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Para que no quepa duda, empezaré así: el último capítulo de las precuelas de La guerra de las galaxias, titulado aptamente como La venganza del Sith, es una película portentosa. Es todo lo que deberían de haber sido sus predecesoras inmediatas: una cinta con una narrativa efectiva y ágil; con una trama interesante, desgarradora e, inclusive, emotiva; con un guión bien logrado (con ciertas deficiencias) y con todo el empuje que Lucas parecía haber olvidado.
     Dejemos atrás cualquier prejuicio: en ésta, la última cinta (aunque no cronológicamente) de La guerra de las galaxias, Lucas se redime y de qué manera. Atrás quedaron los tratamientos tibios de temas que, a gritos, pedían a un director fuerte y agresivo. Basta con decir que la clasificación pg-13 me parece insuficiente. Aquí hay imágenes —y situaciones— no aptas más que para adultos. Y no es para menos. La transformación de Anakin, de adolescente petulante a malvada mano derecha del Emperador, tenía que ser brutal, y lo es con creces.
     La venganza del Sith da la impresión de ser la película que Lucas quería hacer. Las otras, al parecer, le daban pereza. Ésta, la más oscura de todas, también es, quizá, la mejor. Decorada con tintes de un evidente antiimperialismo (y antibushismo), la cinta por fin logra adherir ambas trilogías que son, a simple vista, sumamente disímiles. En ella, Lucas ata todos los cabos sueltos: ¿por qué C-3PO no se acuerda de Darth Vader, si él fue creado por el tan famoso hombre de negro?, ¿por qué Vader usa ese traje y es, como Obi—Wan Kenobi le dice a Luke, más máquina que hombre?, ¿por qué Yoda vive exiliado en un pantano equivalente a la zona rural más pobre de todo México, después de haber vivido en una emulación de Nueva York? Todas y cada una de las preguntas que uno, como seguidor de la saga, se hacía están resueltas aquí. Y sin rastro alguno de Jar Jar Binks.
     La cinta triunfa porque es mucho más que un ejercicio en transformaciones monstruosas y diatribas políticas. Por fin, Lucas da la última pincelada y el cuadro completo se puede apreciar. Ésta no es la historia de una galaxia lejana, ni de una guerra. En el fondo, La guerra de las galaxias resulta una película intimista: como una tragedia griega que, por azar, acabó cayendo y escenificándose en un lugar lejano, atemporal y fantástico.
     El primer corto del ahora llamado Episodio IV acababa así: “it’s the story of a boy, a girl, and a galaxy”. Casi treinta años después, aquella concepción de la primera cinta (que es y fue una especie de milagro cinematográfico, en todos sentidos) sigue siendo, de alguna manera, acertada. La historia de las precuelas es, en el fondo, eso: la historia de un niño superdotado que se prenda de una reina a la que vuelve a encontrar y enamora, sólo para después perderla junto con sus vástagos. El camino de esa pérdida está labrado con la arrogancia y la falta de responsabilidad que el Jedi, ahora muchacho y habilidoso, tiene con sus poderes. En el fondo, el miedo a la pérdida es lo que lo condena. Miedo que, a pesar de arrojarse a un destino faustiano con tal de evadir su posible futuro, acaba consumándose.
     La segunda trilogía trata sobre los hijos (a boy, a girl) de éste quien, ahora convertido en un cyborg que sólo tiene oídos para el lado oscuro de la Fuerza, a toda costa intentará, como Saturno, devorar a sus hijos antes de que lo devoren a él. Finalmente, ninguna de las dos cosas sucede: el padre se redime salvando a su hijo, y el hijo, de la mano de la fe y dándole la vuelta al camino y errores que su padre cometió, termina salvándolo.
     El hecho de que, en el transcurso, aparezcan naves espaciales y sables de luz es gratificante, pero no deja de ser una decoración circunstancial: en el fondo de la saga están Darth Vader y Luke Skywalker y su relación como padre e hijo. La pérdida de los hijos, su extravío y, finalmente, el reencuentro entre ambos. La guerra de las galaxias, más que una saga que oscila entre la filosofía, la ética, la crítica política y hasta teológica, es la historia de una familia. En el núcleo de ella se encuentra un solo hombre que, si bien no era el centro en la primera trilogía, ahora se apropia de la historia: Darth Vader. Mitad Charles Foster Kane, mitad Vito Corleone, Vader es el paradigma del héroe trágico: el niño que era esclavo, que se convirtió en Jedi y después, trastornado por las pasiones más bajas del ser humano, quedó convertido en una máquina de odio. Vader es un personaje infinitamente triste: manipulado, temido y, finalmente, salvado en el último minuto (por el hijo al que le cortó una mano).
     Quizás el éxito de La guerra… recaiga en que, a pesar de ser películas de manufactura hollywoodense y producción multimillonaria, en su núcleo están las relaciones y conflictos humanos más primales. Y en que la verdadera historia de ellas no está en una galaxia muy lejana, sino en cualquier parte de éste nuestro muy cercano universo. –

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