Caravaggio

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Pocas cosas deleitan más llanamente al ojo humano que los embustes ilusionistas; desde los trucos del prestidigitador hasta los trampantojos, pasando por los espejismos y la levitación, todo lo que se haga pasar –ingeniosamente, se entiende– por verdadero, o al menos, por físicamente posible, nos maravilla en grado extremo. Por eso películas como Avatar tienen el éxito que tienen –a pesar de la trivialidad de su trama o, peor aún, de su remilgada moraleja–, porque están hechas para hacernos sentir como si estuviéramos ahí (mucho más, claro, si se utilizan los lentes 3-D). Y tal vez a esto se deba, en buena medida, la fascinación que despierta un pintor como Michelangelo Merisi, mejor conocido como Caravaggio. A decir de Philip Sohm, un estudioso de la Universidad de Toronto, nos gusta incluso más que el otro Miguel Ángel, hasta hace no tanto rey indiscutible de las monografías, los catálogos y las tesis doctorales. Después de seguir el rastro de todo lo que sobre estos dos artistas se ha publicado en los últimos cincuenta años, el investigador pudo fijar el momento –los años ochenta– en que nuestra larga predilección por la obra de Miguel Ángel comenzó a decaer, y en su lugar se instaló una franca “caravaggiomanía”, que Sohm atribuye a los empeños de Buonarroti de darle a su arte un carácter “celestial”, idealizado y suntuoso (sobre todo en su última faceta, abiertamente manierista), que contrasta con la “terrenalidad” (casi periodística, como solía decir el crítico Roger Fry) de Caravaggio. Con lo cual, advierte Sohm, la obra de uno terminó por no decirnos gran cosa (a nosotros: los descreídos, supongo), mientras que la del otro escaló en nuestras preferencias a golpes del realismo que casi se puede tocar que tanto nos gusta. Es cierto, después de Delacroix y David, tal vez no exista otro par de pintores más antagónico que este. Pero adjudicar el giro en nuestro interés a lo que tiene uno que al otro le falta es reducir la cuestión a un mero concurso de talentos (cuando, en realidad, siempre habrá quien prefiera las formas estilizadas de Miguel Ángel a la crudeza del pintor lombardo). Sobre todo, cuando es mucho más probable, y bastante más evidente, que todo se deba al hecho de que Caravaggio –cuya influencia, curiosamente, se deja sentir hasta los confines del siglo XIX– fuera por mucho tiempo relegado al limbo de los pintores oscuros (adonde sólo llegan otros pintores o los más avezados connaisseurs), por una crítica a la que nunca le atrajo la religiosidad que manifestaban, prosaicamente, sus cuadros. Fry, por ejemplo, llegó a decir que Caravaggio había inventado ni más ni menos que la vulgaridad; y Bellori, un crítico del siglo XVII, acusó al pintor de haber “erradicado la dignidad del arte”, al desdeñar “no sólo las cosas bellas, sino la autoridad de los antiguos e incluso las pinturas de Rafael”.

Sirva la fotografía del llamado “Primer San Mateo” (1602), un óleo hoy desaparecido, para entender que la “vulgaridad” en su pintura no es sino una absoluta falta de idealidad.

Para Caravaggio, no había la menor diferencia a la hora de pintar una canasta de fruta que un episodio milagroso: ambos merecían ser representados con el máximo naturalismo posible y sin adorno alguno (por eso se sospecha que Caravaggio recurría a elaboradas puestas en escena para poder pintar, lo que fuera, da vivo). La historia es esta: una iglesia romana invitó a Caravaggio a realizar un retrato de San Mateo, con indicaciones muy claras: el santo tenía que verse en el momento de escribir los evangelios, y, para mostrar que se trataba de la palabra de Dios, un ángel debía aparecer en la escena, a manera de musa inspiradora. Caravaggio meditó sin duda el asunto1 y concluyó que para el santo, un hombre escasamente instruido, la tarea de sentarse a escribir un libro completo tendría que resultar un tanto incómoda. Así, entonces lo pintó: deteniendo con torpeza el texto sobre sus piernas, con los pies descalzos y un aire de cierta incredulidad, mientras el ángel, más que sólo dictarle los versos, guía con delicadeza su mano inexperta. Desde luego, la pintura fue rechazada por los curas de la iglesia que, como lo narra Bellori: “pensaron que la figura no tenía decoro, que no se veía como un santo, sentado así, con las piernas cruzadas y con los pies, sucios, dirigidos crudamente hacia el público”. Caravaggio se vio obligado entonces a llevar a cabo una segunda versión, mucho menos arriesgada.

Así las cosas, fue hasta la legendaria retrospectiva de 19512 cuando la grandeza del maestro da Caravaggio quedó finalmente expuesta a los ojos del mundo, que la admiró, de nuevo, come miracolo (hay que pensar que, para sus contemporáneos, eso era exactamente lo que hacía este pintor: milagros). De modo que, en realidad, sólo nos estamos poniendo al día con los prodigios de una obra largamente olvidada, mientras que sobre la de Miguel Ángel tenemos, después de más de cuatro siglos de darle vueltas, cada vez menos que decir. Pero, como observó el crítico del New York Times, eso no implica que sea menos popular que antes: sólo hay que ver las colas kilométricas que se forman afuera de la Academia para ver su “David”. Así que quizá lo único que realmente nos revela el estudio de Sohm es que a todas luces han empezado ya los festejos por el 400 aniversario de la muerte del gran maestro del claroscuro, que este año verá hasta sus huesos exhumar. Caravaggiomanía, indeed. ~

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1. Después de todo, se trataba de su primer encargo público.

2. La Mostra del Caravaggio e dei caravaggeschi fue curada por el gran experto en el barroco italiano Roberto Longhi para el Palacio Real de Milán.

 

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(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.


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