Cinco falacias sobre la democracia en América Latina

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Se ensombrece ya, en la primera década de este milenio, el horizonte de muchas democracias latinoamericanas. Comienzan a escucharse quejas, a señalarse dolencias y a elaborarse propuestas que, en instancias anteriores, desembocaron en el derrocamiento o el desmoronamiento de varias de esas democracias. Sufre esta parte de nuestra
América, al parecer, de lo que el economista Albert Hirschman alguna vez llamó fracasomanía. Tarde o temprano, todo lo intentado parece salir mal. La idea de la fracasomanía se propuso al principio, sin embargo, precisamente para combatirla, para intentar convencer a un amplio público de que era falso suponer que los proyectos de apertura política, económica y social en esta región estaban condenados al naufragio. En estas páginas, propongo una reflexión sobre cinco conceptos que, si recibieran aceptación general, amenazarían la viabilidad democrática de la región. Recordemos, pues, algunas hipótesis y sugerencias erróneas del pasado antidemocrático compartido por varios países latinoamericanos, con el deseo de evitar que se repitan.
     Identifiquemos primero un breve y sencillo concepto de democracia. La democracia, como mínimo, es un sistema político que requiere de una amplia participación, y contiendas electorales diáfanas y libres, para seleccionar a quienes nos gobiernen, y que permite que la mayoría ejerza el poder bajo un marco constitucional, con reglas establecidas y aplicadas que canalizan la acción del Estado según las leyes, y que protegen al mismo tiempo los derechos y las libertades de los ciudadanos, inclusive de las minorías. Muchos de nosotros, indiscutiblemente, esperamos más de un régimen democrático, pero ninguno debe conformarse con algo que menoscabe este mínimo.
      
     1.  La economía de mercado (el neoliberalismo económico)
          es enemiga de la democracia.
     Observemos que la definición de democracia que he ofrecido no requiere identificar la democracia con algún sistema económico. Tampoco implica esta definición que la democracia conduciría al desarrollo económico y social, no porque no sean deseables estos objetivos, sino porque los sistemas políticos democráticos pueden tener disímiles resultados económicos y sociales. Es cierto que la economía de mercado puede convivir con diversos regímenes autoritarios. Es igualmente cierto que ese tipo de economía también puede florecer bajo regímenes democráticos. Ambos resultados son parte de la historia de América Latina.
     Sin embargo, la experiencia histórica nos ofrece otros datos importantes sobre la relación entre democracia y economía. La ausencia de una economía de mercado impide el funcionamiento de la democracia. Los regímenes comunistas de Europa, durante el pasado siglo, no fueron democráticos, y los que persisten en este siglo, en el este del Asia y en Cuba, tampoco lo son.
     El poder arbitrario de muchos regímenes autoritarios no comunistas, además, se fortaleció por muchos años mediante la imposición del Estado para limitar o constreñir el funcionamiento de una economía de mercado. La dictadura militar brasilera (1964-1985) construyó numerosas empresas del Estado para consolidar y ampliar su poder. El último gobierno militar argentino (1976-1983) estableció feudos económicos para proteger el poder del ejército, de la marina y de la aviación. La dictadura del general Augusto Pinochet en Chile se apropió la gran minería cuprífera chilena para financiar y abastecer el presupuesto militar. La política fiscal del autoritarismo mexicano dependió por décadas de los ingresos de Petróleos Mexicanos, la principal empresa del Estado. El último gobierno militar peruano (1968-1980) se fundó precisamente sobre un intento de reducir en lo posible la importancia de la economía de mercado. En estos y otros casos, la limitación de la economía de mercado por parte del Estado autoritario permitió y estimuló el abuso y la corrupción, y redujo las libertadas democráticas.
     Si nuestro propósito, por tanto, es salvaguardar la democracia, mejores probabilidades de éxito tendremos si salvaguardamos también una economía de mercado, siempre que reconozcamos que el mero hecho de poseer tal tipo de economía es insuficiente para garantizar una consolidación democrática.
      
