Cubrir la desgracia

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La primera semana de febrero reunimos en las instalaciones de Letras Libres a cuatro destacados periodistas que fueron enviados por sus medios a cubrir el terremoto que devastó Puerto Príncipe: Pablo Ordaz, corresponsal de El País en México; Carlos Loret de Mola, de Noticieros Televisa; Víctor Hugo Michel, de Milenio Televisión, y Daniel Pensamiento, de la Agencia de Noticias del Estado Mexicano (Notimex), dialogan sobre el significado, en términos humanos y periodísticos, que tiene Haití hoy para cada uno de ellos. Desde ópticas, formaciones y trayectorias distintas, los cuatro periodistas comparten una experiencia límite.

 

 

Me gustaría que cada uno contara cómo llegó a Haití, qué expectativas tenía antes de llegar y qué se encontró en ese momento.

Víctor Hugo Michel: Tuvimos la suerte de llegar a Haití a los dos días del sismo, en un vuelo que la marina organizó para llevar a varios reporteros, cuando Puerto Príncipe todavía se encontraba prácticamente en estado de shock por lo que acababa de pasar. (Primero, los pilotos nos platicaron que los estadounidenses nos querían desviar hacia Santo Domingo, pero finalmente el piloto se atrevió y aterrizó sin autorización.) Cuando llegamos, salimos a las calles y vimos todo ese caos en que se encontraba la ciudad: cadáveres por todos lados, la población completamente desorganizada, no había Estado, no había gobierno… Ya en la noche, cuando regresamos a lo que podemos llamar la “zona verde”, en el Aeropuerto Internacional de Puerto Príncipe, me llamó mucho la atención un punto en particular: en la madrugada se escuchaban cantos. En un principio no sabíamos de dónde; después nos explicaron que eran las misas de los haitianos que en las noches salían a rezar, supongo que tratando de entender lo que les había pasado. Además nos despertó el llamado a rezo del adhan de los soldados pakistaníes. La situación bordeaba lo irreal: por un lado, los haitianos clamándole a Dios de esa manera tan africana, y por otro lado los pakistaníes.

 

Pablo Ordaz: Yo salí de madrugada de México a Santo Domingo, y a la mañana siguiente intentamos contratar, casi a codazos, un vuelo chárter de Santo Domingo a Puerto Príncipe. Al final conseguimos entre un grupo de periodistas alquilar un vuelo. Nos dimos cuenta de lo que nos esperaba cuando sobrevolamos durante una hora Puerto Príncipe esperando un permiso para aterrizar. Cuando lo dieron finalmente, el avión, que era como de quince plazas, estuvo a punto de chocar de frente con otro que salía en ese momento del aeropuerto; el piloto nos dijo que aquello era un descontrol. De hecho tuvimos que aterrizar y meternos inmediatamente en el prado del aeropuerto. Era una carrera loca por llegar a Puerto Príncipe, tanto de la ayuda como de los periodistas.

 

Carlos Loret de Mola: Víctor Hugo y yo llegamos en el mismo vuelo, que formaba parte de un convoy de tres aviones que enviaba el gobierno de México. El único que pudo aterrizar fue el nuestro, que traía a la gente de protección civil, de relaciones consulares, de la propia marina, algunos rescatistas y doctores y un grupo de reporteros. Aterrizamos y coincido con mis compañeros: era el caos total. Varios pilotos decían: “Prendan sus cámaras y déjenlas apuntando porque aquí van a chocar.” ¿Qué pasaba afuera? Yo había tenido el privilegio de cubrir la guerra civil en Haití de 2004, cuando cayó Jean-Bertrand Aristide, así que de alguna manera tenía un recuerdo reciente de lo que era el país. Cuando salí a la calle, vi muchísima destrucción, muchísimos cadáveres tirados, pero no vi Estado. La imagen del palacio presidencial destruido era un símbolo, y realmente lo que estaba colapsado era el Estado. No se veían policías ni soldados. No había rescatistas tratando de recuperar los cuerpos que estaban debajo de los escombros y que se escuchaban al simple paso; cuando un grito parecía sonar bajo los escombros, los ciudadanos que pasaban por ahí formaban cuadrillas muy rudimentarias, sin ninguna técnica, aunque con mucho corazón. Pero lo más importante es que no había inseguridad. Fue un mito creado por la ONU y el ejército de Estados Unidos, y propagado quizá por algunos colegas periodistas que querían sentirse de alguna manera héroes. A mí me tocó estar cuando sí había inseguridad en las calles, cuando mataron a un compañero reportero español en una manifestación [Ricardo Ortega, de Antena 3]. El Haití de la caída de Aristide era inseguro; el del sismo no. Tan no era inseguro que estuvimos hasta las dos de la madrugada con cuatro laptops, tres cámaras, siete teléfonos celulares, dos coches, un generador de corriente, gasolina, comida y una antena de tamaño respetable en el corazón de Haití, sin vigilancia policiaca, sin presencia del ejército, sin que nos topáramos jamás con ningún uniformado, y no pasó absolutamente nada. Sólo se nos acercaban a pedirnos que si les cargábamos el celular. El pánico que tuvo la onu y que alimentó el ejército de Estados Unidos hizo que se retrasara la asistencia humanitaria, y entonces sí se creó una situación insegura.

