Foto: form PxHere.

Son muñecas

La literatura muere en el lugar común, mientras que la telenovela vive de él. Una novela es un reto intelectual y emocional; una telenovela es benevolente con la indigencia mental.
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Las niñas han jugado con muñecas desde tiempos remotos. Las muñecas para niños llegaron en los años sesenta. Tenían su ropita, zapatos y accesorios. Eran guapos. El eufemismo comercial consistió en nunca llamarles muñecas, sino hombres de acción. Como tales, sus accesorios eran armas o paracaídas o enseres espaciales. Se cuenta que la empresa que los fabricaba amenazó con echar a cualquier empleado que les llamara muñecas. Eso era tanto como revelar un secreto perverso. Eppur eran muñecas.

Hace poco volví a escuchar un viejo argumento que puedo resumir así: tú le la pasas leyendo novelas, mi madre se la pasa viendo telenovelas; no hay diferencia. La idea de comparar y equiparar ambas cosas es vieja, pues a fin de cuentas la televisión robó con esa intención la palabra “novela”. Además, tanto Lev Tolstói como Valentín Pimstein cuentan historias de amores, desamores, infidelidades, envidias y demás pasiones humanas. Pero la comparación es tan burda como decir que tanto Albert Einstein como el bruto del pueblo saben cuánto es dos más dos.

Guerra y paz va del “te amo” hasta cuestionar el papel de los hombres grandes y pequeños en el transcurrir de la historia; mientras que Rosa Salvaje se queda en el “te amo”. El doctor Zhivago sufre por amor, como supongo que lo hizo la Colorina; pero, a diferencia de Zhivago, la Colorina nunca dijo que “la correlación de fuerzas que rige la creación parecía tomar la iniciativa. La prioridad ya no la ostenta el autor ni el estado de ánimo que trata de expresar, sino la lengua con la que quiere expresarlo. La lengua, patria y receptáculo de la belleza y del sentido, comienza a pensar y hablar por el individuo, y todo se convierte en música, no en el sentido de sonido exterior, sino en virtud de la impetuosidad y la potencia de su flujo interno”.

Un clásico literario lleva el poder de elevar al ser humano hacia lo sublime, de darle un sentido a la existencia; un clásico telenovelesco tiene el poder de vender jabón y toallas sanitarias. La literatura muere en el lugar común, mientras que la telenovela vive de él.

Una novela es un reto intelectual y emocional; una telenovela es benevolente con la indigencia mental. Una telenovela nos limita ser espectadores pasivos; una novela nos obliga a participar, a crear imágenes, dialogar con el texto, ser críticos, descifrar metáforas, concentrarnos y descubrir la belleza velada en las palabras.

El lector de novelas se vuelve cada vez más sabio, culto, inteligente, pleno, digno y mejor conversador, se le refina el gusto, siente curiosidad por otras artes, por la historia, filosofía y demás humanidades, se le siembra la semilla de la curiosidad; al mismo tiempo, los lectores son como los amorosos: buscan, son los insaciables, son locos, solo locos, y se ríen de los que lo saben todo, porque nada los vuelve tan humildes como entrar en una enorme biblioteca; y sin embargo saborean el camino sin final, el goce de una herencia tan grande que nunca llegarán a menguar. Mientras tanto, al espectador de telenovelas acaban por derretírsele los sesos, si algunos tuviera.

Alguien se preguntará qué tiene que ver el primer párrafo de este texto con el resto. Solamente que los fabricantes de telenovelas buscaron un eufemismo como el de los fabricantes de muñecas. Les llamaron series, y todos se pusieron contentísimos a jugar con muñequitas.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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