      2.  La democracia en América Latina requiere de un presidente  
       fuerte y enérgico para lograr un ritmo aceptable de crecimiento
          económico.
     La democracia latinoamericana que, además de serlo, busque la prosperidad, según esta hipótesis, siempre requiere de un César capaz de conducirla. Así se lo creyó Carlos Menem cuando, en 1989, pidió y obtuvo poderes casi omnímodos del Congreso de la Nación para reordenar la entonces caótica economía argentina. Así se lo ha creído Hugo Chávez, en años recientes, para realizar su "revolución bolivariana" dentro de una constitución democrática.
     El caso de Menem interesa, ya que la República Argentina sufre una vez más una grave crisis económica, y el recién designado presidente Eduardo Duhalde también parece requerir poderes similares. Menem y Duhalde, peronistas, fueron en un momento aliados políticos, aunque con graves desavenencias en años más recientes. Sin embargo, la anterior experiencia de Menem sugiere que esta es una hipótesis equivocada. Menem, en un inicio, intentó comandar el ordenamiento de la economía. Emitió, bajo el auspicio de la emergencia económica, numerosos decretos para ordenar, reordenar, modificar, reformar, estimular, modular y promover la economía y, sobre todo, para detener la hiperinflación prevaleciente. A comienzos de 1991, fue evidente que este presidencialismo desaforado era un fracaso. Un presidente, él solo, no puede generar la confianza económica suficiente para el sano funcionamiento de una economía.
     Un importante aporte de un sistema político al funcionamiento de la economía es la estabilidad, siempre que descanse sobre los hombros de un amplio consenso político. Cuando un presidente intenta personalizar la credibilidad económica, ésta puede durar exclusivamente hasta el final de su mandato presidencial (lo cual es una parte de la explicación de por qué en México, durante tantos años, ocurría una crisis económica en el crepúsculo de cada sexenio). Y con un presidente que personaliza la credibilidad económica, cuando cunde la inestabilidad, es prácticamente imposible tener éxito. La economía argentina se estabilizó a principios de los 90, y comenzó un ciclo de crecimiento económico durante la mayor parte de esa década, sin par en la historia nacional reciente, cuando Menem se dio cuenta de que a él, solo, nadie le creería. La prosperidad se produjo solamente una vez que Menem acudió al Congreso de la Nación para gobernar mediante leyes, no decretos, requiriendo la aprobación legislativa de reformas económicas gracias a la mayoría parlamentaria, y a veces sobre la base de un consenso más amplio que involucraba también a buena parte de la oposición democrática.
     El caso de Hugo Chávez sigue inconcluso, por supuesto. Pero es notable que Venezuela haya tenido un crecimiento económico tan decepcionante bajo su presidencia, a pesar del extraordinario aumento, hasta hace pocos meses, del precio internacional del petróleo. La personalización del poder no ha logrado hacer que aumente el ritmo de crecimiento económico: ni en la Argentina de los inicios de Menem ni hasta ahora en la Venezuela de Chávez. El presidencialismo no establece la credibilidad; la personalización de la credibilidad tiende, como consecuencia directa, a reducirla. En Argentina, en Brasil, en Chile y en México, entre otros, el crecimiento económico a partir de comienzos de los 90 depende de la acción compartida del poder ejecutivo y del poder legislativo para crear reglas estables y confiables que lo permitan y estimulen: jamás depende exclusivamente de la mera acción presidencial.
     Pero, alguien se quejará: ¿no fue económicamente exitoso el presidencialismo extremo en el Chile de Pinochet y el Perú de Fujimori? Es cierto, por supuesto, que hubo reformas económicas importantes en ambos países bajo los dos presidentes. El éxito económico pinochetista, sin embargo, siempre ha sido exagerado: un crecimiento económico del uno por ciento del producto interno bruto per cápita durante la década de los 80 no impresiona de por sí, y, lo que más importante, es muy inferior al ritmo de crecimiento económico chileno bajo los gobiernos democráticos que lo sucedieron.
     Las reformas económicas adoptadas mientras Alberto Fujimori fue presidente peruano habían sido aprobadas por el Congreso, mayoritariamente controlado por la oposición, antes del llamado autogolpe de Fujimori en 1992. Es decir, la estabilización, reforma y crecimiento económico peruanos de mediados de los 90 fueron fruto de la acción parlamentaria democrática, conjuntamente con el presidente, antes de su intento autocrático. Y los ensayos antidemocráticos de Fujimori, en el sentido de perpetuarse en el poder a fines de los 90, violando la Constitución y cometiendo fraude electoral, estuvieron asociados con crecientes dificultades económicas.
     El presidencialismo que gobierna por decreto es un obstáculo para el crecimiento económico, y debilita al proceso democrático.
      
