B. Traven. El hombre que nunca olvidó.

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¿Importa de veras quién fue B. Traven? ¿Fue alguna vez un cerrajero polaco llamado Feige? ¿Un actor convertido en periodista radical en Múnich, llamado Ret Marut? ¿Un emigrante alemán o tal vez noruego llamado Traven Torvsan? ¿Un estadounidense llegado de Europa que alguna vez trabajara como marinero y desembarcara en Tampico en 1942 para nunca volver a navegar? ¿O era Hal Croves, que en 1947 se presentó a John Huston como agente del autor de El tesoro de la Sierra Madre, en el Hotel Reforma de la ciudad de México? ¿Era el hijo ilegítimo de un industrial alemán judío llamado Emil Rathenau y de una actriz de nombre Josephine von Stenwarldt? ¿O el hijo ilegítimo del káiser Guillermo y de una actriz llamada Helen Mareck o Helen Maret? ¿Por qué Ret Marut —antisemita pero exaltado defensor del anarquista judío Gustav Landauer en Baviera en 1919—, que muchos piensan que se transformó en B. Traven, fue un narrador y humanista que se aisló en México tras escapar a una sentencia de muerte por haber sido declarado enemigo del Estado en Múnich; había tratado de huir a Estados Unidos o Canadá, se había ocultado en Berlín durante cuatro años, haciendo y vendiendo muñecas de trapo en la calle con su amante Irene Mermet (que después se casó con un abogado y profesor de Harvard y vivió en Nueva York), y estuvo preso durante tres meses en la cárcel de Brixton, en Londres, por no haberse registrado como extranjero y hacerse llamar Hermann Feige, tenía una caligrafía por completo diferente de la escritura de quien se proclamó autor de alrededor de una docena de novelas, además de algunos cuentos y un memorable trabajo documental?

El hombre llamado B. Traven declaró una y otra vez que lo único que importa de veras es la obra, no el autor, conclusión con la que tiendo a estar de acuerdo. Como señala el estudioso de Traven, Michael Baumann, en realidad no se sabe nada sobre Shakespeare ni sobre Homero, pero la obra de ambos es objeto de reverencia y estudio infinitos. No, no importa quién fuera B. Traven. Lo que importa —me importa a mí, por lo menos— es por qué.

Como muchas personas, el primer contacto que tuve con la obra de Traven fue a través de la película El tesoro de la Sierra Madre, dirigida por John Huston, protagonizada por Humphrey Bogart, realizada en 1948. Nunca olvidé al chico, representado por Bobby Blake, que le vendía un billete de lotería a Fred C. Dobbs, el personaje representado por Bogart, en una cantina de Tampico. Casi medio siglo después, Blake representó a otro personaje inolvidable llamado “El Hombre del Misterio” en una película que escribí en colaboración con el director de la cinta, David Lynch: Lost Highway. En 1958 poco podía saber, a mis once años de edad, al ver a Bogart echarle whisky o tequila en la cara al niño que trataba de avisarle que acababa de ganarse la lotería, que el verdadero “hombre del misterio”, invento de la imaginación de un genio loco como el Dr. Mabuse, era el creador de los personajes.

Unos años después de haber visto esa película comencé a leer los libros de Traven. Primero leí el Tesoro, claro está, y luego El barco de la muerte, Los pizcadores de algodón, El puente en la selva, Marcha a la montería, Gobierno, y el resto de la serie de narraciones sobre la selva. Leí sus cuentos del libro El visitante nocturno, así como una pequeña gema de bolsillo que encontré en un cesto de libros usados en Chicago, por el cual pagué cinco centavos, titulado Stories by the Man Nobody Knows (Cuentos de B. Traven). Éste fue el libro que me hizo preguntarme por qué… No me importaba tanto quién fuera B. Traven, sólo quería saber por qué no quería que lo supiera la gente.

