Babel era un cine

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Uno de los misterios más inesperados de este tiempo enigmático es por qué no funciona el cine que se ha puesto a mezclar los diferentes acentos del español. No me refiero al lado comercial, que desconozco y que de todos modos no significaría gran cosa, sino a que no funciona en el oído y en el sexto sentido que guía a los buenos directores de teatro y a los cazadores de espías: aquello que pasaba en la Guerra Mundial, cuando pillaban a espías perfectos… por haber olvidado el detalle de fumar con el estilo de su nuevo pasaporte.
     Algo falla entre los nuevos directores que al fin se han rendido a la evidencia de que a la postre las verdaderas fronteras, las culturales, se trazan a oído. Es una evidencia un tanto arriesgada pues si bien el oído une lo que parecía distante, también desune cuando chirría, aunque sea levemente. Y eso es lo que sucede cuando el mexicano Arturo Ripstein fuerza la presencia de una española, Marisa Paredes, en la inmóvil fábula de García Márquez El coronel no tiene quien le escriba; o en la chilena El entusiasmo, película-denuncia del nuevo yupismo chileno, donde la aparición de la sensual española Maribel Verdú sólo se sostiene en la endeble coartada de que su personaje es una azafata; o con la participación de españoles metidos con calzador en la película Golpe de estadio, del colombiano Sergio Cabrera (que había acertado con su primera película, de tono muy local), que trata de un asunto tan poco cosmopolita como la guerrilla en aquel país. Y así con otros muchos ejemplos como la casi-plaga de las películas de españoles en Cuba, favorecida por los bajos costos de producción, o Todo está oscuro, en la que la española Silvia Munt, en un viaje a la Colombia del secuestro y la droga para buscar a su hermano, desgrana una colección de tópicos y prejuicios que parecerían los de un folleto de advertencias de una agencia de viajes.
     Qué contraste con la película Buena Vista Social Club, del alemán Wim Wenders. ¿Por qué funciona? A mi modo de ver porque Wenders no daba nada por sabido y se acercó a cierta Cuba oculta y olvidada con respeto y deseo de descubrir —el descubrimiento es uno de sus temas centrales—, sin el deseo pueril de participar. Y descubrió hasta el extremo de sorprender, seguro (si la han visto), a los mismos cubanos.
     Para comprender que no se trata de una moda basta un dato: suelen ser coproducciones con España, lo cual no tendría nada de particular de no ser porque esta financiación parece exigir casi que por principio una cuota en el reparto. Y no se trata sólo de la liviandad que caracteriza (y no sólo a él) al cine español actual. Es como si los productores españoles no confiaran en un resultado en el que no hubiese una, si no tangible, al menos visible y audible participación patria. Algo parecido a la difícil situación del millonario que se avenía a financiar una compañía de teatro a condición de que su amiguita se liara al final con el guapo de la obra.
     Que un negocio que requiere tanto dinero se mueva sobre ideas tan primitivas puede sorprender respecto al grado de desinformación de los inversionistas, pero a estas alturas ya no escandalizar: se inscribe en la tradición. Basta ver la televisión española (hay que grabarlo pues la primera vez uno cree que ha oído mal) para comprobar cómo en este país se considera que para doblar un acento latinoamericano —en la traducción, digamos, de una película estadounidense en la que aparezcan latinos—, basta un español que se limite a reconvertir en eses todas las zetas y las ces. En el caso de que se esfuerce mucho, si se trata de un oriundo del Caribe, el español pondrá acento de las islas Canarias; si se trata de un mexicano, dirá chamaco o manito con frecuencia, a ser posible cantinfleando o con tono de Juan Charrasqueado; y si se trata de un argentino, procurará hablar como en los tangos. Es una experiencia tan fuerte que el truco para poder llegar al final de la película es quitar el sonido cuando habla el latino, pero es que así al final se tuerce el mensaje.
     Lo que parecería una muestra más de papanatería es en realidad un síntoma: el del viejo desconocimiento de muchos españoles de la América en teoría hermana, que se mantiene pese a innumerables intentos de acercamiento, incluido el de los emigrantes y el de los modernos inversionistas. Las muchas razones son hasta cierto punto deducibles por el sentido común histórico, pero llega un momento en que se convierte en algo misterioso por cuanto no sucede lo mismo con otros pueblos que fueron conquistadores y conquistados, y éstos luego rebeldes e independizados, aspecto decisivo para entender el difuso rencor disfrazado de amnesia e indiferencia de las antiguas metrópolis. Llega un momento en que ese síntoma se convierte en el de la impermeabilidad de toda una cultura. –

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Pedro Sorela es periodista.


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