OCNIS en Montreal

Una crónica del avistamiento de algunos Objetos Cinematográficos No Identificados en el Festival de Nuevo Cine de Montreal.
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El Festival de Nuevo Cine de Montreal no solo es el certamen fílmico más antiguo de Canadá –su emisión número 48 se está llevando a cabo en este momento, mientras usted lee estas líneas– sino que, a diferencia, de su competidor directo, el Festival de Toronto –que tampoco es tan joven, pues acaba de cumplir 44 años–, su objetivo está centrado menos en ser la antesala del Oscar, con todo y sus alfombras rojas apantalladoras, que en mostrarle a su entusiasta público de más de cien mil asistentes por año un panorama del cine mundial audaz, arriesgado y experimental, sin dejar de lado las obras de los grandes autores contemporáneos como, en este 2019, será el caso de la más reciente cinta de Costa Gavras o el último filme de la gran Agnès Varda, por dar un par de ejemplos.

En estas frías calles de Montreal estoy, precisamente, en estos días de octubre, en calidad de carne de cañón del Jurado FIPRESCI al lado de mis colegas, el crítico francés Jean-Max Méjean –autor de libros sobre Fellini, Almodóvar y Allen– y el crítico canadiense Guillame Potvin, colaborador de la revista Séquences. Los tres tenemos la responsabilidad de elegir a la mejor opera prima entre las distintas secciones del festival. Esta obligación tiene sus pros y sus contras: por un lado, veremos una veintena de debuts fílmicos de distintas partes del mundo –en ficción, documental y puntos intermedios–, lo que nos dará una visión general de la competencia en media docena de las secciones del festival; por otro lado, por tener estas serias responsabilidades de jurado, resulta imposible ver esta o aquella película que, por desgracia, se empalma con alguna cinta que debemos revisar por obligación. Bueno, no se puede tener todo en la vida.

Al llegar a la mitad de la encomienda, debo señalar que las tres cintas más valiosas que he visto hasta el momento –y que, espero, lleguen alguna vez a nuestro país o, por lo menos, al servicio de streaming de su elección– no parecen, a botepronto, dignas de un festival tan serio y demandante como el de Montreal, pues en dos de ellas aparecen zombis –o parientes cercanos– y otra más tiene como protagonista a un ídolo de la lucha libre en México. Es decir, se trata de filmes que uno podría haber esperado en festivales especializados en cine fantástico, como el de Sitges, lo que, en realidad, habla muy bien del comité de selección de Montreal, pues las tres cintas juegan, en efecto, con ciertas convenciones del cine de género sin caer por completo en ellas.

El caso emblemático es el de Die Kinder der Toten (Austria, 2019), opera prima dirigida a cuatro manos por Kelly Cooper y Pavol Liska, cinta ganadora del premio FIPRESCI en la sección Forum de Berlín 2019. Producida por el provocador de vocación Ulrich Seidl y basada en la novela homónima de la Premio Nobel 2014 Elfriede Jelinek, estamos ante una suerte de delirante home-movie (¡realizada en Super 8!) que nos entrega la crónica de la transformación en muertos vivientes de un grupo de habitantes de cierto pueblito austriaco. Con referencias más o menos veladas al pasado austriaco de la Segunda Guerra Mundial, con todo y su participación en el Holocausto judío, el debut de Cooper y Liska nunca abandona las claves del género –por ejemplo, el caminar lento y pasmado de los muertos vivientes–, y las extrapola hacia un estilo irónico que le debe mucho al cine de Guy Maddin. Un auténtico OCNI: Objeto Cinematográfico No Identificado.

Atlantique (Francia-Senegal-Bélgica, 2019), opera prima de Mati Diop, ganadora del Grand Prix del Jurado en Cannes 2019, juega en un terreno similar, aunque más cercano al cine –permítanme las comillas– “de festival”. En algún suburbio de Dakar, un joven trabajador de la construcción decide aventurase por el Atlántico del título para ir a buscar suerte en España, pues no encuentra futuro en su país, ya que el empresario constructor que lo emplea a él y a otros muchos de su edad no le paga lo que debe. El muchacho deja atrás las playas de Dakar, pero no solo su arena, sino a su novia Ada (Mame Bineta Sane), quien ha sido comprometida a fuerzas con el hijo de algún ricachón del lugar. Ada asiste a su boda cual condenada a muerte, añorando la presencia de su novio desaparecido, quien regresará, insólitamente, como muerto viviente, a cobrar lo que le deben, al lado de otros muchos jóvenes ahogados en el mar.

Además del fascinante coqueteo con el cine fantástico, tanto el guion como la puesta en imágenes de Mati Diop –espléndida fotografía de Claire Mathon– presumen una inclinación gótico-poética en la que los muertos no tanto regresan a la vida como poseen los cuerpos de sus seres queridos o de otros que pueden fungir como sustitutos. I walked with a xombie (Tourneur, 1943), indeed. Otro OCNI más.

Nail in the coffin: The fall and rise of Vampiro (Canadá-EU-México, 2019), documental del debutante Michael Paszt, es una biopic centrada en la vida de un tal Ian Richard Hodgkinson, nacido en Ontario, Canadá, en una familia católica y proletaria. Apto para el deporte –pero, al parecer, para nada más, por lo menos en su juventud–, Hodgkinson jugó el pasatiempo nacional canadiense –hockey sobre hielo, por supuesto… y hasta fue seleccionado por un equipo profesional de Montreal, pero la falta de disciplina y de interés lo llevaron por otros rumbos, que incluyeron ser guarura de Milli Vanilli en Los Ángeles, hasta que la casualidad lo llevó a su auténtica vocación: ser un superestrella en la lucha libre mexicana, sin máscara que defender pero sí una larga caballera y, por supuesto, una nueva identidad: El Vampiro (Casanova) Canadiense.

A decir verdad, el documental tiene una estructura clásica –imágenes de archivo, entrevistas con colegas y rivales del luchador ya retirado, seguimiento de su vida profesional y personal– y, previsiblemente el Vampiro Canadiense resulta ser un protagonista no solo muy atractivo y carismático –dejara de ser luchador– sino también bastante articulado. Al mismo tiempo, Paszt construye una absorbente crónica detrás de las cámaras –o, más bien, abajo del ring– de cómo funciona la lucha libre en México. No se trata, pues, de un filme tan extraño como los dos anteriores… pero solo si lo vemos con ojos de mexicanos, acostumbrados a ver llaves de lucha libre con nombres como “la parvovirus” o “el pulpo lagunero”.

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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