Carlitos y Snoopy, neuróticos terminales

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A lo largo de cincuenta años, de 1950 a 2000, Charles M. Schulz, creador de Carlitos y Snoopy, escribió y dibujó una tira cómica diaria hasta llegar a reunir poco menos de dieciocho mil (la última, en la que se despedía de sus lectores, apareció exactamente al día siguiente de su muerte, un fin apenas justo para un prodigioso ciclo de vida y creación). Se trata de un caso excepcional de creatividad sostenida. Schulz, en más de un sentido, fue el Balzac de las tiras cómicas. La publicación de The Complete Peanuts, planeada en veinticinco volúmenes que vienen apareciendo a razón de dos por año, representa la oportunidad de leerlo por primera vez en su totalidad y apreciar la verdadera dimensión del mundo que creó.

Carlitos pertenece legítimamente a la familia de antihéroes del mundo moderno; suerte de pequeño hombre sin atributos, es el perdedor por antonomasia, condición ejemplificada por su récord perfecto de derrotas en el beisbol, su incapacidad para elevar un papalote o acercarse a la Niña Pelirroja. Sin embargo, lo que lo salva es una inocencia a prueba de cualquier desengaño y un fondo de optimismo irreductible: no importa cuántos jonrones le peguen, él seguirá subiendo al montículo con la esperanza de convertirse en héroe (recuerdo ahora los primeros versos de un memorable poema de Eduardo Lizalde publicado en Vuelta hace años; no el único seguramente, pero sin duda uno de los mejores: “En la noche asesina, y solo en el montículo,/ ¡qué soledad a veces, Charlie, pavorosa!”).

Snoopy no poseía, cuando comenzó a publicarse la tira, el protagonismo que fue adquiriendo hasta llegar a convertirse prácticamente en el centro de la serie. En 1956 Schulz lo hace caminar como un humano; después comienza a expresar sus pensamientos y pronto lo hace adoptar las formas y personalidades más variadas. Frente al nerviosismo y la inseguridad de Carlitos, el sabueso encarna la despreocupación y la frescura. No obstante, en el mundo poblado de neurosis de Schulz, nadie escapa a ellas: Snoopy asume distintos roles porque está inconforme con lo que realmente es: “Si yo fuera un buitre –piensa– la gente me tendría más respeto.” Así pretende ser un águila calva, un salmón, un gorila, un alce, un león, una serpiente y, ya en pleno delirio, un piloto de la Primera Guerra Mundial. Sus metamorfosis, sin embargo, suelen tener un final ridículo que le recuerda que, en el fondo, es un perro. La épica de su vida interior (como la del Walter Mitty de James Thurber) contrasta con su prosaica realidad.

Lucy representa la necedad segura de sí misma: enérgica y despótica, la sombra de la duda nunca parece haber cruzado por su mente. Goza torturando al hipersensible Carlitos y a su hermano menor. Tirana autoproclamada, pretende resolver los problemas de todos en su consultorio psiquiátrico por cinco centavos. Su castigo es estar enamorada de Schroeder, el pianista obsesionado con Beethoven (el compositor favorito de Schulz, por cierto, no era Beethoven sino Brahms, pero aquél, decía, tenía un nombre más chistoso), que la desprecia olímpicamente. Su mundo filisteo choca ahí con un muro impenetrable. Su hermano Linus, por su lado, posee quizá la personalidad más compleja del grupo. En él confluyen una inocencia extrema (año tras año espera impertérrito la llegada de la Gran Calabaza), una propensión a la ironía, un temperamento filosoficorreligioso (cuando contemplan las nubes, mientras los demás ven animales, él ve la figura de San Pablo) y un realismo que, a diferencia de Carlitos, le permite adaptarse a la vida como es. Y, no obstante, todo su aplomo depende de la manta que arrastra consigo a todas partes.

Tras su fachada inocente, el mundo de Carlitos y Snoopy está lleno de ansiedades, miedos y frustraciones. A Schulz le gustaba citar una frase de Scott Fitzgerald: “En la noche oscura del alma, siempre son las tres de la mañana”, y Gary Groth ha escrito que de algún modo en Peanuts son siempre las tres de la mañana. Es cierto, claro, pero si sólo eso fuera cierto, las de Schulz serían las tiras cómicas más deprimentes de la historia y no una obra que irradia una suave serenidad. La clave reside en el humor y la compasión con que el autor presenta los defectos e inseguridades de sus personajes. “Mi filosofía –declaró Schulz alguna vez– es sencillamente una filosofía de la bondad.” Su genio radicó en fabricar una comedia humana en miniatura sobre esa bondad. Good grief! ~

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(Xalapa, 1976) es crítico literario.


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