 

Creo que eso va a ser polémico. Volveremos al tema de la seguridad y la presencia americana. Daniel, tu experiencia de aterrizaje…

Daniel Pensamiento: A diferencia de ellos, yo llegué en barco. Así que me tocó la otra parte: llegar por agua. Fue impresionante ver los cerros, como si estuvieran rasgados. Mi primera reacción fue pensar: “no solamente se los puede tragar la tierra sino también el mar”. Eso y ver los portaaviones estadounidenses. Era impresionante ver cómo el barco mexicano el Huasteco era nada al lado del portaaviones estadounidense.

El barco llevaba dos mil toneladas de ayuda humanitaria. El buque entró en el puerto y nos dijeron que se quedaría a una milla y media náutica del muelle, pero al final llegaron los guardacostas estadounidenses y nos dijeron que no, que teníamos que echarnos dos millas y media para atrás. Estuvimos una noche esperando a que le autorizaran a desembarcar. Éramos seis periodistas, e iba una cadena de televisión de la que nos reíamos mucho: traían un equipaje del tamaño del cielo y estaban espantados. La gente se acercaba pensando que les ibas a dar algo, no para quitártelo.

Conseguir en ese momento una tap-tap, el vehículo local, fue un problema. Finalmente decidimos ir al aeropuerto, el lugar más seguro para los de la televisión. Camino al aeropuerto se amontonaba la gente a nuestro alrededor, y eso nos asustó. En ese trayecto percibí que la gente estaba desorientada, no sabía qué hacer, no había organización. Todavía estaban como si no alcanzaran a comprender la magnitud de lo que había pasado, como tratando de buscar algo para conseguir un gourde –al que nosotros le empezamos a llamar después “gorditas”–, y que es el dólar imaginario, el dólar haitiano, que no existía.

 

¿El puerto ya estaba rehabilitado?

DP: No, de hecho no había puerto. Eran sólo algunas grúas ladeadas y un pequeño muelle, obviamente custodiado por una fragata estadounidense, y ahí llegamos nosotros en una barca pequeña. Desembarcamos y caminamos por el muelle. Veíamos soldados y no sabíamos si era un terremoto o una especie de invasión. Es la primera impresión que tuve.

 

PO: Yo estoy de acuerdo con Carlos en que no había inseguridad, sino que se creó por el miedo a la inseguridad de las Naciones Unidas. Ellos [refiriéndose al resto de la mesa] iban con equipos costosos y acompañados, porque la televisión así lo requiere, pero yo fui solo, durante una semana, en la moto de un haitiano que encontré nada más llegar, en la puerta del aeropuerto. Yo era el blanco perfecto, nunca mejor dicho, porque iba en la moto de un haitiano, a las dos de la tarde y a las nueve de la noche y con una cámara de fotos y sin conocer la ciudad. Y nunca me pasó nada, nunca tuve miedo, nunca sentí el peligro.

Lo que pasa es que Naciones Unidas se queda de muros para adentro del aeropuerto, casi protegiéndose ellos mismos. Y ya una semana después sí que empieza a haber mucha necesidad, y ante esa falta de Estado y de control sí se producen algunos saqueos, pero que yo sepa ningún extranjero ha sufrido ningún tipo de agresión, y prácticamente entre ellos tampoco ha habido. En cualquier ciudad de Occidente, en México o en Madrid, por ejemplo, hay más crímines todos los días que los que se registraron aquella semana en Puerto Príncipe.

 

CLM: ¿Cuántos periodistas había en el momento pico? ¿Ochocientos, mil? Y no se ha sabido de un solo incidente. Quiero que pongan a mil periodistas en Ciudad Juárez, y platicamos. O aquí en el df. Yo hacía el trayecto del centro al aeropuerto a las dos de la mañana, porque a esa hora terminábamos de desmontar después de hacer la transmisión con López-Dóriga, y me sentía más seguro en Haití que en México.

 

PO: Ese miedo de Naciones Unidas, que además tenía a mucha gente desplegada ahí desde hacía mucho tiempo –tiempo para haberse dado cuenta de cuál era la sensibilidad del país, cuál iba a ser la reacción–, provocó que, por ejemplo, equipos de bomberos tuvieran que irse ante la exigencia de los cascos azules de que se retiraran porque el sitio no era seguro, porque se había oído un disparo a dos cuadras.

 

VHM: Me gustaría señalar algo sobre la ONU: hay que entender que se les cayó el edificio. Platicaba con Nguyen Huu Dong –representante de Naciones Unidas en México, aunque también le toca cubrir Haití– y nos contaba que muchísimo personal importante, de alto rango, que conocía realmente el territorio de Haití, se quedó adentro del edificio que se cayó. ¿Qué pasó? Que de repente la ONU quedó decapitada y entró en estado de shock.

Pero eso es cierto: el juicio sobre lo que hizo o dejó de hacer la ONU va a ser muy fuerte, porque llegaban las seis, las siete de la noche, y los cascos azules se retiraban al aeropuerto, y así perdían horas críticas en las que había miles de personas atrapadas. Aquí en la ciudad de México, en el 85, los rescates fueron las veinticuatro horas. En Puerto Príncipe, salvo algunas excepciones –y quiero mencionar la de los Topos mexicanos, que no se arredraron con nada–, se suspendían las operaciones porque Naciones Unidas decía “no podemos garantizar su seguridad por la noche”. Si no puedes garantizar la seguridad con soldados, armas y vehículos blindados, entonces no la puedes garantizar con nada. Esa era la impresión que tenía la ONU. Es la primera vez que le toca a la ONU estar en un lugar donde ya estaba a la hora del desastre, y quedó claramente marcada como inoperante. No funcionó, y creo que condenó a miles de personas a la muerte.

