Narcos: México, ominoso blanqueamiento

Los capos de la conocida serie televisiva son carismáticos, emprendedores y eficaces. ¿Los narcos dejaron de ser los villanos de las historias violentas?
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¿Ha cambiado en últimas fechas la imagen que tenemos de los narcotraficantes? ¿Se perciben menos como criminales y más como un nuevo género de vaqueros en el lejano oeste del Norte de México, territorio sin ley donde florecen iniciativas controversiales, pero que responden creativamente a una demanda gigantesca y a un vacío de alternativas? ¿Acaso la ficción omnipresente de Netflix hace eco de ese cambio de percepción, y colabora en generalizarlo?

La serie Narcos: México, producida por Carlo Bernard y Doug Miro, es uno de los acercamientos al tema que más éxito ha tenido entre el público. Y aunque ya pasaron algunos meses de su estreno, sucesos recientes –como el apretón de manos del presidente a la madre del Chapo y la consecuente defensa que muchos han hecho de ese gesto— nos obligan a examinar la serie en busca de ese nuevo discurso. ¿Los narcos dejaron de ser los villanos de las historias violentas?

En Narcos: México, personajes conocidos como Miguel Ángel Félix Gallardo, El Güero Palma, El Chapo y El Señor de los Cielos se presentan como carismáticos. Las excelentes actuaciones, el buen casting, refuerzan ese rasgo. Esos narcos protagonizan buenas historias de amor: todos son esposos enamorados y colaborativos en sus casas. No hay en este retrato prostitutas, explotación sexual, abuso de menores, ni tampoco se ve el reino de terror en las plazas de cada capo. Hay algunos pocos personajes sedientos de sangre, pero de los dos bandos.

¿Cuáles son esos dos bandos? Uno está formado por el gobierno priista, el Ejército, el gobierno de los Estados Unidos y un hiperagresivo y racista FBI, que se han unido a los narcos malos: Miguel Ángel Félix Gallardo, al final de su evolución, y un patriarca norteño traficante de opio, que va por la libre por su amistad familiar con los Salinas. La oscuridad de este bando se consolida con el ascenso del máximo tenebroso, Carlos Salinas de Gortari, y su hermano Raúl, que la serie elige poner en primerísimo lugar, casi por encima de Carlos. Contra esta banda están los buena onda: las presencias simbólicas de Cuauhtémoc Cárdenas y el PRD, los agentes de la DEA, que sí son medio decentes y filomexicanos… y esos buenos muchachos norteños o de Guadalajara.

En la serie, el FBI se alía con “la federación” de Félix Gallardo porque este le ofrece plena participación en las nuevas rutas del oeste para el transporte de la coca colombiana, con lo cual se financiará la guerra estadounidense de la Contra en Nicaragua. Para asegurarse la continuidad de esa protección gubernamental, Félix Gallardo logra, a través de una especie de secretario de gobernación llamado “Zuno” (sustituto en la ficción del artífice directo de la histórica “caída del sistema”, el ahora intocable Manuel Bartlett), que Carlos Salinas gane las elecciones de 1988, de manera fraudulenta. Así se sella ese pacto oscuro.

El tema del abuso sexual casi no figura en Narcos: México. Aparece por primera vez en el capítulo 7 de la segunda temporada, en un instante discretísimo, protagonizado por Raúl, quien se baña en dinero y en corrupción. La diferencia es enorme respecto a la versión original de Narcos, centrada en el caso colombiano, donde el clima de terror que vive la población civil es un tema importante: la imposibilidad de evadir esa tiranía, el consumo sexual de las mujeres, los brutales asesinatos, la destrucción del tejido social traída por el narco y su reino absoluto, sostenido por multitud de psicópatas todopoderosos. Ese aspecto esencial está ausente casi por completo en la serie mexicana.

En Narcos: México solo algunos son un poco psicópatas: el pobre Caro Quintero ama sus plantitas de mota (según esto, él inventó la famosa sinsemilla, y verdaderamente llegó a tener en el sur de Chihuahua 10 millones de kilómetros cuadrados sembrados de mariguana) y a su novia universitaria, la pareja más feliz y convincente de todas las tontas series. En esta trama de entusiasmo y exuberante amor, es la coca de Félix Gallardo quien destruye a Quintero y lo hace cometer sus errores, como la salvaje tortura y muerte del siempre bien recordado agente de la DEA Enrique “Kiki” Camarena (responsable de la destrucción del megaplantío, en la temporada 1).

