Imagen: Wikimedia Commons

El año en que el Real Madrid decidió autodestruirse

La temporada del Real Madrid va mal, y el entrenador ha sido quien pagó por ello. Julen Lopetegui fue despedido sin que eso asegure que las cosas mejoren ni que haya un proceso de autocrítica.
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Hay quien sitúa el fin de ciclo en la final de Cardiff, cuando el Real Madrid se convirtió en el primer equipo de la historia de la Champions League en defender el título. Puede que no se equivoque. Tras su tercera copa en cuatro años, el club cayó en una especie de autocomplacencia que bien podría confundirse con apatía: se fue Pepe, un referente en el vestuario y un competidor voraz; se fue James, un suplente de lujo; se fue Morata, titular por entonces en la selección española, e incluso se fueron los muy criticados Coentrao y Danilo además de un Mariano que había pasado casi inadvertido.

A cambio, el Madrid eligió reforzar la apuesta de los anteriores años, la que le había llevado al éxito: jugadores españoles o formados en la liga española como Dani Ceballos o Theo Hernández. Dejando a un lado la “pegada”, el club se rendía al control y al toque… no le había ido mal y la plantilla casi exigía ese juego más parsimonioso pero a la vez más difícil de contrarrestar: Isco, Asensio, Benzema, Kroos, Modric… todos necesitaban asociarse de alguna manera y cuando las cosas iban mal, no costaba buscar un plan B en la voracidad de Cristiano, el músculo de Casemiro o la verticalidad de Bale. En defensa, lo de siempre: un colador cada fin de semana y un muro impenetrable cada martes o miércoles cuando tocaba visitar París, Munich o Turín.

El equipo se había debilitado y el entrenador empezaba a dar muestras de agotamiento, pero cayó el PSG, cayó la Juve, cayó el Bayern… y el Madrid se plantó en Kiev con la posibilidad de entrar definitivamente en la historia con su tercera Champions consecutiva, algo que le colocaba a la altura de los tiempos de Di Stefano o de equipos míticos como el Ajax de Johan Cruyff o el Bayern de Beckenbauer y Müller. El equipo se exprimió física y mentalmente para lograr ese objetivo, dejando pronto de lado las competiciones locales, y al final le mereció la pena: en la final arrasó al Liverpool 3-1 sin dejar muestra alguna de decadencia sobre el campo, dominando las áreas y sobre todo controlando a su antojo el centro del campo.

Sin embargo, algo fallaba. Toda la presión mental estalló de inmediato y su onda expansiva se prolongó en dos semanas de vértigo: Cristiano anunció que se iba antes incluso de levantar la copa, Bale amenazó con marcharse en cuanto le pusieron un micrófono delante y Zidane duró quince días más en el club, sorprendiendo a propios y ajenos. El proyecto, claramente, se había acabado, y tocaba empezar uno nuevo con el riesgo que eso conlleva: reconstruir desde la derrota –como Guardiola en el Barcelona o Simeone en el Atlético- es relativamente sencillo; reconstruir desde la victoria es una tarea casi imposible porque la victoria nunca es eterna.

Las señales de desidia continuaron desde lo más alto: aceptaron la venta de Cristiano por un precio muy inferior al de mercado, renunciaron a fichajes estrella como Kane, Hazard, Neymar o Mbappé, y ficharon a un entrenador de “perfil bajo”, Julen Lopetegui, que solo había conseguido competir por la liga en Portugal con el Oporto y juntar dos años relativamente brillantes al mando de la selección española. Puede que, con todo, Lopetegui tuviera más experiencia en los banquillos que Zidane cuando apareció de la nada en enero de 2016, pero Zidane no necesitaba experiencias ni carnets. Zidane fue el mejor jugador del mundo durante muchos años, lo ganó todo como futbolista y tenía un carácter de mil demonios debajo de una fachada de educación y amabilidad impecables.