 

Tú, Daniel, que llegaste después, ¿coincides con este diagnóstico de la seguridad?

DP: El mito del toque de queda, que difundieron algunos compañeros periodistas, nos llamó mucho la atención. Era la gente quien cerraba las calles con sus llantas, y obviamente por ahí ya no se podía transitar. Patrullaban los vehículos de la Minustah [Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití] y algunas tropas estadounidenses que alcanzamos a ver, pero no había toque de queda: nosotros pudimos caminar sin ningún problema.

 

En cierto sentido, el periodismo se ha facilitado hoy con la tecnología, pero ustedes llegaron a un espacio donde todo eso desaparece y está uno frente a la cruda realidad: la vocación casi original del periodista.

PO: Ese es un aspecto interesante, porque ahora mismo cualquiera que tenga un e-mail es muy capaz de llegar a la redacción de un periódico, de una televisión, y dar su mensaje, y casi no hay que salir de la redacción para tener el informativo o el periódico cubierto. Se ha perdido lo otro, lo cual es lógico, y yo creo que además se ve en las nuevas generaciones de periodistas, que son más perezosos a la hora de salir a la calle.

En Haití, durante las primeras horas, no funcionaba prácticamente nada. No entraba ninguna llamada, no funcionaba internet. Te tenías que fiar de lo que veías, de tu olfato, hablar con la gente, atravesar la ciudad para intentar buscar al presidente que estaba escondido en una comisaría de policía, y volver a atravesar la ciudad después. Creo que sí se vivió, por lo menos en las primeras horas, la vuelta al reporterismo más puro.

 

De tarjeta de notas, lápiz, y en la calle…

PO: Y ya está, y una grabadora como mucho. Y luego cruzar los dedos para poder transmitir la crónica.

 

Carlos, tu experiencia es un poco distinta, en ese sentido, ¿no? Por el despliegue de equipo…

CLM: Bueno, lo que pasa es que nosotros requerimos de la imagen, pero cuando sales a reportear es lo mismo. Se ve muy espectacular que aparezcas desde ahí en vivo, transmitiendo audio y video de maneras simultánea, pero no es “enchílame otra”.

 

Casi es más responsabilidad en cierto sentido, porque tienes gente a tu cargo…

CLM: Lo que hicimos fue dejar al equipo en el único lugar en el que sabíamos que no iba a haber bronca, el aeropuerto, y salir. Pero cuando sales enfrentas exactamente lo mismo. Es decir, hay una cámara y un micrófono, un periodista camarógrafo y un periodista que está reporteando. Salimos a ver lo que hay y es exactamente el mismo esquema que plantea Pablo. Primero, peinar la zona, ver a qué te estás enfrentando, hacer algunas escalas en ese camino para grabar determinadas cosas, e ir descubriendo. Ir descubriendo junto con la propia cámara, no dejar jamás de grabar, no ponerle off nunca, tener la cámara lo mismo arriba de la moto que si te subes a un vehículo… Porque también ahí el tema del transporte era muy singular. Te subías en lo que hubiera: si había un coche, un coche; si había una moto, una moto, o en el caso de nosotros, como vamos dos, pues dos motos. (Los precios fueron escalando dramáticamente: empezaron en cincuenta dólares y terminaron en trescientos dólares por media jornada de trabajo.) Pero casi es una pregunta personal la que estás haciendo, y a mí me fascina, es la parte que más me gusta. Alguien que está detrás de un escritorio todos los días se oxida.

 

Muchas gracias…

CLM: No, no, lo decía por mí: yo estoy cinco horas detrás de un escritorio todos los días dando noticias.

 

DP: Al caminar entre la gente vas tomándole el pulso.

Te das cuenta de qué es lo que está ocurriendo realmente. Y aquí lo que mencionó Pablo hace rato es muy cierto: no había citas de por medio con algún funcionario para que te dijera murieron 175 o doscientos mil, o hay trescientos mil damnificados o tres millones, o el setenta por ciento del país está destruido. Tú descubrías al paso, al ir caminando.

Nosotros tuvimos la oportunidad de salir de Puerto Príncipe. Fuimos a lugares cercanos: a Carrefour, a Léogâne, a Jacmel… Estuvimos tratando de ver cuál era el daño real porque una funcionaria de Haití mencionó alguna vez que Jacmel estaba totalmente destruida y que ahí no había ayuda, entonces fuimos a comprobar si era o no cierto. Son como 140 kilómetros desde Puerto Príncipe. Nos cobraron un ojo de la cara por llevarnos, pero fuimos y comprobamos que no era tan cierto aquello de que el pueblo se había quedado sepultado. Ya de regreso pudimos ir viendo también la magnitud de los daños, y que el daño fuerte estaba en Puerto Príncipe, que es la vida de Haití. Toda esta parte fue fundamental en la cobertura, porque se pudo transmitir al mundo la magnitud de la tragedia humana más allá de las cifras que circulan en internet.

