Visiones desde la cuarentena: Bogotá (segunda entrega)

¿Por qué "Sopa de Wuhan", una antología saludada como el “diagnóstico más lúcido de los tiempos modernos” ahora se mete bajo la alfombra con vergüenza? En esta serie reunimos reflexiones sobre la cuarentena más extensa de la historia.
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La (indigesta) sopa de Wuhan

 

Hace aproximadamente un mes un número inverosímil de las conversaciones en Colombia tenían como protagonista al libro Sopa de Wuhan, editado en Buenos Aires por la editorial ASPO y distribuido de forma gratuita a través de una multitud de redes sociales. Treinta días más tarde, ya nadie lo menciona en ninguna parte, a tal punto que es como si nunca hubiera existido. ¿Por qué una antología saludada como el “diagnóstico más lúcido de los tiempos modernos” ahora se mete bajo la alfombra con vergüenza y además se mira en otra dirección cuando alguien comete la imprudencia de mencionarla?

Yo supongo que parte del rechazo tiene que ver con algunas constataciones mínimas. No bien Giorgio Agamben nos suelta en el primer texto que estamos frente a “la invención de una epidemia”, el lector que somos usted y yo siente deseos de cerrar el libro con un golpe. Agamben escribió esa columna el 26 de febrero, cuando en Italia se infectaban unas cien personas al día por causa del coronavirus. ¿Cuántos positivos más, se pregunta uno, necesitaba para convencerse de que el asunto iba en serio?

La antología sigue un curso parecido con los ensayos de Slavoj Žižek y Franco “Bifo” Berardi, pero en sus casos no es por compartir la ceguera del filósofo italiano, sino por algo que me gustaría llamar la monomanía hermenéutica. En sus respectivos alegatos, tanto Žižek como Berardi insisten en que “el coronavirus es un golpe al capitalismo”, “lo imprevisto que hemos estado esperando”. Por consiguiente, opinan, debemos saludarlo con entusiasmo porque a lo mejor es “la vía de salida que no conseguíamos encontrar” y porque tal vez nos conduzca a la “reinvención del comunismo”, o porque de pronto “lo que no ha podido hacer la voluntad política podría hacerlo la potencia mutágena del virus”, frases que ya escribieron en ocasiones anteriores y que ahora simplemente se limitan a repetir con su respectivo toque de aggiornamento. Esta proliferación de condicionales no es gratuita: como el terreno de ambos es la especulación, resulta inútil pedirles que se fijen en lo que efectivamente está pasando, no en lo que quizás –sí: quizás– deje marcas permanentes en el futuro inmediato.

Ahora bien: si para ambos está claro que la actual pandemia podría conducir al colapso del sistema en que vivimos, para los demás el asunto dista de ser tan sencillo. ¿Quién está seguro de que el coronavirus tendrá consecuencias políticas significativas en la mayoría de los países de Occidente? La única respuesta honesta en estos momentos es “nadie” y ese dictum aplica con la misma fuerza para Žižek, Berardi y los de su cuerda (prácticamente todos los autores del libro) como para filósofos en las antípodas, en particular el surcoreano Byung-Chul Han.

Jean Luc Nancy, autor del para mi gusto mejor ensayo de Sopa de Wuhan, insinúa que de esta crisis solo quedarán “convicciones nuevas en lo que respecta a los hospitales y la salud pública, las escuelas y la educación igualitaria, el cuidado de los ancianos y otras cuestiones del mismo género”. Quizá resulte demasiado poco para quienes llevan décadas ansiando el derrumbe del capitalismo, pero esa tímida profecía resulta más creíble si la acompañamos de dos preguntas ineludibles. Tres meses atrás ningún arúspice vio en sus respectivas bolas de cristal que una pandemia pondría en jaque al mundo: ¿cómo es que ahora saben con tanta certeza cuál será el rostro del mañana? Más aún: ¿qué nos garantiza que ese futuro largamente esperado no resulte peor que nuestro insatisfactorio presente?

