El azar y la verdad

El gusto de Gabriel Zaid por el juego no se detiene en la mera aplicación de métodos estadísticos a la lectura de un libro o de los signos mediante los cuales se hace coherente una cultura; se trata de relativizar el poder de un discurso al confrontarlo a un método extraño, se trata de insertar en un orden un caos que parece otro orden.
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Lo que más me ha llamado siempre de Gabriel Zaid como escritor es su compromiso con la verdad. Es algo infrecuente en nuestro medio. Se escribe de frente o a favor del poder, pero escasamente se escribe para el lector, para tratar de convencerlo –sin trucos– con esa prenda rara, la verdad.

“Yo pretendo –escribió Zaid en Vuelta en junio de 1989– nada menos que tener razón. No me interesa sostener posiciones meramente provocativas, con la buena intención de ‘sembrar inquietudes’ (para usar una frase de Unamuno) o de hacer pensar. Me interesa entender cómo son las cosas de verdad”.  

Una segunda razón por la que he disfrutado siempre la lectura de Zaid radica en su mirada lúdica. Su gusto por el juego no se detiene en la mera aplicación de métodos estadísticos a la lectura de un libro o de los signos mediante los cuales se hace coherente una cultura; se trata de relativizar el poder de un discurso al confrontarlo a un método extraño, se trata de insertar en un orden un caos que parece otro orden.

Esto método, que continúa el sendero intelectual de la paradoja, lo emplea ampliamente en De los libros al poder (Random House, 2012). Su tema es la acumulación de poder que ha llegado a ejercer la gente que acumula saber libresco, específicamente los universitarios. Estudia en él la causa (el saber, que es un espejo de la realidad, entroniza su espejismo), determina el medio (en la antigüedad fueron los claustros eclesiásticos, hoy, las aulas universitarias), observa las consecuencias aquí (“cuando en México hay más gente preparada que nunca, con más poder que nunca, el país no está mejor que nunca. ¿De qué ha servido tanta preparación?”) y allá (los universitarios revolucionarios en El Salvador que precipitaron una inútil cascada de sangre), sin dejar de proponer alternativas (que se multipliquen los accesos al poder, o mejor dicho: que el poder se atomice; que los intelectuales se dediquen a crear espacio alternativos a través de los cuales la sociedad civil pueda disminuir el poder del Estado), y sin abandonar su espíritu lúdico. 

En ese libro Zaid propone: “Arruinar las universidades como vías trepadoras, tendría ventajas para los que tienen apetito intelectual, al margen de los títulos, y (utópicamente) permitiría designar a los privilegiados por un método más equitativo: la simple lotería:” Esta idea Zaid la repite varias veces a lo largo de su libro: “Los títulos hereditarios eran un mecanismo de asignación de privilegios, como puede haber otros, por ejemplo: la simple lotería”.  

Una de las más arraigadas supersticiones modernas es que debe existir el poder (superstición que ha llegado hasta el fanatismo totalitario), por ello si Zaid propone modificar ese orden se le ve como un excéntrico, o como un humorista. Alguno se llevará las manos a la cabeza: ¿cómo es posible que se piense que la sacra institución universitaria pueda ser sustituida por el azar? Claro, las instituciones del saber cimientan la institución mayor, el Estado, lo protegen inclusive, lo justifican intelectualmente porque dentro de él ellos son los que mandan y piensan correctamente.

La lotería, el azar, es una constante en el pensamiento de Zaid. (cfr. “Expectación, azar y correspondencias”, en La poesía en la práctica, El Colegio Nacional, 1993.) Liberado totalmente el poder en la sociedad civil no tiene por qué pensarse que ésta lo congelará, fijándolo en instituciones; al contrario, al ejercer todos el poder éste no será de nadie, desaparecerá, como desaparecieron los dioses y las antiguas mitologías. La lotería ridiculiza, al relativizar su importancia, a las instituciones tradicionales. Zaid dirige sus dardos contra el poder central, la piramidización, la ideología vista como manipulación del saber, a ello opone lo mismo que resume como aspiraciones de Rudolf Rocker: “la pluralidad, la diversidad, la federación al más bajo nivel posible”.

Zaid, aunque no lo propone tan tajantemente, intenta disminuir el poder institucional e intelectual del Estado hasta un nivel incluso más bajo que el de los liberales. “Respirar –escribió Camus– es pactar con el Estado”.

Para eludir el riesgo de crear trampolines institucionalizados para acceder al poder, Gabriel Zaid propone: “Si las oficinas de registro civil tuvieran una terminal de acceso a una computadora central, que asignara al azar, desde el acta de nacimiento, los títulos universitarios (con la debida planeación, en porcentajes adecuados según las necesidades nacionales); y los niños con  suerte fueran desde la infancia abogados, médicos, ingenieros, y al terminar la preparatoria, en vez de ir a la universidad, fueran a trabajar en oficinas públicas, despachos, hospitales (…) de hecho llegarían a ser abogados, médicos, ingenieros. Su no haber ido a la universidad no haría ninguna diferencia, porque la función básica de la universidad, que es asignar privilegios, quedaría cumplida al extender el acta de nacimiento”.

Esta propuesta ¿anarquista? de Zaid fue estudiada, y de algún modo rechazada, por un oscuro pensador argentino en una ponencia titulada “La lotería en Babilonia”. Ahí el autor cuenta la historia de un hombre que dice ser “de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad”. Todo en su país estaba determinado por sorteos. Pero no siempre fue así, antes solo podían comprar boletos para la rifa los pudientes, con la lógica envidia de los desposeídos. Hubo una revolución en Babilonia “cuya memoria no han desdibujado los años. Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que se trataba de un orden nuevo, de una etapa histórica necesaria”. Al triunfar la revolución que permitiría ser a todos iguales ante el azar, la “Compañía” –un poder central– se impuso: “En primer término (el pueblo) logró que la Compañía aceptara la suma del poder público”. En segundo término “logró que la lotería fuera secreta, gratuita y general”. La indeterminación, el azar y su vértigo se apoderaron de Babilonia, ¿qué pasó después? Llegó el Terror, los magos se apoderaron de la organización de los sorteos, todo volvió a ser parecido al laberíntico callejón burocrático que imaginó Franz Kafka.

Pareciera no haber salida, parece que tendemos una y otra vez hacia la pirámide, parece que el centro y el poder no pueden dejar de atraer nuestra imaginación. Cuando Gabriel Zaid habla de la labor de Altamirano, Cosío Villegas, la editorial Siglo XXI o del “poder literario” de Heberto Castillo, se asoma otro camino emergente: la creación de vías alternativas al poder, tantas como sea posible.

Gabriel Zaid pone en su obra el acento en la cultura ya que ésta, bien entendida y mejor ejercida, mina el sustento del poder. La cultura nace espontáneamente, su valor último es el de la libertad. La cultura diversifica, el poder centraliza. Gabriel Zaid es un poeta, tal vez por ello queden en su obra resabios magníficos de la Utopía. Encontrar estos resabios en un autor que por sobre todas las cosas quiere “entender cómo son las cosas en verdad” puede a algunos sorprender; a mí, francamente, me escandalizaría no encontrarlos.

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