      3.   Los empresarios son enemigos de la democracia.
     En Brasil en 1964, en Chile en 1973, en Argentina en 1976, los empresarios estimularon y apoyaron los golpes militares que derrocaron aquellas democracias latinoamericanas. En El Salvador y Guatemala, a través de años, muchos empresarios se valían del apoyo de las fuerzas armadas —y, durante los años 80, de grupos paramilitares— para retener su poder. El empresariado mexicano creció durante décadas gracias a la gentil sombra protectora de un régimen autoritario.
     Sin embargo, los empresarios en diversos países latinoamericanos también contribuyeron de forma decisiva y oportuna a la transición democrática. Encabezaron la protesta prodemocrática los empresarios peruanos a fines del decenio de 1970, cuando encaraban un gobierno militar responsable de un profundo y perdurable deterioro económico. Similar comportamiento del sector privado empresarial se observó en esos años en Brasil, primero frente a la competencia desleal de empresas del Estado y, después, con más amplitud, debido a que se difundió la convicción de que solamente un régimen político más abierto podría establecer las bases de convivencia requeridas para una reactivación sostenida de la economía. El empresariado nicaragüense, huelga decir, se opuso al autoritarismo sandinista.
     Más sorprendente quizás fue la protesta del empresariado guatemalteco contra la política fiscal del último gobierno militar, protesta que, si bien era motivada casi exclusivamente por intereses económicos, contribuyó al fin de ese gobierno en 1985. En El Salvador también, paulatinamente, el empresariado descubrió que la paz era necesaria para su prosperidad, que la paz requería una negociación con los movimientos revolucionarios coaligados en el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), y que la negociación requería fundar un partido político (la Alianza Renovadora Nacionalista) que lo representara. El empresariado salvadoreño se convirtió en coarquitecto de la pacificación y la democratización del país.
     Esta contribución, a veces inesperada, a la democratización de un país no se ha limitado, en los últimos años, a la acción del empresariado nacional. Hasta el Wall Street financiero hizo un aporte a la democratización mexicana en víspera de la elección presidencial de 2000. A través de los diversos fondos de inversión, bancos, corredores de acciones y la prensa financiera, se le comunicó a Los Pinos que la clave de la feliz conclusión económica del sexenio de Ernesto Zedillo dependía, no ya de la victoria contra viento y marea del Partido Revolucionario Institucional, sino de una elección libre de fraude, confiable y transparente, que permitiera llegar al poder a quien realmente ganaría las elecciones, en este caso Vicente Fox y el Partido Acción Nacional (PAN).
     El empresariado latinoamericano no fue siempre adalid de la democracia, pero descubrió sus virtudes al compararla favorablemente con los peores gobiernos autoritarios de su experiencia.
      
