Arco ’05 (o cómo ser mexicano sin morir en el intento)

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Éramos los mexicanos en ARCO. Depende de quién lo dijera, el gentilicio podía entenderse como: a) algo honroso b) algo excluyente o c) algo honroso o excluyente, pero en ambos casos excepcional. Por excepcional no se entiende “mejor” sino el estado más o menos incómodo al que apunta la definición literal: lo otro —lo diferente— en una Feria Internacional. Con diecisiete galerías mexicanas en el marco de la exhibición comercial, exposiciones paralelas colectivas e individuales, y mesas de debate sobre orígenes y perspectivas del arte reciente de México, o eras el país invitado o eras parte de la comunidad internacional. La disyuntiva era ya el problema, y esto mucho antes de arrancar.
     En 1975 el crítico y periodista Tom Wolfe publicó La palabra pintada, una historia del arte del siglo XX en la que enuncia la paradoja filosa en la médula del arte moderno y que ilustra desde la historia del arte las paradojas de lo excepcional: de aquello que se define a partir de lo que deja atrás. Como reacción a la figuración del arte narrativo del siglo XIX y anteriores, narra Wolfe, los artistas del XX optaron por negar al receptor de su obra cualquier posibilidad de lectura interpretativa con referencias en su realidad. Para ello dependieron tanto de las obras que creaban como de las teorías que las explicaban detrás. Tan imbricado se volvió el sustento crítico de, por ejemplo, el expresionismo abstracto, que cada vez más los creadores aspiraban a estar a la altura de lo que de ellos se escribía. Se convirtieron en ilustradores de textos. Vaya avance, comentaba Wolfe. Más rápido que pronto el arte dependía otra vez de la escritura —ya no de la narrativa ni de la mitología, esta vez del ensayo. Se vinculaba, como antaño, a un texto sobre papel.
     Según la crónica de La palabra pintada el fenómeno entretuvo al público y arengó a los artistas y críticos (y a éstos, de paso, los convirtió en estrellas), pero confundió para siempre a los coleccionistas de arte. Que el realismo ya no era tan buena inversión era para los compradores una certeza económica, pero no necesariamente una convicción estética. El triunfo inmediato y avasallante del arte pop, que seguiría al expresionismo abstracto, sentaría el principio de una nueva lógica, basada en la segunda contradicción más importante del siglo XX artístico: el público (esto es, el público pudiente) estaba dispuesto a consumir arte realista siempre y cuando, explicaba Wolfe, alguna autoridad lo convenciera de que: a) era nuevo, y b) no era realista. La paradoja se explica: entre unas gotas de pintura (Pollock, no realismo, pura bidimensionalidad) y unos cómics amplificados, con todo y su cuadros de diálogo (Lichtenstein, no realista, pura simbología), mejor caer en un lugar blandito y no por eso menos respetable. Si una exigencia del modernismo consistía en privilegiar la distancia sobre la emoción, la ironía era sin duda el lugar más atractivo del exilio. Desde allí se contemplarían, sin riesgos, los paraísos perdidos de la figuración. Wolfe concluiría su ensayo con una predicción: al final del siglo XX, a los estudiosos del arte les resultaría inverosímil descubrir el esfuerzo que sus antepasados invirtieron en tratar de ver el arte con la misma devoción platónica de los siglos anteriores, sin saber que se trataba de proyecciones de la Palabra sobre lo nuevo y lo excepcional.
     Tan fallida como resultaría la visión profética de Wolfe, la vigencia de sus paradojas podría probarse más o menos en cualquier lugar. Podría incluso hacerse algo más radical: retomar su relato sobre cómo, a mediados de siglo, lo moderno encontraría un nicho entre las categorías de lo establecido, para explicar, toda proporción guardada, cómo en las últimas dos décadas una cierta vertiente del arte ha encontrado un canal de diálogo en la escena internacional. Es el caso de México y del arte que aquí se produce, según se ha exhibió, promovió y discutió en su calidad de invitado, en la pasada Feria Internacional de Arte Contemporáneo (ARCO), celebrada del 8 al 14 de febrero en Madrid.
     Obviando el hecho de que la representación de un país (o de su arte, nunca queda claro) en una feria comercial (pero con actos paralelos que refuerzan la idea de unidad cultural) es, por los puros paréntesis, un acto condenado al fracaso (“un tema vomitivo”, diría el crítico Cuauhtémoc Medina), los discursos que allí se generan sí son, en cambio, representativos de posturas culturales que, de un lado y del otro del diálogo, dejan ver las paradojas que, apunta Wolfe, están en el centro de las relaciones del arte con el mercado y la crítica.
     La primera contradicción, el asunto de la nacionalidad. Así como un consumidor incipiente de arte contemporáneo se permitía hace cincuenta años invertir en el realismo sólo si lo convencía de que era nuevo y no era realista, hoy en día un consumidor (y espectador) de arte contemporáneo y global se permite invertir (y disfrutar) del arte mexicano siempre y cuando se lo convenza de que es nuevo y de que no es mexicano (en su connotación limitante y devaluada, la misma del realismo en su día, ligada a un pasado que, en interés de las partes en diálogo, más conviene dejar atrás).