Otra de las historias parece película del oeste, gracias a un entrañable trío formado por Walt Breslin, un agente de la DEA, antihéroe nivel High Noon; Mimi Web Miller, la gringa con botas, buena para hacerse respetar con su caballo y su fusil; y su mero galán, Pablo Acosta, el narco campirano y bigotudo aficionado a los caballos, otro romántico y resignado guerrero o empresario que se ha abierto paso en un medio rudo pero que tuvo su época de oro. En la misma línea, Don Neto es un viejo lobo de mar, un yonqui sabio, gran consejero. Amado Carrillo es un hombre serio y noble, un aviador con estilo. Todos ellos sufren la caída provocada por Félix Gallardo, en su afán de controlar todo y de ir siempre más lejos, disputando el terreno de los narcos colombianos.

Diego Luna interpreta a un Félix Gallardo pulcro en sus trajes italianos, que son mencionados directamente en la serie, de lo bien que le quedan. Manda matar, sí. Pero son más bien ajusticiamientos. Es un capo filósofo, normalmente parquísimo de palabras al estilo Jalisco (“ey… pues ya estuvo…”), con don de mando para poner de acuerdo a tantas familias y plazas.

El blanqueamiento de estos delincuentes, consecuencia acaso de la comercialización masiva de personajes como Pablo Escobar y El Chapo Guzmán en tantas series televisivas y películas, se presenta de este modo: el negocio de todos estos bravos mexicanos es ilegal, pero están trabajando, innovando, creando empresas variadas: inventando el recurso de hacer túneles, preparando a toda velocidad una flotilla aérea, improvisando nuevos modos de esconder la droga. Su labor involucra a ministros, policías y fuerzas militares en los dos países. Más que ilegal, es solo el lado oscuro del mundo, ajeno a reglamentaciones institucionales, regulado con códigos de honor al estilo del viejo oeste, y según lógicas empresariales o mafiosas que son inevitables.  

En la serie, algunos narcos salen peor parados que otros: los del Cartel de Tijuana, por ejemplo, aunque lo suyo se dibuje como un problema familiar. Los hermanos Benjamín y Ramón Arellano Félix, líderes de aquel grupo, son guapitos a la par que siniestros, han sufrido cárceles y destrucción psicológica, se sienten menos que los sinaloenses, y sobre todo, están acomplejados frente al empoderamiento de su hermana Enedina, la emprendedora atrevida que compra sin decirles un negocio miserable de cruce diario por la frontera de sirvientas mexicanas casi esclavas, y lo convierte en un sistema de bien pagadas y agradecidas mulas. Un cuento de hadas de empoderamiento femenino. Su socia, Isabella, es una narca tipo sex symbol, que se las ha visto negras en su carrera solitaria entre tantos hombres (discretamente) sexistas. Mujeres chingonas, como deben ser todas las que figuran en Netflix y en la gran mayoría del cine y las series estadounidenses de hoy.

En contrapartida, el abuso sexual y el sometimiento de las mujeres son una sombra que se desvanece en el horizonte. Todas las mujeres aquí son enteras, seguras de sí mismas. Conmueve ver al Güero Palma, cual papá gringo, cortar el pollo asado (casero) de la cena familiar (no dura mucho antes de sacar un arma que parece hecha para el combate en Siria y hacer de su casa una zona de guerra, después de haber puesto a salvo a su familia); o al joven Chapo, tan idealista él, guiado como oráculo por su mamacita con quien hace tortillas en la cocina (¿no llega aún el momento de consumir sexualmente a niñas como vitamina? ¿Ocurrirá en la tercera temporada?). De la gran mutación de la serie colombiana a la mexicana, de la casi completa desaparición del sexo bueno o malo y de las mujeres hipersexualizadas, quedó como testigo la exquisita canción inicial de la serie: la descripción sublimada de una felación. 

No voy a detenerme en los detalles de una realización muy correcta, que no abusa de los narcocorridos ni del color local. Brinca una escena, de un maniqueísmo pedestre: la ridícula toma de posesión de Carlos Salinas en Palacio Nacional. Pero sobre todo, ofende pensar en la coincidencia, en nuestro tiempo, entre la representación de ese Chapo y su madre, con la imagen de nuestro presidente acudiendo en Badiraguato el día de cumpleaños del hijo del Chapo, al que permitió escaparse en octubre pasado. Pues sí, es la misma “normalización” de los muchachos buena onda que desafiaron a la mafia del poder heredada del siniestro Salinas de Gortari.

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(ciudad de México, 1956) es historiadora.


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