     4.  La izquierda es enemiga de la democracia, y los
     sindicatos también lo son.
     En diversas instancias, la izquierda política, en efecto, ha sido enemiga de la democracia. Así lo sigue siendo el Partido Comunista de Cuba. Así lo fue por mucho tiempo, en Nicaragua, el Frente Sandinista de Liberación Nacional, y el FMLN en El Salvador. Así lo son, en Colombia, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el Ejército de Liberación Nacional. Así lo ha sido Sendero Luminoso en Perú.
     La autotitulada izquierda democrática latinoamericana de los años 60 no tuvo una confrontación similar con la democracia, pero sí, sutilmente, contribuyó a su deslegitimización en aquel momento, desprestigiándola como meramente "formal". La izquierda democrática latinoamericana pagó caro, en carne y hueso, ese grave error político, ya que fue la principal víctima de las despiadadas dictaduras militares que azotaron gran parte del continente en las dos décadas siguientes.
     Resurge la izquierda latinoamericana en la década de los 80, con una vocación más nítidamente democrática, a raíz de su necesaria e impostergable reflexión sobre el valor fundamental de la democracia en sí, y como instrumento para lograr los valores sociales que valora la izquierda universal. Gobierna Chile hoy un presidente proveniente de las filas del Partido Socialista, el mismo partido político de Salvador Allende, como parte de una amplia Concertación Democrática, coalición que ya ha sido responsable de extraordinarios y loables pasos de avance en ese país. Gobierna Brasil, eficaz y democráticamente, a pesar de crisis económicas de origen exógeno, Fernando Henrique Cardoso, que en los años 60 y 70 fue el creador, entre otros, de la teoría de la dependencia, además de crítico del imperialismo y fundador del Partido Social Demócrata Brasilero.
     El papel de los sindicatos demuestra una trayectoria similar. Es cierto que la organización interna de muchos sindicatos en América Latina, y de muchas federaciones sindicales del área, no es particularmente democrática. Sin embargo, la acción sindical ha sido decisiva, en varios países de este continente, para provocar y promover la transición democrática, y para transformar lo que pudieron ser cambios meramente elitistas en procesos de más profunda democratización. La huelga general peruana de 1977, primera en la historia moderna del Perú, fue un golpe decisivo para provocar el proceso de democratización y el fin del régimen militar. Brasil, carente prácticamente de sindicatos auténticos, es el escenario de una pacífica revolución social a fines de años 70 que se caracteriza por el desarrollo de sindicatos con base popular, los cuales representan los intereses reales de su membresía, y actuaron enérgicamente para profundizar y acelerar el proceso de apertura política. La fundación del Partido de los Trabajadores sirvió también como brazo político de este avance democrático. Las protestas obreras en Chile a mediados del decenio de 1980 conllevaron, posteriormente, la formación de la Concertación Democrática y el diseño de una estrategia para poner fin a la dictadura. Las luchas obreras en El Salvador y Guatemala fueron parte de sus procesos de democratización.
     La izquierda política en México jugó un papel histórico clave, y sin precedentes, para provocar el prolongado proceso de democratización que caracterizó la política nacional a partir de la segunda mitad de los  años 80. La democratización no se inició en Los Pinos; tampoco había sido suficiente la acción loable y perdurable del PAN para hacer avanzar la democratización mexicana. Cuauhtémoc Cárdenas, y la coalición que posteriormente fundaría el Partido de la Revolución Democrática, fueron esenciales para esta transformación nacional.
     Tanto el caso de los empresarios como el de los sindicatos subrayan un factor adicional: contribuyen a la democratización o a la consolidación democrática organizaciones que no son necesariamente democráticas. Una empresa normalmente no está organizada bajo principios democráticos: no es esa su razón de ser. Un sindicato puede o no estar organizado bajo principios democráticos; algunos sí lo están, otros muchos no. Lo importante es que compitan entre sí, y con otras fuerzas sociales, económicas y políticas de cada país, ya que de esa competencia surge su aporte fundamental a la democracia, y ésta depende precisamente de continuadas contiendas electorales y parlamentarias por definir los fines y medios de una comunidad política nacional.
     Los sindicatos, sin embargo, tienen una relación aún más directa y profunda con los procesos de transición y consolidación democrática. Los sindicatos normalmente promueven una amplia participación política de la ciudadanía, sin trabas, porque solamente así lograrían sus miembros participar activamente en la vida electoral y política. Los sindicatos demandan la suficiente libertad de expresión, asociación y acción requerida para su labor, y al hacerlo así necesariamente amplían y profundizan las libertades y derechos ciudadanos plasmados en cada constitución. Los sindicatos, sean o no internamente democráticos, contribuyen directamente al desarrollo de la participación política, al dinamismo de la contienda política y a la protección de garantías constitucionales, todos ellos pilares de un genuino proceso democrático.
      
      5.    Las democracias latinoamericanas son frágiles.
     Afortunadamente, no lo han sido durante las dos últimas décadas. Sobrevivieron en Ecuador, Colombia, Venezuela, Costa Rica y la República Dominicana a la catástrofe económica de comienzos de los años 80. Sobrevivieron la hiperinflación de los 80 en Argentina, Bolivia, Brasil y Perú. Sobrevivieron múltiples intentos de golpes de Estado en diversos países, en los decenios de  1980 y 1990, todos fallidos (excepto en Ecuador en 2000, aunque el éxito de ese golpe fue breve y limitado al derrocamiento del presidente). Sobrevivieron a guerrillas y terrorismo en Colombia y Perú. En todas partes, sobreviven al narcotráfico y la corrupción, y también al desempleo y la pobreza.
     Un pasado de supervivencia no garantiza un futuro similar. Un futuro de mera supervivencia —en el que se estanque el crecimiento económico y cundan o aumenten el desempleo, la pobreza, el crimen organizado y otras calamidades— representa un desempeño paupérrimo e inaceptable, el cual podría hacer peligrar a nuestras democracias. Pero la democracia latinoamericana no es frágil, siempre y cuando no la convirtamos en tal (por ejemplo, con la fracasomanía). Recordemos los enormes aportes que ya ha realizado a favor de nuestras libertades públicas, y los pasos de avance económico que indiscutiblemente sí se dieron en años anteriores. Evitemos, pues, los errores conceptuales que han provocado esta reflexión. La democracia latinoamericana es fruto sorprendente de un pasado complejo y a veces tenebroso, pero sigue siendo un fruto resplandeciente y atractivo, y el sustento de un futuro mejor. –

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