El poeta simbolista francés Arthur Rimbaud dejó de escribir poesía a los diecinueve años, después de que su amante, un hombre casado, el poeta Paul Verlaine, le disparara en una muñeca en un hotel de Bruselas. Rimbaud se incorporó a la marina neerlandesa, de la cual desertó enseguida. Durante su vida posterior, relativamente breve —murió a los 37 años—, obsesionaba a Rimbaud que lo persiguieran las autoridades neerlandesas, decididas a prenderlo y meterlo en la cárcel. Quizá por eso huyó de Europa y de la vida literaria, y se estableció como comerciante de armas y traficante de esclavos para el rey Meneluk, de Abisinia, la tierra de los hombres “con cola” y la cara a rayas. Rimbaud se fue al sur unos cuatro años antes de que también se fuera el hombre llamado Traven. La diferencia es que Arthur dejó de publicar en ese momento, mientras que Traven comenzó entonces. Si Traven realmente era Ret Marut, fugitivo de Alemania, quizás tuviera el mismo temor, el de ser tomado preso y quedar en manos de las autoridades del Viejo Mundo. ¿Qué mejor solución que cambiar de nombre, de geografía, incluso de letra? (A mis ojos no especializados, las muestras que de su caligrafía proporcionó Traven a sus biógrafos Karl Guthke y Baumann inicialmente parecen masculinas —Marut— y después femeninas —Traven—. Las cartas de este último posiblemente fueran escritas por Irene Mermet, que visitó a Marut-Traven en México durante los primeros años que éste pasó allí. A principios del decenio de 1930, las cartas de Traven estaban escritas por completo en máquina y a veces apenas firmadas con una pequeña rúbrica, ilegible.)

La pregunta insistente sobre B. Traven es quién escribió realmente esos libros. ¿Será que Marut —cuyo apelativo sin duda era un nome de plume de guerre— hizo amistad al llegar al estado mexicano de Tamaulipas con alguna persona que ya los había escrito o estaba escribiéndolos? No lo creo. Creo que El barco de la muerte (publicado en Alemania en 1926), igual que todos los demás libros de Traven, son obra del renegado en alemán y fueron mal traducidos al inglés por él mismo con la finalidad de hacer pensar al público que los había redactado un estadounidense. Bernard Smith, editor de la casa Alfred A. Knopf, que publicó El barco de la muerte, reconoció haber sometido esta novela a una profunda revisión para hacer aceptable su inglés. Marut-Feige-Rathenau-Wilhem, o quien fuera, a continuación procedió a sacar narraciones de su nueva tierra, que resultaron en la serie de libros sobre los jornaleros del campo y su explotación por los terratenientes productores de algodón, en los campos petroleros y la selva. Los pizcadores de algodón se llamaba originalmente Der Wobbly, en honor a la organización International Workers of the World, de breve duración, que dio origen al sobrenombre de wobblies, y el tema era del todo congruente con Marut. El hecho de que este escritor sazonara El barco de la muerte con detalles e insinuaciones antisemitas y después, en 1933, en cartas a su editor hiciera referencia a los “sucios judíos”, “ajudiados y semitizados por delante y por detrás”, “codiciosos, viscosos, apestosos [para salvar tu] almacén semita de departamentos”, etc., no me sorprende. Incluso un llamado anarquista radical como Marut, y no obstante su apoyo a Landauer, tenía, como alemán, profundamente cincelado el antisemitismo. No me parece que sea una incongruencia: creo que se trata de una enfermedad cultural, una enfermedad que predominaba tanto ayer como hoy. En su obra, B. Traven, por lo menos hasta 1940, cuando dejó de publicar, defendió los derechos de los fellahin, la clase baja, los “pobrecitos”, a la vez que les daba una imagen noble, con lo que se convirtió en una especie de forjador moderno de mitos, en congruencia con su celoso y egoísta idealismo intelectual. ¿Qué importa? Sabía narrar y eso es lo que cuenta. Por eso sus libros fueron best sellers en todo el mundo, pese al estilo desmañado, de sintaxis confusa, sin acabar, mal traducidos o mal escritos. B. Traven, quienquiera que fuera, como Joseph Conrad, que escribió en su cuarta lengua, creando así un estilo irrepetible, tenía algo importante que decir. No hurgaba llagas sin trascendencia, como hace la mayoría de los modernos escritores de hoy. Ésta es una razón por la cual sus libros vivirán mientras haya lectores.

En abril de 2004 me invitaron a comer una de las hijastras de Traven, Malú Montes de Oca de Heyman, y su esposo, Tim, banquero y escritor británico, a su casa de la ciudad de México. Había organizado el encuentro un editor de esta ciudad que conocía mi interés constante por la obra de Traven y sabía que, a principios de los años setenta, yo había estado en contacto con Rosa Elena Luján, la viuda de Traven (éste murió en 1969) y madre de Malú. De alguna manera conseguí la dirección de la viuda y le escribí porque había una novela de Traven que nunca había logrado encontrar, Trozas (The Logs), y quería saber si ella podría indicarme cómo encontrar un ejemplar. Rosa Elena generosamente me mandó un ejemplar, en alemán porque no se había publicado en inglés. Se lo dije a Malú, que me informó que su madre —viva aún pero muy enferma— obviamente se había dado cuenta de la sinceridad de mi interés y me mandaba la novela por su dedicación actual a la obra de su marido.

