Abbey Road, una obra maestra imperfecta

El último trabajo de los Beatles en el estudio de grabación dio como resultado un disco que, sin ser el más innovador ni el más icónico de su carrera, sí es el exponente más pulido de su intuición, complicidad y oído musical.
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El 26 de septiembre de 1969, hace exactamente cincuenta años, salió a la venta Abbey Road, el undécimo álbum de los Beatles. Fue, según se ha repetido, el último esfuerzo de una banda al borde del rompimiento: Paul McCartney le propuso a George Martin, su productor, hacer “un álbum más, como en los viejos tiempos”, a lo cual este accedió con la condición de que el grupo volviera a trabajar en conjunto, y no como músicos de sesión que acompañaban al integrante cuya canción tocaba grabar ese día.

Recientemente se dio a conocer el contenido de una grabación en la que Lennon, McCartney y Harrison discuten un álbum posterior a Abbey Road en el que cada uno de ellos escribiría el mismo número de temas (cuatro), “y Ringo (quien estaba internado en el hospital) podría tener dos, si así lo quisiera.” También se planteaba la posibilidad de que por vez primera la mancuerna más prolífica del rock firmara con créditos separados. Esta grabación parece desmentir la idea de que Abbey Road fue concebido como una despedida. Por lo demás, es difícil imaginar cómo habría podido ser ese disco posterior. Tal vez una compilación de los temas que los tres principales compositores llevaban un tiempo preparando y que lanzaron en sus primeros trabajos solistas. El caso es que no sucedió.

Las sesiones para Abbey Road comenzaron a principios de febrero. El disco se grabaría mayormente en los estudios que le dieron nombre, en una consola de ocho canales que se convertiría en el estándar en la década siguiente. Billy Preston asistió como músico invitado en una de las pistas, y en el equipo técnico, comandado por George Martin, estarían Geoff Emerick y Phil McDonald como ingenieros de audio, y Alan Parsons, quien cuatro años después registraría el emblemático Dark side of the moon de Pink Floyd, como asistente.

Las sesiones de “Get back”, de donde salió el material que integró Let it be, habían concluido apenas tres semanas antes y los ánimos estaban bajos. Hubo algunos sobresaltos en el proceso: Harrison dejó brevemente al grupo en enero, a lo cual Lennon respondió que llamarían a Clapton para sustituirlo; Lennon y Yoko Ono chocaron, sin consecuencias graves; Harrison tuvo que ser internado y operado de las amígdalas; las finanzas de la compañía parecían ir en picada. A pesar de ello, meses más tarde el disco estaba en los anaqueles y recibía reseñas variadas, que se fueron decantando hacia la aceptación generalizada, tanto del público como de la crítica. Para muchos, Abbey Road es el mejor disco de los Beatles. No es el más innovador, ni el más icónico, ni el más experimental –quizás lo fueran, respectivamente, Revolver, Sgt. Pepper’s, el Álbum blanco–, pero sí es, en muchos sentidos, su trabajo más pulido.

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Lennon dice “Shoot me” como en un suspiro que se mezcla con el sonido de dos golpes al borde de un platillo ride. Enseguida, cuatro breves ataques a los contratiempos y un redoble de toms responden a dos aplausos con un fuerte efecto de eco. Al mismo tiempo, el bajo toca dos notas graves, salta y se desliza hacia abajo –un gesto inconfundible– mientras al fondo se escuchan una guitarra y un piano eléctrico que comparten un acorde de tintes jazzeros. Este gesto colectivo se repite tres veces. La atención al detalle de los primeros compases del disco nos sumerge en el universo de Abbey Road. “Here come ol’ flat top”, la frase que abre “Come together” y el disco entero, es una línea que Lennon tomó prestada de uno de sus ídolos, Chuck Berry (“You can’t catch me”, 1956), y remite a la época en la que tres adolescentes de Liverpool se unían para emular a sus ídolos. Más de una década después, Lennon proyectaba el rock n’ roll clásico hacia nuevos territorios.

