Carta al hermano

La introducción a nuestro número 30 (junio de 2001), que abordó las relaciones entre cárcel y escritura, terminaba con un aserto esperanzador: “no hay cárcel para la imaginación”. En este número, dedicado a repensar las instituciones y los procesos de justicia criminal, elegimos apegarnos a ese dicho, a fin de explorar las distintas maneras en que el encierro ha puesto de manifiesto el poder liberador de la escritura. De Sade a Wilde, de Gramsci a Dostoievski, la literatura que surge del cautiverio no se ha limitado al testimonio de una circunstancia, sino que ha enriquecido distintas tradiciones, lo mismo de la poesía y la novela que del pensamiento político. Esta breve galería de retratos de escritores en reclusión busca evidenciar lo irrefrenable del ingenio y la inteligencia, al tiempo que confirma la derrota de los muros frente a la vitalidad creadora.
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A Mijaíl Dostoievski

30 de enero – 22 de febrero de 1854.

Omsk.

Parece que por fin podré hablar contigo con más soltura y sinceridad. […]

Vivíamos mal. El presidio militar es más pesado que el civil. Los cuatro años los pasé encerrado, entre cuatro paredes, y solo salía para trabajar. El trabajo que me tocaba era pesado, no siempre, por supuesto, pero a veces me quedaba sin fuerzas, en el mal tiempo, la humedad, el fango o, en invierno, en las heladas inclementes. En una ocasión en que pasé cuatro horas realizando un trabajo imprevisto, el mercurio se congeló; debía hacer, probablemente, unos 40 grados bajo cero. Se me heló un pie. Vivíamos hacinados, todos juntos en una misma barraca. Imagínate un edificio de madera antiguo y en ruinas que desde hace mucho tiempo debió ser derruido y ya no puede seguir sirviendo. En verano el calor es sofocante y en invierno el frío insoportable. Los suelos podridos. El piso cubierto por una gruesa capa de mugre, se podía resbalar y caer. Los ventanucos se llenaban de escarcha, así que durante todo el día era casi imposible leer. Los vidrios siempre estaban cubiertos por una gruesa capa de hielo. El techo goteaba, todo era chiflones. Vivíamos como sardinas en un tonel. Encendían la estufa con seis leños, y no se sentía calor (en el cuarto, el hielo apenas si se derretía), y el tufo era insoportable: ahí tienes el invierno. En la barraca misma los presos lavan su ropa y toda la barraca acaba salpicada de agua. No hay espacio para moverse. Desde que cae la noche hasta que amanece no puedes salir a tus necesidades, porque cierran las barracas y en cada vivienda colocan un cubo, y por eso el hedor es insufrible. Todos los presos apestan como puercos y dicen que no pueden no hacer porquerías, porque “son hombres vivos”. Dormíamos sobre las tarimas desnudas y solo se permitía una almohada. Nos cubríamos con pellizas cortas y la noche entera los pies estaban desnudos. La noche entera tiritabas. Había pulgas, piojos y cucarachas por montones. En invierno llevábamos unas pellizas, a menudo pésimas, que casi no calientan y en los pies unas botas de caña muy corta: ¡y sal a caminar en el hielo! De comer nos daban pan y sopa de coles que debería haber contenido un cuarto de libra de carne por persona, pero la carne la ponían picada y yo nunca la vi. En días de fiesta kasha casi sin mantequilla. Durante el ayuno de Cuaresma, col con agua y prácticamente nada más. Me arruiné el estómago de mala manera y varias veces estuve enfermo. Piensa, ¿acaso se podía vivir sin dinero?, y si yo no hubiera tenido dinero, sin duda habría muerto, y nadie, ningún preso habría soportado una vida así. Pero todos hacen alguna cosa, la venden y tienen unos kopeks. Yo bebía té y a veces comía un trozo de carne, y eso me salvaba. No fumar tabaco también era imposible, porque uno se podía asfixiar en tanta pestilencia. Todo esto se hacía a escondidas. A menudo estuve hospitalizado. A causa de un trastorno nervioso, me apareció la epilepsia, pero los ataques no son frecuentes. También tengo reumatismo en las piernas. Aparte de esto, me siento bastante saludable. Añade a todos estos deleites, la casi imposibilidad de tener un libro y lo que conseguías, debías leerlo a escondidas, la permanente hostilidad y los pleitos a tu alrededor, los insultos, los gritos, el ruido, el alboroto, siempre vigilado por la escolta, nunca solo y esto cuatro años sin cambios; de verdad, se puede perdonar si dices que se vivía mal. Además, siempre amenazante el castigo, y los grilletes y la total opresión del espíritu. Ahí tienes el cuadro de mi vida cotidiana. Lo que ocurrió con mi alma, mis creencias, mi intelecto y mi corazón en estos cuatro años, no te lo voy a contar. Es largo de relatar. Pero la eterna concentración en mí mismo, adonde huía de la amarga realidad, dio sus frutos. […] ~

 

Traducción de Selma Ancira

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(Moscú, 1821- San Petersburgo, 1881) fue Fiódor Dostoievski.


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