Imagen: Wikimedia Commons

Cuando más cerca estuvimos del fin

En 1983, durante uno de los picos de máxima tensión de la Guerra Fría, se estrenaron dos películas icónicas. Hasta mucho después no se supo que, ese mismo año, ambas fantasías estuvieron a punto de hacerse realidad. Nunca estuvimos tan cerca de una catástrofe que destruyera nuestra civilización.
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La noche del domingo 20 de noviembre de 1983, cuatro de cada diez estadounidenses —unos 100 millones de personas— se sentaron frente al televisor para ver el futuro: el horror que, temían, los aguardaba a la vuelta de la esquina. La cadena ABC estrenó esa noche The Day After, de Nicholas Meyer, telefilm que dramatizaba el estallido de una guerra nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética. La película muestra los devastadores efectos que las explosiones y la radiación tendrían sobre un pueblo de Kansas, extrapolables a cualquier pueblo o cualquier ciudad en cualquier lugar del mundo.

Ninguna otra película hecha para televisión consiguió nunca, ni antes ni después, una audiencia semejante. El penúltimo capítulo de la temporada 4 de la enorme The Americans —titulado precisamente The Day After— recrea el día del estreno de la película y el impacto que representó para los espectadores. “Es muy efectiva y me dejó tremendamente deprimido”, anotó en su diario el entonces presidente Ronald Reagan. En Europa se distribuyó en las salas de cine y obtuvo muy buenas respuestas de público y crítica.

El día después, como se conoció en América Latina, no surgió de la nada, desde luego. Desde la llegada de Reagan a la presidencia, en enero de 1981, la Guerra Fría había vuelto a niveles de tensión a los que no se aproximaba desde dos décadas atrás, cuando la crisis de los misiles en Cuba. Y esto había influido, como es habitual, sobre la producción audiovisual estadounidense. Ya en enero de 1982 la NBC estrenó la miniserie World War III, a mediados de 1983 apareció la célebre WarGames (Juegos de guerra), dos semanas antes de The Day After se pudo ver Testament, en 1984 fue el turno de Red Dawn, la canadiense Countdown for Looking Glass y la británica Threads, y un año más tarde se vio por primera vez la también británica The War Game, rodada dos décadas antes pero “guardada” hasta entonces.

Todas esas películas exhibían el horror que supondría una guerra nuclear, algo que —según una encuesta realizada a finales de 1981 por la NBC y la agencia Associated Press— más del 75 % de los estadounidenses creían que iba a ocurrir en el lapso de su propia vida. Todas excepto una: Juegos de guerra, donde el holocausto era evitado en el último momento. “Extraño juego”, dice la computadora, “el único movimiento para ganar es no jugar”. Dirigida por John Badham, la cinta —que se tornó de culto para hackers e informáticos— plantea el riesgo de que la tercera guerra mundial comience a causa de un error en las computadoras. Una posibilidad que, en esos mismos días, estuvo mucho más cerca de cumplirse de lo que la mayoría de la gente sabe.

 

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El 26 de septiembre de 1983 —diez días después de la fecha en la cual, según la ficción de The Day After, comenzaba la guerra nuclear— se produjo el llamado incidente del equinoccio de otoño. Ese día, el sistema de alerta de la Unión Soviética informó que Estados Unidos lo atacaba con armas nucleares. En un primer momento “detectó” un misil; minutos después, cuatro más. Stanislav Petrov, un oficial de las Fuerzas de Defensa Aérea Soviética, tuvo entonces en sus manos, literalmente, el destino del mundo. Sus órdenes eran claras: si el sistema de alerta daba cuenta de un ataque, debía informar a sus superiores. Si lo hacía, la segura consecuencia habría sido un “contraataque” ruso y, por ende, la inevitable guerra.