 

VHM: Había una funcionaria de gobernación, de protección civil, que iba con nosotros en este viaje. Y un día nos regañó a mí y a otro reportero. Nos dijo: “Es que ustedes se la pasan en la calle. Aquí es donde están los briefings.” Nosotros le dijimos: “Señora, perdónenos, pero la nota está en la calle, no está con usted en una tienda de campaña.” Siguiendo lo que decían Carlos, Pablo y Daniel, vas recorriendo la ciudad, tratando de pescar tus propias historias, tratando de llevar tu propia agenda. Realmente no te importa lo que estén diciendo las agencias. Tú vas ahí para contar tu versión de la historia: lo que tú estás viendo. Y tuvimos muchísima suerte porque, por ejemplo, en alguna ocasión bajamos a los muelles y de repente, al fondo, vimos a un reportero francés que estaba haciendo un stand y atrás de él había un barco repleto de gente. ¿Y eso qué es? El reportero francés y yo nos entendimos, rentamos un barquito y nos acercamos al barco. Resulta que Préval había dado la orden de evacuar la ciudad; quien se quisiera ir, se podía ir, y esos barcos estaban sacando a la gente. Tuvimos el privilegio de ver eso por estar en la calle.

Otra ocasión: estábamos en la Universidad de Saint Gérard, donde estaban trabajando los Topos. De repente veo a un señor ahí, un señor blanco, con una cruz, que resulta ser mexicano. Era un misionario franciscano, de Zacatecas, que había estado antes en África y en no sé cuántas partes, y estaba en Haití desde hace tres años. “Oiga, ¿lo podemos ir a visitar mañana?” Fuimos a su iglesia, en uno de los barrios más feos –La Carbonera–, y caminamos con él. Él atiende niños de la calle cuyas madres murieron de sida, y fue una experiencia privilegiada poder caminar con este hombre por las calles de La Carbonera, donde no entra la ONU, y la policía haitiana mucho menos. La gente le grita “père Columba!” y lo adora.

Y, por último, la imagen que según nos dijeron en Milenio Televisión había valido el viaje. Fuimos a la catedral, convertida en la tumba del arzobispo, y enfrente nos encontramos a un hombre tocando la guitarra. Nuestro traductor nos decía qué es lo que cantaba: “No hay palabras para describir lo que le ha pasado a mi país, todo está perdido, todo se ha destruido.” En ese momento entra un hombre y se pone a cantar. Los haitianos son muy expresivos en ese sentido. Y este hombre se une al canto improvisando, abre las manos al cielo, rompe en llanto y se va. Eso te lo encuentras en la calle, no en un briefing.

 

A ver si coinciden conmigo: existe un contraste entre la genuina ayuda humanitaria –ejemplo paradigmático, los Topos, nuestros héroes– y la autopromoción de la “élite de la tragedia”.

CLM: Haití siempre ha sido un país muy inestable políticamente. En los últimos veintitrés años ha tenido diecinueve presidencias distintas. Quien manda realmente en Haití, quien ha mandado desde 2004, ha sido la ONU; es el gobierno real. Y el “presidente de facto”, si se me permite el término, es el jefe de la misión de la ONU, que murió en las oficinas de la organización. Entonces, el poder real en Haití se vio resquebrajado por la muerte de los altos oficiales de la ONU y buena parte de los oficiales que ocupan los cargos de gobierno en Haití. No había gobierno. ¿Qué sucede ante eso? El ejército de Estados Unidos decide tomar control de la puerta fundamental de acceso, que es el aeropuerto de Puerto Príncipe, y deja que la ONU gobierne o intente gobernar la ciudad. Los dos lo intentaron, porque decir que había mucho gobierno en el aeropuerto no es lo más exacto. Pero los dos se dividieron de esta manera: tú controlas la puerta y yo controlo la ciudad. Eso generó una desorganización total, alimentada por el pánico del que hablábamos. ¿Cuál era la tónica? La ayuda humanitaria dejó de enviarse. Es decir, a mí nunca me había tocado que en un desastre natural, nacional o internacional, al cabo del segundo día el país pidiera que por favor la gente dejara de mandar ayuda.

 

¿Porque no tenían cómo recibirla?

CLM: Porque la ayuda se quedaba estancada en el aeropuerto. Salíamos a la calle y veíamos escenas como la del Hospital General Civil de Puerto Príncipe: nadie quería meterse al hospital porque estaba resquebrajado, así que sacaron las camas, y a los enfermos que no cupieron en las camas los pusieron en las camillas, y a los que no cupieron en las camillas los tiraron en el suelo, en el pavimento, y a los que no, en el pasto, en medio de basura, desechos tóxicos médicos, con las heridas expuestas. Era un infierno, aquello. Mientras estaban muriendo estos heridos graves, atendidos por tres médicos haitianos, había un hospital que había mandado Colombia, un hospital de esos que se arman, que estuvo 32 horas en el aeropuerto antes de poder salir a la calle. Ese tipo de cosas desesperan.

Yo no reporteé la historia de lucimiento personal de los funcionarios, si es que lo hubo; no la busqué, porque no les daba espacio. A mí no me causa ninguna pasión seguir a Hillary Clinton o a Ban Ki-moon mientras hacen su recorrido estrella y absolutamente montado por Puerto Príncipe. Yo creo que a lo que vamos los enviados es a buscar las historias no oficiales, entonces a mí me sirve que la historia oficial la cuenten otros, y lo digo con el mayor respeto: es muy importante tener los datos para poder contrastar y poder ejercer la crítica, y de pronto hay quien dice la verdad y hay quien miente. A veces es muy útil saber las cifras. Por ejemplo, la Cruz Roja habló de cincuenta mil muertos y el gobierno haitiano de doscientos mil. Todo mundo dijo que Préval estaba exagerando para obtener más ayuda, pero le atinó.

Sin demérito de ese tipo de información, yo, con permiso, prefiero irme a la calle.