Tras un nuevo redoble de toms –habrá varios a lo largo del disco– se escucha el célebre riff de guitarra con el que inicia “Something”, uno de los momentos climáticos del disco y la mejor contribución de Harrison al mismo. La fuerza de la balada impresionó a todos, incluido McCartney, quien compuso para ella una memorable línea de bajo. El arreglo para orquesta de cuerdas de Martin está a la altura. Al componerla, el guitarrista la imaginó en voz de Ray Charles para cantarla. Una batería de crooners grabaron su propia versión, del propio Charles hasta el mismísimo Elvis, Shirley Bassey, James Brown, y Frank Sinatra, quien solía presentarla, erróneamente, como “mi tema favorito de Lennon-McCartney”.

“Maxwell’s silver hammer”, de McCartney –Lennon la odiaba por lo complicada que fue su grabación– y la entrañable “Octopus’s Garden” –compuesta por Ringo con un poco de ayuda de sus amigos– son adiciones al repertorio infantil de los Beatles (aunque la letra de la primera podría tener clasificación B). En medio de ellas está “Oh! Darling”, una balada al estilo de los Monotones para cuya espectacular interpretación vocal McCartney grabó una toma diaria, a primera hora, cuando su voz aún estaba fría y podía “romperse” con más facilidad, hasta dar con el resultado final. Su empeño no obstó para que Lennon –el más rockero del grupo– dijera que él tendría que haberla cantado.

“I want you (She’s so heavy)” sirve de contraparte a “Come together”. Lennon, compositor principal, canta la letra, intencionalmente simple (trece palabras, la mitad de las cuales están incluidas en el título), en una escala de blues, mientras dobla, con especial habilidad, cada nota en la guitarra. Estas secciones son intercaladas con otra que sirve primero como introducción, luego como coro, y finalmente como una coda que se extiende por varios minutos, acompañada de un fondo de ruido blanco que poco a poco cubre todo, hasta llegar, tres minutos más tarde, al abrupto final. Ambas anuncian el estilo que Lennon explorará en los años siguientes, si bien su producción va a carecer, en la mayoría de los casos, del lustre de Abbey Road.

El lado B comienza con “Here comes the sun”, el otro hit indiscutible de Harrison en el disco, una loa a la llegada de la primavera y al fin de una mala racha por la que atravesaba. Como si se tratara de rayos del sol naciente, los brillantes punteos de su guitarra entran por el canal izquierdo hasta abarcar, con la entrada de la voz, un cálido estéreo. En su aparente simplicidad, la canción esconde un puente con métrica irregular (“Sun, sun, sun, here it comes”) y cuenta con una producción compleja que incluyó coros doblados de Macca y Harrison, un arreglo para cuerdas y maderas de Martin, una guitarra pasada por una Leslie (un altavoz montado sobre un rotor de velocidad variable, que al girar produce un característico sonido vibrante, como puede verse aquí) y uno de los primeros sintetizadores Moog utilizados en la música comercial, donde aún era poco común debido a su tamaño aparatoso, complejo funcionamiento y alto precio, y con el cual el grupo experimentó en distintas partes del disco (el ruido blanco de “She’s so heavy” es otro ejemplo). La canción se convirtió de inmediato en otra favorita del público (y de las agencias de publicidad).

La chispa de “Because” saltó cuando John escuchaba a Yoko tocar los primeros acordes de la famosa sonata “Claro de Luna” de Beethoven. La letra, ingeniosa y poética, es otro ejemplo de la inteligencia de Lennon, y la tradición y la vanguardia se ven frente a frente en el puente musical, que junta un clavecín (instrumento usado en el barroco) con el Moog, contrapunteados por armonías de John, Paul y George en otro momento de gran musicalidad del disco.

