Björk: el sol en la boca

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En un sketch de Dagvatkin (El turno matutino, serie cómica de la tv islandesa), un hombre lee el periódico y se topa con una foto de Björk vistiendo uno de sus excéntricos atuendos. El tipo exclama: “¡Mira esta monstruosidad!” Un muchacho que desayuna junto a él responde: “¿A quién no le gusta Björk? Es una gran cantante.” Pero el hombre sigue: “Yo nunca la he escuchado cantar, solo chillar y aullar. Parece una retrasada mental en un concurso de disfraces.” Más tarde, la mismísima Björk entra a la cafetería y el hombre se deshace en elogios aunque una colega lo delata, repitiéndole a la artista la retahíla de adjetivos ofensivos. A Björk no le importa mucho: en realidad solo quiere usar el baño. La escena es representativa de las polarizadas reacciones que Björk provoca en el público. Desde su primer disco solista (Debut, 1993) genera tanta aversión como admiración incondicional, posiblemente porque es una “monstruosidad” que ha construido su guarida en la frontera de un bosque encantado y el país del pop más comercial, iluminado con luces fluorescentes. Como Isobel, uno de los personajes de sus canciones, Björk ha sido capaz de cambiar el paisaje pop al sustituir el gas neón por un ejército de luciérnagas, combinando la intuición musical más silvestre con la pulida superficie del sonido “clásico”, la textura blanda de las venas con el pulso inasible de los circuitos electrónicos de un aparato. Incluso juega con el nombre que lo representa en el mapa: “Al pop prefiero llamarle la música folk de nuestro tiempo, la música de la gente, hecha para todo el mundo.” Si se la escucha con atención, Björk deja de ser ese personaje rocambolesco del avant garde neoyorquino de nuestros prejuicios y se revela como la punk que ha sido desde la adolescencia, la hija de una feminista y un electricista comprometido con la unión sindical. Por ejemplo: detrás del tufo modernillo que desprende Biophilia (2011), un álbum diseñado en forma de app, está un proyecto educativo en el que los niños (o en realidad, cualquier persona) pueden aprender a hacer música sin sentirse intimidados por no saber tocar un instrumento o leer partituras, todo a partir de un acercamiento científico-artístico hacia la naturaleza. El año pasado el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) adquirió Biophilia como la primera aplicación de su acervo, y este año ha inaugurado una muestra retrospectiva de la obra de Björk, reconociéndola como una figura clave para el arte contemporáneo. Klaus Biesenbach, el curador, explica en la introducción del catálogo que la cantante “ha creado formas innovadoras que cruzan todos los canales de nuestra sociedad mediática [y] la exhibición pretende consolidar la posición singular que ocupa Björk en las prácticas contemporáneas y celebrar su música, enormemente original y significativa”. Al principio Björk rechazó la propuesta: “¿Cómo se cuelga una canción en la pared?”, preguntó. La idea de un tour con memorabilia elogiando el pasado no le atraía, pero Biesenbach le comisionó una nueva pieza: el video de “Black lake”, la canción central de su último álbum, Vulnicura (2015), cuyas dolientes cuerdas y desesperados beats, semejantes a los latidos de un corazón en agonía, expresan el dolor provocado por la ruptura de su matrimonio con el artista Matthew Barney, padre de su hija Isadora. Candidato fácil para la etiqueta “break up álbum”, Vulnicura es en realidad un disco que, además de ejercicio catártico, egocéntrico (que Björk no se permite con tanta frecuencia como se podría pensar), pretende hacer compañía a quienes necesitan lidiar con el dolor de un corazón roto y una mala racha cósmica de pérdidas y fracasos: “Don’t remove my pain, it is my chance to heal”, canta en “Notget”. “La música –dijo a Rolling Stone en un ya lejano 1994– es la mejor enfermera del mundo.”

Hoy el video conceptualizado por Björk y dirigido por Andrew Huang puede verse dentro de una cueva artificial construida en el MoMA por el arquitecto David Benjamin, quien utilizó las formas orgánicas de percebes y erizos para emular el barranco original, esa herida natural del territorio islandés que fungió como escenario.