 

En realidad la pregunta la desvía Carlos hacia qué pasa cuando desaparece el Estado y cómo se puede cubrir una noticia cuando están simplemente decapitadas las autoridades, tanto las de la ONU, que eran el poder fáctico, como las del propio país, al que, más simbólico no puede ser, se le cayó el palacio presidencial. ¿Qué hacer, Daniel, cuando desaparece toda forma de organización?

DP: Sin duda cuando no hay poderes es el caos. Es muy complicado organizar a la gente cuando no tiene qué comer o adónde regresar. En este punto la ONU y la comunidad internacional quedaron rebasadas: no alcanzaron a organizar ni los campamentos. Estos los organizó la gente: donde encontraron lugares abiertos y espaciosos ahí se instalaron. Y en las noches las calles se convertían en eso. Es un problema que no haya instituciones sólidas. Se mencionó por ahí que va a haber una elección en noviembre. Seguramente, si la hacen, el país va a estallar. No es fácil organizar, sobre todo cuando no hay quien te ayude a canalizar o te diga “vamos a llevar a este barrio tantas cosas” o “aquí necesitamos tantas cajas”. No hay un censo real, ni de heridos ni de muertos. Hablar de cifras oficiales es aventurado. Va a ser muy difícil saber cuántas personas murieron realmente o cuántos quedaron mutilados, gente de todas las edades. Y habiendo esa ayuda humanitaria: México en el Huasteco mandó un hospital también; enfrente de las costas estaba un gran buque que tenía otro megahospital; incluso CNN lo anunció, hizo un recorrido por el hospital, que tenía capacidad para doscientas personas, con camas, quirófanos.

La parte del lucimiento personal de los funcionarios, si se dio, a mí tampoco me tocó verla.

 

Víctor, lo que estoy viendo es, más bien, el contraste entre la realidad en la calle y las trabas para trasladar la ayuda humanitaria a la ciudad. ¿Cuál es tu lectura de ese problema?

VHM: En relación a las trabas, en el aeropuerto se formaba una especie de cuello de botella porque las calles de Puerto Príncipe son la pesadilla del urbanista moderno: no hay ningún diseño que pueda decirse lógico, no hay calles rectas, son curvas que terminan de repente en barranco, calles de dos vías. Realmente es muy difícil poder trasladarse. Entonces a mí me tocó en algún momento ir en un convoy de Naciones Unidas que por fin salía a dar la ayuda, al barrio de Delmas, y tardamos unas dos horas en llegar, porque había tráfico y porque era un tráiler, y meterlo en una calle de seis metros era un caos. La ayuda se quedó ahí atorada, y había muchos rescatistas que parecían estar esperando que les pusieran guardaespaldas para poder salir. Me tocó ver ahí rescatistas de la cienciología y esas iglesias, sentados, esperando salir, en un lucimiento personal que no termino de entender.

 

PO: Yo sí vi la inoperancia. Por ejemplo, la de un técnico de Naciones Unidas que estaba en el aeropuerto. Yo lo recuerdo una mañana diciendo: “mira los cuadrantes, los tenemos aquí y aquí”, decía muy satisfecho; luego ibas a la calle y veías que esos cuadrantes no funcionaban y que lo que sí funcionaba eran los Topos o los rusos, que andaban como locos, fiándose de la gente, metiéndose y sacando a las personas.

Yo me acuerdo, hablando de los rusos, de una noche que estuvimos en un rescate. Sacaron a una muchacha y se la llevaron. La gente se abrazó. Un compañero y yo le preguntamos a una voluntaria de la Cruz Roja que adónde iban a llevar a la muchacha. Nos dijo adónde y fuimos a verla a la mañana siguiente: esa muchacha estaba en el suelo encima de un cartón. Aquella muchacha de quince años que habían sacado los rusos, y con la que todo el mundo estaba muy contento, estaba ahora en el suelo. Y no estaba en el centro de Haití, en un sitio de muy difícil acceso, sino en el cuartel de la misión de las Naciones Unidas, como a doscientos metros del aeropuerto. Y, como decía Carlos, en el aeropuerto, en ese momento, había un hospital que no eran capaces de desplegar… Esa inoperancia lleva a la indignación.

Si a eso le mezclas el dolor, el calor, el paso de los días. A mí me impresionaba más ver a un muerto que llevaba cinco o seis días en la misma calle que las montañas de cadáveres del primer día. El primer día te haces la idea de que aquello ha sido terrible, que ha sido la maldición que ha caído sobre la ciudad en un minuto y que la ha destruido como ningún ejército pudiera haberlo hecho. Pero cinco días más tarde, y después de que se hubieran paseado por ahí los políticos, a los que daban una vuelta en helicóptero, desde el cual no podían oír el llanto de los niños ni oler a los muertos, y luego hacían unas declaraciones a la altura de la tragedia y se iban a dormir a sus respectivos países; cinco días después de que hubiera pasado por allí todo el mundo, en aquella esquina seguía estando aquel cadáver.

 

Ha sido polémica y debatida la presencia de Estados Unidos. A mí me gustó mucho la cobertura particular que de ese caso hizo Pablo. En América Latina, por muy buenas razones, somos muy susceptibles a cualquier presencia americana. Pero aquí quizás era necesaria, ¿o no?