Si estos ocho temas ya son prueba suficiente de la enorme capacidad musical, paleta estilística y calidad interpretativa del grupo, lo que les sigue es algo nuevo en su discografía. Concebido por Paul con apoyo de George Martin (y visto con cierto desdén por John, quien decía que no era más que una serie de piezas inconclusas pegadas entre sí), el llamado Medley es un popurrí que abarca la segunda mitad del lado B del disco. Abre el recorrido “You never give me your money”, pieza multisección dedicada de manera velada a Allen Klein, manager del grupo, con quien todos (McCartney en especial) estaban peleados. La canción se desvanece con una serie de arpegios de la guitarra que recuerdan un poco a la transición de “Here comes the sun”. Sigue “Sun King”, de Lennon, cuya intro es un guiño evidente a “Albatross” de Fleetwood Mac, primer lugar en popularidad en el Reino Unido unas semanas antes. Más adelante entran tres líneas en una mezcla de español, italiano y jerga de Liverpool (John hace el tonto y los demás lo armonizan, en una breve participación de “Los Paranoias”, un invento del cantante). La parte más animada del recorrido rescata tres piezas del tintero: “Mean Mr Mustard” y “Polythene Pam”, del mismo Lennon, y “She came in through the bathroom window”, de McCartney. Por fin, tras un breve silencio, comienza la recta final que conforman “Golden slumbers”, “Carry that weight” y “The end”, con una nana basada en un poema isabelino, y cuya interpretación enchina la piel, seguida por los cuatro Beatles cantando, en unísono y a todo pulmón: “Boy, you’re gonna carry that weight for a long time”. Una última estrofa de “You never give me your money” nos toma por sorpresa, seguida de los arpegios de guitarra con que terminaba aquella. Gracias a la orquesta de fondo, la música ha cobrado un carácter majestuoso que enchina la piel aun más. Como antesala del cierre, “The end” presenta a cada uno de los miembros del cuarteto tocando sendos solos instrumentales: primero Ringo (muy a su pesar, por lo visto), y luego Paul, George y John, alternándose en la guitarra, comparten un último momento de camaradería musical antes de cantar la célebre frase que podría servir de epílogo a su carrera.

(Aunque unos veinte segundos después de que se apague el acorde final de “The end” comienza “Her Majesty”, una miniatura para guitarra y voz que McCartney había propuesto para el Medley y luego desechado, y que el ingeniero asistente John Kurlander, que había recibido instrucciones de no tirar nada, escondió al final. El grupo la escuchó al día siguiente, le gustó el resultado y decidieron dejarla ahí, a pesar de que rompía con la solemnidad que “The end” había dejado en el aire. Por cierto, así sonaba la secuencia en su orden original.) 

A estas alturas del juego, los Beatles eran un equipo compenetrado hasta la médula. El loop de “Come together” descrito al principio, la conversación entre solos de guitarra de “Carry that weight”, los juegos a tres voces de “Because” y “You never give me your money” reflejan el nivel de ensamblaje alcanzado tras más de una década de tocar juntos (muchas veces, durante los primeros años, casi sin poder escucharse entre sí); cuatro músicos respirando como si fueran uno solo. La experimentación instrumental fue una labor cotidiana, sobre todo a partir de su reclusión en el estudio. Sin ser unos virtuosos, los cuatro podían expresar sus ideas a la perfección en sus instrumentos.

Pero lo que distinguió a los Beatles del resto fue su intuición como compositores, y Abbey Road es muestra cabal de ello. Parte de lo que hace tan especial al popurrí es, precisamente, su imperfección: es evidente que se trata de un collage de piezas (o fragmentos de ellas) variopintas, pegadas una tras otra, muchas veces sin una dirección muy clara; a pesar de ello funciona, gracias al enorme oficio del grupo. McCartney decía que nunca salieron del estudio sin haber compuesto algo: eran verdaderos artesanos jugando con las letras y mezclando ideas musicales. De ahí manaba la potencia de la mancuerna Lennon-McCartney: cuando uno no sabía por dónde seguir una composición, el otro la retomaba y la llevaba a buen término.

Por encima de todo, eran escuchas atentos: ocho oídos siempre abiertos a lo que oyeran afuera (o adentro) del estudio. Ya se tratara de un instrumento de la vanguardia experimental, del último éxito de la radio o de una sonata para piano del siglo anterior, los Beatles tomaban prestado de unos y de otros –y de sí mismos–. Cuando George Martin aceptó producir Abbey Road, puso la mesa para que la creatividad sin par del cuarteto se expresara una última vez. Y al final, la música que tomaron fue igual a la música que dejaron.

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Compositor mexicano proclive a borrar las fronteras entre la música clásica y la popular. Ha compuesto cuatro óperas, así como música para teatro y cine. Es codirector de la compañía Ópera Portátil.


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