A despecho de lo anterior, me parece que el globo del entusiasmo con Sopa de Wuhan no se ha desinflado tanto por los diagnósticos apresurados o las fantasías utopistas, como por las inverosímiles recomendaciones prácticas de algunos de sus autores. Después de instruirnos sobre el estado actual del universo, a Paul B. Preciado apenas se le ocurre que en estos días de confinamiento debemos “apagar los móviles, desconectar internet y utilizar el tiempo y la fuerza del encierro para estudiar las tradiciones de lucha que nos han ayudado a sobrevivir hasta aquí”. La filósofa Patricia Manrique no le va a la zaga: nuestra principal urgencia, dice, es ser “hospitalarios” con el coronavirus, ya que, como todo el mundo sabe, “la serpiente neoliberal no es nada pero nada hospitalaria con el acontecimiento”. Las palmas, sin embargo, se las lleva la activista boliviana María Galindo cuando nos exhorta a “rebuscar en los libros de medicina ancestral” y a fabricar, “con ayuda de nuestros kolliris”, unos nebulosos “remedios no farmacéuticos”. En su docta opinión, el covid-19 se cura con “coquita para resistir el hambre, harinas de cañahua y sopa de quinua”.

No sé cómo interpretarán estos consejos en otros lados. A mí me parece obsceno, por no decir sádico, sugerirle a gente encerrada en sus viviendas, sin chance de ver a sus seres queridos y temerosa por el curso actual de los acontecimientos que renuncie a sus escasos canales de comunicación para dedicarse a leer, qué se yo, los Comprimidos psicológicos de los revolucionarios criollos de Biófilo Panclasta. A mí me resulta risible, involuntariamente cómico, combatir la nociva metáfora militar de “estamos en guerra contra el virus” con otra todavía peor, en la que tratamos a la pandemia como a un familiar llegado de tierras lejanas al cual le ofrecemos una hospitalidad que nadie sabría en qué consiste. Pero me quedo perplejo, sin palabras, sin adjetivos, ante quienes invitan no solo a infectarse deliberadamente con el virus, sino a seguir prácticas médicas y alimenticias sin ninguna eficacia terapéutica contra el covid-19. “Cultivar el contagio, exponerse al contagio y cambiar de dieta para sobrevivir”. Tal es la fórmula de María Galindo. ¿Cómo se abre el diálogo con gente cuya ideología los obliga a preferir la muerte antes que someterse a lo que ellos identifican como una coerción estatal inaceptable?

Por mal que suenen, estos consejos no son lo más deprimente de Sopa de Wuhan. Obsesionados con la biopolítica de Foucault, ansiosos por asistir al desplome del neoliberalismo, desesperados por denunciar al Leviatán farmacéutico que nos pondrá las cadenas de una nueva servidumbre e impacientes por alertar sobre los peligros de que el estado de excepción se convierta en el paradigma normal de gobierno, ningún autor del libro repara en que la pandemia ha desatado una pugna feroz, hasta ahora irresuelta, entre centralismo y federalismo. Este inesperado brote de autonomía local dista de ser una exclusividad colombiana: el actual contencioso entre Iván Duque, presidente de Colombia, y Claudia López, alcaldesa de Bogotá, tiene paralelismos inquietantes en, para solo mencionar casos de nuestro continente, la rebeldía de los gobernadores mexicanos con Andrés Manuel López Obrador, las diferencias públicas del exministro de salud brasileño Luiz Henrique Mandetta con Jair Bolsonaro o los prácticamente diarios enfrentamientos entre las autoridades neoyorquinas y Donald Trump.

Dado que la solución a la pandemia puede tardar meses; dado que vivir en riesgo permanente de contagio podría convertirse en una inédita forma de normalidad, el choque de poderes está lejos de ser un desencuentro episódico. Nos anuncia la aparición de grietas en las cadenas de mando democráticas; nos muestra una erosión tan notable en la credibilidad de los gobiernos y organismos centrales que tal vez no solo se dificulte la reacción conjunta ante la pandemia, sino que los poderes locales acaben fortalecidos de formas que hubieran sido impensables hace apenas tres meses. Ante ese conflicto –real y verificado en multitud de países del mundo–, la convocatoria de un “parlamento universal de los cuerpos” propuesta por Preciado o el “gobierno global” añorado por Žižek no dejan de ser fantasías impracticables de gente muy ufana de sí misma.