PO: En Europa también los norteamericanos levantan suspicacias. Pero yo creo que ahí, por ejemplo, en el caso del aeropuerto… Les puedo contar un detalle muy chusco. En España hubo muchos periodistas, de medios que normalmente no cubren este tipo de eventos, que viajaron a Haití en un avión de la Agencia de Cooperación. Y acamparon en el aeropuerto. Y hubo un momento en que, es verdad, y ya lo hemos visto todos, el aeropuerto se convirtió en un descontrol, aquello no tenía ni pies ni cabeza. La única credencial para entrar allí es que fueras blanco; incluso los que se llevaban niños se los pudieron llevar por esa “credencial de blancos”. Hay un momento, en fin, en que llegan los tropas americanas. Yo creo que pusieron orden. Sucedió lo mismo con el puerto; nadie se había preocupado hasta que llegaron ellos. Los estadounidenses llegaron a poner un poco de control y a repartir algo de alimentos. Hay un componente psicológico en esto: en las calles no se veía a nadie, y creo que la gente agradeció que estuvieran allí. ¿Con qué intereses? Ese es otro debate.

 

VHM: Estados Unidos podrá ser muy humanitario, pero por supuesto que su presencia en Haití responde al temor de enfrentarse mañana a cien mil balseros haitianos en las costas de Florida.

Durante la mayor parte de mi carrera profesional he tratado de especializarme en Estados Unidos, porque su relación con México lo define prácticamente todo. Pero en esta ocasión fue cuando me di cuenta del poderío del país: cuando vi llegar los aviones Galaxy o Constellation, con setecientos soldados cada uno y la posibilidad de movilizar tropas en cuestión de horas, y vi cómo bajaban los soldados estadounidenses uno tras otro. Cuando a las seis de la tarde la ONU decía “vámonos de vuelta a casa”, tú veías en la calle al Humvee artillado con soldados estadounidenses patrullando.

Retomando lo que dice Pablo, Estados Unidos llegó a imponer una especie de semblante de orden, a tratar de recuperar el orden en Haití cuando Naciones Unidas estaba completamente desarticulada. Insisto: no creo que nada más por razones humanitarias, pero de todas formas fue impresionante. Creo yo –y mucha gente aquí en Latinoamérica me
va a decir que estoy equivocado– que en este momento lo mejor para Haití es precisamente la presencia de Estados Unidos.

 

DP: Coincido un poco con lo que dicen Pablo y Michel, pero quiero decir algo acerca de la llegada de Estados Unidos al puerto.

Eran catorce los buques que llegué a contar cuando llegamos; los portaaviones eran impresionantes, como los guardacostas armados que estaban patrullando y la fragata instalada allí. Todo esto permitió evitar lo que pudo haber sido una desbandada inmediata por vía marítima, en balsas, más allá de si Préval dijo “váyanse todos” o no. Era una primera contención; la primera vía de escape para los haitianos sin recursos es, como para los cubanos, el mar: para ir por tierra hacia la frontera fácilmente son seis o siete horas, y no tienen los dólares para pagar los impuestos, treinta dólares, que te cobran para cruzar Santo Domingo. La presencia de los soldados americanos, junto a los que caminaban siempre muchos niños, sí era una especie de contención para la misma ciudadanía; no es lo mismo con el policía haitiano, al que se le amontona la gente y tiene que sacar una especie de fuete y amenazarlos.

CLM: Una definición básica de potencia es que sea capaz de desplegar fuerzas militares en cualquier parte del mundo. Estados Unidos es el único país que tiene esa capacidad. A años luz de los chinos, por ejemplo. Se puede decir: “Hombre, Haití les queda a una hora de cualquier base militar en Florida”, pero a mí me tocó cubrir el tsunami de 2004, y el ejército de Estados Unidos mandó tres helicópteros y cuatro portaaviones al otro lado del planeta. Le quedaba más cerca a China, a Japón, a Australia, pero ni remotamente la presencia militar de esos países era comparable a la de Estados Unidos.

Haití no es un diamante en bruto, no es una economía boyante; es un país carente de infraestructura que apenas ha empezado a descubrir la manufactura barata como medio de motor económico, que fundamentalmente se ha dedicado a los cultivos del plátano y la caña de azúcar, y cuya economía está dominada desde la época colonial por una élite francesa, blanca de piel. Francia es quien habla con Haití a nivel internacional. Más recientemente, Brasil quiso tener influencia. Pero después de la tragedia viene el reparto de Haití, y creo que varias naciones van a querer tener una voz cantante. Desde luego Estados Unidos, que no veo que vaya a salir pronto de la zona.

Esto, además, le da un respiro al ejército de Estados Unidos, es un buen golpe publicitario: tienes aquí a cuatro periodistas no estadounidenses hablando bien, en el caso más pesimista con escepticismo, de Estados Unidos, y no denunciando sus actuaciones en Iraq y Afganistán. Creo que el futuro de Haití se tiene que negociar fundamentalmente entre Francia, Estados Unidos y Brasil. Estados Unidos por la cercanía, Francia por la historia y Brasil porque desde que Lula llegó al poder ha estado muy interesado en reforzar la presencia de su país en el mundo. La mayoría de los cascos azules que gobiernan a Haití son brasileños.

 

PO: No es un diamante, pero va a haber mucho dinero internacional. Hay muchas casas que construir en Haití, y hay problemas en el negocio de la construcción en Francia, en Estados Unidos, en España…

 

CLM: Hay un buen negocio ahí, sí. Déjame decir una cosa más sobre el tema de la seguridad: con el ejército de Estados Unidos llegaron los marines, y con ellos los ex marines. Los marines llevan el uniforme y los ex marines meten los dólares. Estaban cobrando cinco mil dólares diarios por guarura. Mercenarios, como los contratistas de Bagdad famosos. Al cuarto día ya estaban ahí en Puerto Príncipe.