Hay que tener en cuenta, además, que pocas semanas antes, el 1 de septiembre, se habría producido otro incidente grave. Un avión comercial de Korean Air se había desviado de su ruta, debido a un error del piloto, y había invadido el espacio aéreo de la URSS. Los militares soviéticos lo tomaron por un espía y lo derribaron. Murieron las 269 personas que viajaban a bordo, entre ellas varios estadounidenses. Ese ataque contra el vuelo 007 de Korean Air podría haber sido equivalente a la explosión del acorazado Maine, que detonó la guerra de Cuba en 1898. Claro que el contexto era muy diferente: la Guerra Fría garantizaba la destrucción mutua asegurada (mutual assured destruction, lo cual da lugar al acrónimo MAD, que significa “loco” en inglés).

El caso es que Petrov no dio aviso a sus superiores. Le pareció extraño que los yanquis iniciaran una guerra con apenas uno o cinco misiles, cuando podían lanzar cientos a la vez. Confió en su intuición y prefirió esperar, a sabiendas de que, si se equivocaba, el resultado podía ser fatal para sus compatriotas y su país. Por suerte para todos, hizo lo correcto. Media hora después (los misiles tardarían menos de treinta minutos en completar su recorrido intercontinental) se comprobó que Estados Unidos no había iniciado ningún ataque. Una curiosa coincidencia entre la inclinación de los rayos del sol y la posición de las nubes de gran altitud confundió a un satélite soviético, que interpretó ciertas señales térmicas como el lanzamiento de misiles.

En un primer momento, Petrov fue felicitado por el general Yury Votintsev, uno de sus superiores inmediatos. Sin embargo, luego fue degradado, a causa de haber incumplido las normas de seguridad nacional. El episodio solo se conoció en los años 90, tras la desintegración de la URSS, cuando Votintsev publicó sus memorias. En 2004 Petrov recibió el World Citizen Award y dos años después fue homenajeado por las Naciones Unidas. Murió en mayo del año pasado, pero la noticia —al igual que la del acto heroico que justificó su existencia— tardó en conocerse: se supo recién en septiembre.

 

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Cuando aquellos 100 millones de estadounidenses se estremecieron con The Day After, no tenían idea de que, menos de dos meses antes, todas esas imágenes estuvieron más cerca que nunca de hacerse realidad. Y todo a causa de que, como en Juegos de guerra, las computadoras se habían confundido. Aquel último tercio de 1983, del que se cumplen ahora 35 años, fue sin dudas el momento en que más cerca estuvimos del fin. El punto culminante de una época en que, como escribió Eric Hobsbawm en su Historia del siglo XX:

aun a los que no creían que cualquiera de los dos bandos tuviera intención de atacar al otro les resultaba difícil no caer en el pesimismo, ya que la ley de Murphy es una de las generalizaciones que mejor cuadran al ser humano (‘Si algo puede ir mal, irá mal’). Con el correr del tiempo, cada vez había más cosas que podían ir mal, tanto política como tecnológicamente, en un enfrentamiento nuclear permanente basado en la premisa de que solo el miedo a la ‘destrucción mutua asegurada’ […] impediría a cualquiera de los dos bandos dar la señal, siempre a punto, de la destrucción planificada de la civilización”.

Sería hermoso poder terminar este artículo afirmando que por suerte todos estos miedos ya pertenecen al pasado, que como la Guerra Fría ya terminó podemos sentirnos a salvo de una hecatombe global. Pero estamos muy lejos de eso. Para advertirlo, basta con que miremos el Reloj del Apocalipsis, un dispositivo simbólico creado por científicos de la Universidad de Chicago que indica qué tan cerca estamos de la “medianoche”, es decir, de la “destrucción total y catastrófica” de la humanidad. Según ese Reloj (que ahora no solo mide el riesgo de una guerra nuclear, sino también el de un colapso climático o causado por desarrollos científicos o tecnológicos), son las 23:58. Desde su creación en 1947, solo en un momento de la historia habíamos estado a dos minutos del fin: en 1953, después de que Estados Unidos y la Unión Soviética probaran sus respectivas bombas de hidrógeno, un millar de veces más poderosas que las arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki.

¿Acaso los momentos más cercanos a la “medianoche” no fueron la crisis de los misiles de Cuba en 1962 y el equinoccio de otoño de 1983? Sí, pero no hubo tiempo de actualizar el Reloj durante esos picos de tensión. Ahora sí tenemos tiempo. Lo que hace falta es un poco de voluntad.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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