamente sus evasiones sin depender de ningún intermediario, salvo el centro de cómputo encargado de tomarle el dictado. Enhorabuena —dirán los populistas de izquierda y derecha—, entonces el genio popular tendrá un medio de expresión libre de interferencias. Pero una masa se compone de individuos, y como la dinámica interactiva sacrifica el gusto personal en aras de la uniformidad, limita las opciones del televidente en lugar de ampliarlas. Lamayor muestra de respeto a la masa es ayudarle a dejar de serlo, no imponer a los individuos el gusto mayoritario.
     Por fortuna, en México los noticieros de televisión han dado cabida a una pluralidad de voces independientes que reivindican la singularidad en un medio amenazado por la colectivización. Pero el diálogo de persona a persona debería extenderse también a los géneros de entretenimiento, para favorecer a los individuos que se resisten a la masificación en condiciones económicas y culturales precarias. En las expresiones más altas del arte popular, la interacción entre el público y el creador es constante y plena, sin necesidad de un teléfono o una computadora que recoja las opiniones del auditorio. Hasta ahora nadie ha escrito telenovelas para expresarse, pero si los formatos de las historias fueran menos rígidos, muchos escritores talentosos sin prejuicios elitistas tendrían la oportunidad de hablar en privado con millones de espectadores —algo muy diferente a escribir para la multitud—, como lo han hecho en Brasil Jorge Amado y Rubem Fonseca. Un texto dramático inteligente ilumina y enriquece al público mucho más que la elección mecánica entre a, b y c. No por ello la telenovela dejaría de ser un género masivo; pero los miembros de la masa tendrían la oportunidad de pensar por su cuenta, en vez de limitarse a saltar cuando el domador les toca el pandero. –

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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