Daniel Lezama o la otredad pictórica

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La analogía —condición sincrónica de la modernidad— no fusiona la dualidad sino une lo diverso. Yo otro. Yo otros. La presencia del otro, su transfiguración en la persona plural. Daniel Lezama lo plasma como imagen que sucede. Lo suyo es la narrativa de la experiencia de pintar-mirar un cuadro. Artista espectador, espectador artista. Lezama pinta al otro, a los otros. ¿Quiénes son? El maestro de ceremonia de la obra que da título a la exposición, Juan Gabriel, que canta la otredad, “Hasta que te conocí…”, es uno de esos otros. Conocer al otro a partir de uno. Lezama decide pintar “La gran noche mexicana” como es esa noche en su imaginación. Es decir, no dice la última palabra ni la única verdad de esa noche. Es la verosimilitud del cuadro lo que atrae. Nada menos complaciente ni más preciso que la verosimilitud de esta obra que pone en crisis a los críticos ávidos de definiciones o astutas o exquisitas.
     Daniel Lezama tiene la experiencia de la otredad como punto de partida. No es una meta, es algo de lo que se parte. A la experiencia de la otredad no se llega sino se viene de ella. Es una combustión lenta, interna, como en el poema “Salamandra” de Octavio Paz, donde el anfibio encarna esa experiencia, pues la salamandra es “una u otro”; geometría abstracta de la experiencia de la otredad. Daniel Lezama pasó su infancia en un lugar de Tejas. México fue desde entonces lo otro. Lo otro que es él. No su parte enemiga, con la cual buscaría conciliarse naturalmente. No su otro yo. Ni alter ego ni subego. Tampoco el uno unitario sino el uno que se reproduce. Así, México es visto e imaginado en sus aspectos diversos y sus rasgos singulares. Esto en pinturas donde el claroscuro nos dirige al mito de la caverna. En obras en las que diversas tradiciones premodernas y postmodernas se amalgaman y sintetizan; con ese naturalismo que escapa a la sentimentalidad embustera de los nacionalismos y señala su diferencia. Lo mexicano, no como una máscara, sino como una desnudez pervertida.
     La expresión virtuosa no carece de espontaneidad. Pues estos cuadros no siguen proceso previo. Ni boceto ni idea. El concepto se revela en la superficie del lino, maestría que concibe sus instrumentos y sus materiales como extensiones del cuerpo, de su imaginación. Daniel Lezama no centra su eficacia en la temática ni en el sustrato discursivo de la voluntad de representación, porque, en todo caso, como el poeta, presenta lo que muestra: el pulso ontológico de una realidad identitaria que fascina, sorprende, exacerba e incita a ser vista, a convertirse en color, forma, volumen, luz, sombra. Las composiciones de Lezama no buscan resaltar la temática sobre lo mexicano, ni generar un relato; su narratividad tiene que ver más con lo dramático, en su sentido etimológico de acción. Porque siempre en sus cuadros algo sucede. El espacio es tiempo que transcurre. La mirada transcurre en ese momento de percepción directa. No son obras en busca de su espectador, sino acciones que atraen la mirada generando una experiencia hecha de referentes diversos.
     Daniel Lezama entiende la pintura en su contexto actual y no padece el vértigo de la plástica frente a lo visual ni viceversa, pues su capacidad de expresión trasciende los falsos lindes del arte contemporáneo. Entre un cuadro y una instalación, entre una fotografía intervenida y la memoria videograbada de un performance, las diferencias son técnicas, no sustanciales. Ninguna es sustitutiva de la otra. Así, despreocupado del falso problema de la muerte de la pintura, Lezama nos participa de una era imaginaria de México, donde tiene lugar una simbiosis de lo antiguo con lo moderno, de lo actual con el pasado inmediato. Pintar, no lo mexicano, sino a los personajes que lo encarnan. Crítica e ironía, parodia y entrecruzamiento de signos presentes en el tiempo presente. Se trata de radicalizar sus medios, sus posibilidades expresivas, hasta el punto de hacer de la pintura una cosa. Una casa que es una imagen en metamorfosis perpetua. Porque, en el acto de pintar, entra en juego la imagen como semejanza, como espacio de confluencia e identidad. La intención de Daniel Lezama en sus pinturas es clara: sus personajes significan, no son símbolos estáticos sino signos en constante metamorfosis. Hay una realidad señalada que los motiva, una fabulación que los recrea: de esa manera queda abolido el discurso de la razón y brota lo irradiante que está en los aspectos menos agradables del espíritu, en su espacio mexicano.
     Cómo entender entonces obras como “La pequeña noche mexicana” o “El manantial”, sino como imágenes posibles, potenciadas del mismo modo en que los mitos, locales o globales, están presentes en la diversidad de la vida diaria. Y es en ésta donde se dice con frecuencia que uno “se va a morir en la raya”. Lo que en la obra y la experiencia de Daniel Lezama se parodia diciendo: “morir en la imagen”… para renacer en ella. –

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