Björk quiso evitar el efecto Hard Rock Café al mostrar en una vitrina los objetos más representativos de su carrera (el vestido de cisne diseñado por Marjan Pejoski, los robots del legendario video “All is full of love” creados por Chris Cunningham, las hermosas cajas musicales transparentes cuyo sonido dio a Vespertine [2001] esa atmósfera mágica, escarchada). Por eso escribió una autobiografía fantástica junto con el laureado poeta Sjón que acompaña el tránsito de los visitantes a través de audífonos y un sistema de geolocalización. Pese a estos esfuerzos, la crítica hacia la muestra ha sido mayoritariamente negativa, en tanto ha culpado a la dirección del MoMA de atraer al público con muestras populares (como las hechas en torno a Kraftwerk y a Tim Burton) sin proveerlas de contexto formal, de cuidadosa reflexión museística. Habría sido fundamental hablar de cómo Björk ha registrado su proceso creativo en los documentales de prácticamente cada álbum que ha hecho, de la relevancia interdisciplinaria de uno de sus mayores talentos: su capacidad colaborativa con toda clase de artistas, desde las muchachas groenlandesas sin experiencia que al ver un anuncio que la cantante puso en el supermercado formaron el coro para Vespertine, delirantes lutiers, cineastas como Michel Gondry o Spike Jonze y hasta científicos de la talla de Oliver Sacks y David Attenborough. No habría estado mal resaltar sus repetidos homenajes a lo literario, como la poesía de Jakobína Sigurðardóttir y E. E. Cummings (la letra de “Sun in my mouth” es un fragmento de “I will wade out”: Pondré el sol en mi boca y saltaré, viva, para estrellarme contra la oscuridad); ni qué decir de cómo ha contribuido a la visibilización de músicos tan disímiles como John Tavener, Leila Arab, Arvo Pärt, John Grant o Antony Hegarty. Habría sido una meta provechosa enfatizar que su impresionante trabajo como letrista y compositora de melodías camerísticas perfectas, de complejos ritmos, si bien enriquecido por los productores con los que ha trabajado (Mark Bell, Tricky, Arca), es un mérito que le pertenece por completo a ella y aun así la industria tiende sistemáticamente a otorgarles el crédito a ellos. Con todo, su presencia en el MoMA ha bastado para generar preguntas relevantes en torno al arte contemporáneo: su lugar en la sociedad mediática, el fenómeno de las celebridades, el vínculo entre las artistas y las nuevas tecnologías. El crítico musical del New York Times Alex Ross destaca que lo más valioso del trabajo de Björk “es la mirada que proporciona, en momentos relampagueantes, de un mundo futuro en el que las ideologías, teleologías, guerras de estilos y subdivisiones que han definido tanto la música en el curso de los últimos cien años acaban esfumándose. La música recupera su felicidad original, libre tanto del miedo a lo pretencioso que constriñe a la música popular como del miedo a la vulgaridad que constriñe a la música clásica”.

No es extraño que quienes han visto trabajar a Björk describan sus métodos y filosofía con términos cercanos a la utopía. Ella misma reconoce que su motivación es, a pesar de todo, muy ingenua: “La razón por la que empecé en la música fue porque simplemente quería dar. Es así de naif, como cuando tienes seis años y fantaseas con subirte a cantar a una mesa para hacer felices a todos.” Ross también conjetura que la música de Björk contiene algo así como una “poesía de la posibilidad”, un “urgente optimismo […] la sensación de que el siguiente momento o encuentro podría transformarlo todo”. Quizá ese optimismo sea una de las dádivas más grandes de Björk, sobre todo para las mujeres que crecieron escuchándola. Una de sus canciones más hermosas, “One day”, promete que algún día, cuando sea preciso, brillarán fuegos artificiales en el cielo. “¡Lo presiento!”, canta la poderosa voz que habita dentro de ese pequeño cuerpo que cumplirá cincuenta años este 2015 y que, a diferencia de las acaparadoras biografías trágicas de artistas que han sido consumidas por el implacable juicio sobre su edad, el desamor o la injusta apreciación de su trabajo, constituye el testimonio de que la posibilidad de esa pirotecnia, de una vida construida alrededor de la creación, la generosidad y el placer, aun después de los momentos más duros, no es inalcanzable. ~

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(Ciudad de México, 1979). Narradora y ensayista, periodista de cine y literatura. Pertenece al colectivo de arte y ciencia Cúmulo de Tesla.


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