También le dije a Malú que en 1978, estando en Mérida, Yucatán, había conocido al dueño de una librería que me había contado que él había ido a la escuela con ella y con su hermana Rosa Elena, y decía haber visto en varias ocasiones a su padrastro. Me describía el tercer piso de su casa, en las calles de Río Mississippi, donde estaba el estudio de Traven, que denominaban “El puente”, como el de un barco, y me contó que Traven, al que se dirigía como “señor Traven”, y no Croves, siempre había sido generoso con él, que era un escritor en ciernes. Malú me explicó que su padrastro utilizaba el nombre Hal Croves en público y para firmar sus guiones, con el propósito de separar esos trabajos de sus novelas. (Entre sus guiones están Macario y La rebelión de los colgados.)

Malú me mostró las máquinas de escribir de Traven, de las cuales una Underwood portátil, manual, por supuesto, fue la que utilizaba en la selva de Chiapas, según me dijo. También me enseñó los sombreros del escritor, entre ellos un casco de safari en el que había encontrado cabello de Traven. “Si logro encontrar con qué compararlo —dijo Malú—, podría mandar hacer un análisis del ADN para saber quién era en realidad.” La verdad, reconoció, es que ni ella sabía el origen del hombre que consideró su padre desde los diez u once años. Ella y su hermana lo llamaban Skipper. “Tenía las manos más singulares que le haya visto a ningún hombre”, afirma.

Malú y Tim fueron anfitriones amables y me invitaron a ver los libros de Traven, no sólo las diversas ediciones de sus novelas, sino su biblioteca personal, que fue lo que más me interesó. Había algunos libros en alemán, aunque casi todos en inglés, sobre todo la narrativa: Conrad, Conan Doyle, Wells. Había títulos de Mencken y libros sobre el oro y la minería, bibliografía que habrá consultado para escribir El tesoro de la Sierra Madre. A fines del decenio de 1970, mientras trabajaba de consultor editorial, recomendé la publicación del libro para niños de Traven La creación del sol y la luna, que efectivamente se publicó. Fue una decisión acertada y durante las gestiones conocí al principal editor de Traven en Estados Unidos, Lawrence Hill. Malú también había conocido a Hill, y le conté que, una vez que almorzaba con él en el Players Club de Nueva York, me había dicho que quizá ni el propio Traven supiese bien a bien quién era. Es decir, que el hombre llamado Traven, o Torvsan, o Croves, no tenía seguridad sobre sus orígenes, y que esto estaba muy relacionado con el oscurecimiento de su identidad. En su lecho de muerte fue cuando parece ser que le confesó a Rosa Elena, su esposa, que había sido, efectivamente, Ret Marut, y que ella podía hacerlo público. A mi juicio, le dije a Malú, Traven siempre supo quién era, quiénes eran sus padres, dónde había nacido. Durante tantos años, como Rimbaud cuando recurrió a la naval neerlandesa, lo abrumaría y acosaría un temor parecido, fundado o no; y cuando todo peligro real o imaginario hubo pasado, también pasó su capacidad o necesidad de transformarse.

Pero una cosa me inquieta, el tardío intento de Traven de enriquecer su leyenda literaria escribiendo y publicando una novela final: Aslan Norval, en 1960, veinte años después de su última novela de la selva. Aslan Norval, que yo sepa, sólo se publicó en alemán, nunca en inglés. En 1960, Traven tendría cuando mucho 78 años (la fecha de su nacimiento sería 1882 o 1890), y según Rosa Elena Luján era un hombre vital, fuerte mental y físicamente casi hasta su muerte, nueve años después. Aslan Norval muestra el antiguo antisemitismo expresado por Ret Marut en su revista de Múnich en 1919 Der Ziegelbrenner, y por B. Traven en sus cartas a sus editores alemanes en 1933. Esta última novela es floja y, en consecuencia, ha pasado prácticamente inadvertida y no se tradujo. ¿Por qué la publicó? La razón es que Traven era un escritor y nunca dejó de escribir, aunque sólo fuera en su mente, sobre todo, y no podía cambiar. La verdad última es que B. Traven nunca pudo olvidar quién era. –

Traducción de Rosamaría Núñez

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