     En uno de los foros teóricos programados por arco acerca del país invitado, donde se debatió, casi sin paréntesis, la oposición entre localismo y globalización como discurso del arte reciente en México, el filósofo y director de la revista CURARE José Luis Barrios abordó la contradicción desde el lado del artista (y su galerista, y su crítico), donde lo mexicano ha de entenderse como “cosmopolita pero periférico”: el problema consiste en “cómo ser nosotros mismos en la escena global, pero siempre negociando con el fantasma de lo nacional”. Otro de los participantes en los foros, el curador independiente Patrick Charpenel, definió la paradoja a partir de la economía: el arte mexicano se internacionalizó, dice, cuando, a partir del TLC, entró en diálogo con mercados globales y sus temas reaccionaron a los contrastes entre economías y políticas. La notoriedad que generó este arte obligó a crear un aparato museístico y de galerías alrededor de él: “México existe artísticamente [en el mapa internacional] gracias a las controversias culturales.” Su participación en el diálogo mundial, se podría concluir, está condicionada a su papel contestatario y marginal.
     Los galeristas, protagonistas reales de ARCO, absorbieron esta paradoja en beneficio de su misión. Después de todo, son ellos las autoridades (más legibles y amables que un crítico) a quienes Wolfe reconoce como encargadas de convencer al comprador de que es posible, en la era cosmopolita, comprar una parte del pasado sin quedar como analfabeta o simplón. En el caso de México, permite también adquirir una ración de otredad, sin por ello pasar por colonialista o nostálgico del folclor.
     O no, por lo menos, del folclor que idealiza y sublima. José Kuri —codirector de la Galería Kurimanzutto (una de las más activas a nivel internacional, con Gabriel Orozco como estandarte de su calibre)— afirma que los estereotipos nacionalistas sobre México se rompieron hace años, pero que una nueva exotización recurre a los tópicos de la violencia, la miseria y la descomposición política. ¿Un tópico difundido? “Que la ciudad de México es la más peligrosa del mundo” ¿La gente lo busca en su arte? “Sí. Le gusta verlo ahí.” Enrique Guerrero, codirector de la galería que lleva su nombre, niega que la violencia sea un tema asociado a México por parte del coleccionista, y más aún que el artista lo explote como nuevo folclorismo artístico (“es, en todo caso, parte de la tradición de arte social que sí pertenece a México”). Es posible, eso sí, que el coleccionista adquiera una obra mexicana si la asocia con un recuerdo del país. No hay, dice él, creación de expectativas por parte del galerista (pero sí, diríamos otros, una necesidad de apropiarse del país.)
     Para otros galeristas, la internacionalización depende tanto de la evolución en los temas como en la innovación en los formatos y técnicas. Lo que sonaría obvio en palabras de una galería emergente, tiene connotaciones añadidas cuando lo enuncia la Galería OMR, una de las más consolidadas del país, presente en ARCO desde hace catorce años y, en su momento, promotora del neomexicanismo que entonces se apropiaba temas probados como óptimos para la mercantilización. Patricia Ortiz Monasterio, codirectora, apunta hacia un distanciamiento actual de los artistas con respecto a sus temas, “con menos carga nacionalista, con menos carga personal”.
     Todo esto —según la observación de Barrios— desde el lado de quien articula el tema, ya sea como artista o como su promotor. El interlocutor necesario es entonces el crítico que, desde el extranjero, legitima o desacredita, y que, junto con el curador (de preferencia también extranjero), le ofrece al coleccionista un panorama más o menos alentador. Y es también quien, en la era inconclusa de la palabra pintada, articula las contradicciones y convierte la teoría en un bien de intercambio y cotización.
     Lo particular del arte mexicano, dicen algunos, no es sólo particular de México, y por eso es arte global. Para Gabi Scardi, curadora con residencia en Milán y colaboradora de Flash Art-Italia, los dibujos vectoriales de Carlos Amorales exhibidos en Casa de América son a la vez políticos y arquetípicos, y hablan tanto de una biografía como de una condición universal. Por no referirse a Gabriel Orozco, quien, dice Scardi, utiliza el contexto mexicano como herramienta circunstancial. Algo similar opina Marc Spiegler, crítico francoestadounidense para Art News y Slate, sobre el trabajo de dos de los artistas representados en ARCO por la Galería Enrique Guerrero, Santiago Sierra y de Teresa Margolles, “sobre relaciones de clase y muerte, respectivamente, temas universales a partir del valor que les otorga una geografía particular”. Es, en cambio, específico de México la transgresión de límites entre la materia y su elaboración, según lo llevan a cabo algunos artistas que viven ahí (Francis Alÿs recorriendo la ciudad armado; Miguel Calderón y Yoshúa Okón ejecutando el robo de ciento veinte autoestéreos), lo que resulta en obras que los artistas difícilmente producirían en Europa.
     Queda fuera un tercer escucha, lo que lleva a una reconsideración de la fantasía futurista de Wolfe. Quizá el 2000 no alcanzó a ser el cierre de un siglo donde la mirada limpia sustituiría al juicio recargado de ingenio y contradicción; pero un momento del 2005 sí permitiría pensar en la existencia de un atajo más corto hacia una cierta conclusión. En los pasillos del recinto de ARCO, algunos adolescentes curiosos se detenían en los stands de galerías mexicanas más jóvenes. ¿Qué esperabas del arte de México? “No sabía qué me iba a encontrar”. ¿Y si lo hubieras imaginado? “Los tópicos: sombreros y cactus”. ¿Y, por lo que has visto en esta feria, te ha gustado el arte mexicano? Pausa de tres segundos y una respuesta para volver a empezar. “De lo que he visto, no he estado pendiente de si es mexicano o no.” –

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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