Y así llegamos al meollo del asunto. Ya que una característica del ensayo es aventurar conjeturas y planear sobre el vacío, no reprocho que los autores de Sopa de Wuhan se empecinen en sus diagnósticos futuristas, por más discutibles que sean. Sin duda es fatigoso oír, una y otra vez, la monserga de que nos encontramos ante una amenaza imaginaria, una nadería magnificada por el totalitarismo con el fin de uncirnos a su yugo (según Santiago López-Petit, “permanecemos encerrados en el interior de una gran ficción con el objetivo de salvarnos la vida”); a no dudarlo, irrita la repetición constante, monomaníaca, de que el Estado se ha servido de la pandemia para reforzar el control sobre nuestras vidas e intensificar un estado de excepción al que, de forma más o menos tácita, ya estábamos sometidos desde hacía mucho tiempo (lo que en realidad ha mostrado la crisis es que ese biopoder supuestamente omnipotente y omniabarcador ni siquiera es capaz de dotar de tapabocas a los hospitales); en fin, no cabe la menor duda de que arruina el talante escuchar a lo largo de doscientas páginas el mantra de que –son palabras de Raúl Zibechi– la pandemia dizque será “la tumba de la globalización neoliberal”.

Por más que nos causen impaciencia, ninguna de estas cuestiones incide, o incide más bien poco, en la ruina de Sopa de Wuhan. Lo verdaderamente problemático, lo que a mí y supongo que a muchos lectores nos produjo un rechazo instantáneo es que, con mayor o menor sutileza, un buen número de los autores de la antología criminaliza a la población. María Galindo sostiene con todas las letras que quien acata la cuarentena es un colaborador del fascismo; Santiago López Petit, que lavarse las manos es la única forma “de olvidar los ojos arrancados por la policía en Francia o Irak”; Gustavo Yáñez González, que en Chile “los primeros en portar, diseminar el microbio y no respetar las medidas de cuarentena han sido las personas provenientes de las clases más adineradas” (los, según sus palabras, “indolentes”).

Un deber intelectual ineludible es arriesgar ideas difíciles. Por más que ese axioma sea cierto, me causa perplejidad que ninguno de los arriba citados advierta que, al decir lo que dicen, no proponen ideas retadoras sino que incurren en las mismas falacias criticadas por buena parte del pensamiento progresista. Sostener, por ejemplo, que la gente rica tiene la culpa de esparcir el virus por el mundo es, además de una alegre mentira, una especie de racismo inverso. Se nos ha machacado con razón en que la epidemia puede exacerbar los prejuicios y la xenofobia en contra los más desvalidos. El principio, sin embargo, no parece tan sólido cuando se trata de personas con una abultada cuenta corriente en el banco. Si hablamos de gente rica, insinúa Yánez González, entonces no es necesario ni atenernos a la evidencia científica ni someter a criba nuestras más queridas suspicacias.

Cuando se editó la antología, muchas cosas sobre el coronavirus eran inciertas, aunque no tanto como para negar el peligro de su amenaza. Si ya entonces parecía necio tildarlo de “invención”, ¿qué podría decirse ahora respecto a la insistencia en que cualquier cosa hecha por la gente para protegerse a sí misma o para proteger a su comunidad inmediata es un signo de que cavan su propia tumba? Esa ceguera, ese ensimismamiento, esa –voy a decir la palabra– inmoralidad, es lo que ha llevado a las sombras a la Sopa de Wuhan. En las actuales circunstancias, lo que necesitamos es ciencia, debate y empatía, no sacerdotes que nos señalen con su flamígero dedo índice.

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es escritor y editor, fue fundador de la revista El Malpensante.


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