Sin estrellas y con un entrenador al que no se le iba a permitir descuido alguno, el futuro del Madrid estaba sentenciado. No quedaba siquiera la adrenalina del reto imposible: el Mundial de Modric y su posterior premio como mejor jugador del año sonaron a colofón más que a otra cosa –de hecho, el croata también amenazó con largarse, en su caso al Inter-, el refuerzo del Plan A con un rol más importante para Asensio e Isco no fue suficiente teniendo en cuenta que el Plan B ya no quedaba en manos del mejor goleador de los últimos 40 años sino de Bale y Benzema, dos jugadores que rara vez se ponen de acuerdo a la hora de ver puerta.

No quedó ahí la cosa: tras un inicio esperanzador, llegaron las lesiones: Modric, la apendicitis de Isco, Bale y sus eternas molestias, las articulaciones de Marcelo y Carvajal… Si el equipo ya estaba diezmado acabó jugándose los cuartos con alineaciones en las que Ceballos, Lucas Vázquez y Mariano tenían que levantar el rumbo del club más importante del mundo. En el mayor escenario posible para la victoria o la derrota, el “derby” contra el Barcelona, el Real Madrid ofreció una imagen desastrosa en el primer tiempo. No hubo presión, no hubo dominio del balón en el medio del campo y no hubo ni siquiera contraataques como los que iniciaba o culminaba Cristiano, sembrando el pánico en el Camp Nou.

Durante 45 minutos, el Madrid fue un pelele, once tíos que estaban ahí porque había que estar, sin ninguna fe en sus posibilidades. La apatía del palco se trasladó al campo: balones perdidos desde la defensa, incapacidad para retener la pelota más de quince segundos… Entre Rakitic, Arthur y Busquets se comieron por completo al centro del campo que había asolado Europa durante cinco años. La reacción de la segunda parte no fue suficiente para evitar una goleada de escándalo frente a un rival que, para más inri, pudo permitirse meter a Rafinha en el lugar de Messi sin pagar precio alguno por ello.

Por momentos, la temporada del Madrid y la situación de Lopetegui recordaba a la escena de “Casablanca” en la que el capitán Renault cierra por las bravas el local de Ritz al grito de “Aquí se juega” mientras un croupier le entrega sus ganancias. Todo el mundo sabía lo que iba a pasar y todo el mundo se hacía el escandalizado. Florentino Pérez decidió con sus actos que esta iba a ser una temporada de transición –y bien podía el Madrid permitírsela- pero no asumió los riesgos que eso suponía, básicamente porque Pérez es un hombre que no sabe perder, que no lo soporta, en ningún ámbito de la vida.

Y así, fue el entrenador el que pagó el pato. No supo mediar entre la apatía de unos y la de los otros. Nadie creyó nunca en él. Desde el punto de vista humano es imposible no sentir una enorme tristeza: fue el Madrid el que decidió hacer público su acuerdo para después del Mundial justo antes de que dicho Mundial empezara, dejando al entrenador en una situación tan incómoda que acabó cesando tras el calentón del presidente de la Federación Española de Fútbol. Aún dolido, se fue al Bernabéu, afirmó entre lágrimas que aquello era un sueño para él, vio por televisión cómo su proyecto de dos años se hundía sin remisión en Rusia… y antes de llegar noviembre ya está otra vez sin equipo.

Más ruin aún ha sido la manera de despedirle: esas veinticuatro horas que le han dejado como “muerto viviente” y ese aséptico comunicado de prensa loando la magnífica plantilla que tiene el Real Madrid –mérito de la directiva, por supuesto– y dejando de nuevo a Lopetegui como inútil por no sacar provecho de su oportunidad.  Ni un atisbo de autocrítica. Ni un atisbo de gratitud. Un montón de multimillonarios setentones reunidos con sus puros para mandar a la calle a un empleado molesto… y sin idea alguna de qué demonios hacer a continuación.

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(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.


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