 

Me surgió una duda, escuchando a Víctor Hugo, en torno a ese tópico reciente de que las redes sociales y las nuevas tecnologías están sustituyendo o por lo menos modificando al periodismo. En un momento de crisis, ¿qué tanto se ve la presencia de las redes sociales y las nuevas tecnologías, y qué tanto propician solamente una frivolización de la información y del ejercicio periodístico?

VHM: No creo que sea una frivolidad. La tecnología es amoral, y cada quien le da el uso que quiere. En esta cobertura eso fue muy interesante porque se podían mandar mensajes de texto, se podía twittear, se podían subir cosas al blog. No creo que sea frívolo, yo creo que ese tipo de tecnología ayudó mucho a la cobertura en esta ocasión. Yo trabajo para una estación que es de 24 horas de noticias, Milenio Televisión, y cuando había una información importante, llamaba, hacíamos un enlace inmediato, lo subíamos al .com de Milenio y al día siguiente, obviamente, teníamos un producto diferente para el periódico. Creo que a mí en lo personal esta cobertura me ayudó a aprender a trabajar en diferentes plataformas, a trabajar multimedia, por así decirlo.

 

DP: La pregunta es si realmente ayudaron o no ayudaron las redes sociales. Las primeras informaciones que salieron de Haití fueron vía Twitter. Yo creo que sí ayudaron, al menos en parte. Obviamente hay gente, como dice Michel, que utiliza de manera inmoral estas nuevas tecnologías, pero eso ya es cuestión personal. Las primeras líneas que nosotros captamos en la agencia fueron vía Twitter, y eso nos permitió plantearnos la cobertura, decidir cómo le entrábamos.

Vía Twitter se montaron redes para captar ayuda. Es el caso de una ciudadana francesa, nacionalizada mexicana, a la que le botaron la puerta y se metieron a su patio: su hijo montó una campaña vía Twitter y consiguió once toneladas de ayuda del Tecnológico de Monterrey, que fueron enviadas en el barco Papaloapan –y que por la burocracia y los trámites pasaron varios días sin que fueran entregadas. Pero vía Twitter se podían hacer denuncias, y eso también ayuda a romper parte de la burocracia: presionas a los marinos mexicanos para que busquen una alternativa para darles la ayuda a estas personas.

 

CLM: A mí me parece que lo podemos dividir en tres etapas. La dimensión de la tragedia se supo, fundamentalmente, a través de las fotografías que subieron a las redes sociales ciudadanos haitianos con nivel socioeconómico alto, acceso a internet y preocupación social. Las primeras imágenes que recibimos fueron gracias a Twitter. Yo no soy muy usuario de Facebook, pero de Twitter sí, y ahí me enteré. En la inmediatez fue fundamental el papel de las redes sociales. Obviamente, conforme llegamos los medios de comunicación masivos, ocupamos de pronto el espectro de una manera paquidérmica. Y entonces las redes sociales transitaron al detalle que nos es imposible cubrir, y que es: vamos buscando nombre por nombre a las personas. Es decir, no hay periódico o estación de radio o televisión que tenga un espacio ilimitado; internet tiene espacio ilimitado, y si tú querías buscar a alguien era mucho más sencillo meterte a Twitter que ver CNN, ya no digamos Televisa. Transitan a esa segunda etapa las redes sociales. Y simultáneamente a mí me sirvió muchísimo de retroalimentación el estar leyendo cómo veían la cobertura, y ver los elogios, las críticas, las peticiones, las preguntas, las cosas que no se habían entendido. Porque tú estás ahí metido en una atmósfera totalmente distinta y de pronto a lo mejor se te escapa contar un detalle que lo explica todo y que tú no contaste porque para ti es obvio. Entonces sirvieron en términos de retroalimentación. Y la última etapa es la estructuración social para que el sector de la población que usa redes sociales activamente colecte ayuda humanitaria.

 

PO: Yo respondo brevemente: creo que son muy buenas, que es muy saludable, que es estupendo conseguir datos, información, ir a sitios donde no tienes capacidad para ir, pero no son un sustituto del periodismo. En Twitter cualquiera puede colgar cualquier cosa y te la puedes creer o no. En Facebook lo mismo. Luego el periodista tiene otra función: se puede servir de todo eso como una herramienta, pero tiene que filtrarlo, tiene que comprobarlo; creo que para un hecho intrascendente puedes meterte en esas redes y verlo, pero cuando ocurre un suceso de este tipo, aunque se enriquezca con todo lo que ve en la red, el lector tiene que acudir a alguna fuente fiable, a alguien que tenga unas ciertas normas para que le cuente la verdad.

 

¿Qué no pudieron decir en su cobertura, esa espinita clavada que ahora podría servir para sacársela?

CLM: Yo nada. En mi caso, fueron muchísimos los espacios que nos abrieron y yo hacía un promedio de diez enlaces al día, así es que no me quedé con nada para el corazón.

 

VHM: A mí me hubiera gustado poder tener las palabras adecuadas, no tanto en televisión sino en el periódico –como te decía, trabajo en diversas plataformas–, para describir el tamaño del horror. No hay adjetivos suficientes. Eso es lo que me hubiera gustado transmitir: tratar de hacerles entender lo que pasó en Haití. Creo que mi vocabulario no alcanza a tanto, y eso es algo que sí se queda dentro.

 

DP: En mi caso me quedé con la insatisfacción de no haberle podido contar a la gente, a los medios mexicanos que son suscriptores de la agencia, cómo es la otra cara de Haití, la de la familia de los Préval, la de los millonarios, la de los que tienen casas que no sufrieron daños; cómo trasladaban a sus familiares a Santo Domingo, la otra cara de la isla La Española. Hay gente que no tiene un mañana inmediato, pero los Préval y las familias del poder sí lo tienen.

PO: Creo que sí pude contar todo. De hecho ahora, volviendo a lo de las nuevas tecnologías, lo que no cabe en papel cabe en internet, y casi al momento. Puedes mandar una nota y en la web del periódico estarán deseando publicar lo que vayas produciendo en ese momento. Lo único que no pude transmitir, y yo creo que por incapacidad, fue el olor, la tristeza que te produce el dolor de los niños, los hospitales que estaban en los jardines, con los goteros colgados de los árboles, la falta de anestesia… Me acuerdo que, destrozados después del día, dormíamos en la piscina de un hotel donde nos quedábamos, que estaba medio derruido. Detrás de la tapia del hotel había un hospital improvisado, y, cuando se hacía el silencio, oías el llanto, la desesperación de una madre, de un niño, alguien que cantaba una canción que no sabías qué significaba pero que lo envolvía todo, y pensabas que dentro de unos días todos nos regresaríamos a nuestros países, y la gente se olvidaría de Haití en cuanto surgiera la próxima tragedia.

 

¿Qué les deja Haití a cada uno de ustedes?

DP: Es una experiencia humana, más allá de la burocracia que hace rato mencionaba; de aprendizaje también, de situaciones que te rebasan. Regresas con la insatisfacción de que obviamente ese pueblo se queda con toda su tragedia y tú regresas a tu vida cotidiana y en treinta días ya estás en otra dinámica.

La sensación que yo me traje de Haití es que hay un estigma muy fuerte sobre las personas de color. Algún día platiqué con un argentino que tenía 72 niños en un orfanato, y me decía que si llevas un niño de esos a México, aunque no lo creas, lo van a discriminar, porque la familia que se lo lleva tiene recursos y lo va a colocar en un colegio privado, y siempre va estar el estigma sobre él por ser de color. Y me quedé reflexionando que a lo mejor sí: los mexicanos también somos racistas en muchos aspectos.

VHM: A mí es la primera vez que me toca cubrir algo tan grande, y me enseña la fragilidad humana, la precariedad de la realidad en la que vivimos. No me enamoré de Haití en sí, porque no hay mucho de qué enamorarse, pero me enamoré de la gente, de esa forma de expresar la religión en todas las facetas de la vida. Es un pueblo que ha sufrido mucho en su historia –no deja de tener algo siniestro detrás de sí, supongo que por esa historia llena de sangre–, pero de una alegría impresionante.

CLM: A mí lo que me deja es el abandono. La ayuda a Haití no llegó tres días tarde, llegó doscientos años tarde. Y la verdad es que experimentar la ausencia total de Estado es un motivo para el aprendizaje. Para mí Haití ya es una referencia, y espero que me sirva en futuros trabajos periodísticos, y desde luego también en la ubicación de las justas dimensiones del lenguaje. Es decir, después de caminar por el hospital de Haití, ya no todo en la vida es “dantesco”. Después de ver al presidente Préval acurrucadito en una silla ya no todos son “peleles”. Después de no ver policía y ver a una población abandonada a su suerte, pues ya no todo es “Estado fallido”.

En cuanto a la gente, está mucho mejor ahorita que en 2004. En aquella ocasión eran hermanos enfrentándose con armas no mayores a una pistola calibre .35, incluyendo machetes, cuchillos y piedras. Era una población donde un bando capturaba a un adversario del otro bando en Gonaïves, y después de maltratarlo a pedradas casi hasta la muerte le rociaban gasolina; cuando le rociaban gasolina todavía se sacudía, y entonces le aventaban una piedra más grande en la cabeza para que terminara de morir, le prendían fuego y al terminar de consumirse las llamas, se lo comían. Comprenderás que eso me dejó absolutamente fuera de mí, y no, no me topé entonces a un pueblo generoso: era un pueblo atemorizado, encerrado en sus casas, y los que tenían tomadas las calles eran los Tonton Macoute, los Lavalas… Era un escenario totalmente distinto. Yo no conocí Haití en esa ocasión, conocí la guerra de Haití y una disputa política que se trasladaba a una guerra entre hermanos. Ahora es una población absolutamente necesitada, sin gobierno, sin orientación, sin ayuda internacional, que le tiene miedo al futuro, la mitad porque perdieron sus casas y la otra mitad porque estaban seguros de que las iban a perder.

 

PO: A mí me deja un poso de dolor, de rabia, de indignación por ver la ineficacia y la autocomplacencia de muchos. Tenemos esos rincones de pobreza muy cerca, y tienen que pasar siglos, o una tragedia de este tipo, para que nos demos cuenta. Y en lo profesional me deja un compromiso con la necesidad del periodismo, que al final es algo tan sencillo como esto: contarle a la gente lo que le pasa a la gente. No somos soldados, ni médicos, ni curas, ni jueces, pero es muy necesario que estemos ahí, sin cinismo y con mucha sencillez, para contar la verdad de lo que está pasando, de lo que tú ves de una manera honesta. Eso era necesario antes y lo es ahora y, con redes sociales o sin ellas, lo va a seguir siendo. ~

 

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(ciudad de México, 1969) ensayista.


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