Imagen: Fragmento de Quantum.gif por Jennifer y Kevin McCoy

NFT, o el Net art inventando artefactos

Los NFT, que este año han saltado a la fama, no son un invento nuevo. Desde 2014 surgieron como una respuesta a la necesidad de los artistas de subsistir de su trabajo en la era de las criptomonedas y el comercio en línea.
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Al tiempo que la operación del planeta entero parecía verterse en Internet debido a la pandemia, un artefacto financiero poderoso y desconocido irrumpió en el tecnopaisaje: los NFT, iniciales de non-fungible tokens o tokens no fungibles. La criptoeconomía burbujea de la mano del Net artobras producidas con herramientas de creación y edición digital– y llega a los encabezados de todo el planeta. Una obra que consiste en un pixel gris realizada por un artista anónimo se vende en más de un millón de dólares; la noticia de que la casa de subastas más importante vende la primera obra de arte en forma de NFT en más de 69 millones continúa dando vueltas al mundo. Las plataformas de criptoarte y critpojuegos ebullen con el fenómeno, mientras criptodivisas como Dogecoin dan saltos de 400% en su valor. Aunque en México existen comunidades de criptoarte desde 2019, la semana pasada por primera vez una casa de subastas en el país vendió una obra acuñada como NFT.

En los años noventa, poco antes de la irrigación masiva de la computadora personal y la World Wide Web, comenzaba a gestarse el Net art, cuyos atributos le permitían existir exclusivamente en el mundo casi despoblado que era internet. Las limitaciones de la tecnología hacían emerger estéticas singulares en los dibujos hechos con botones, checkboxes, barras de scroll y demás elementos gráficos de navegación que caracterizaron la obra de Alexei Shulgin; en el uso gráfico de los errores de la misma tecnología, como el famoso 404 que el dueto JODI aprovechaba para crear; o en el clásico My boyfriend came back from the war de Olia Lialina, una obra narrativa intertextual. En México, un sitio pionero de estas prácticas fue unosunosyunosceros.com de Arcangelo Constantini. Salir del espacio institucional y físico del museo era una de las intenciones que atravesaba a los discursos que acompañaron a las producciones; aproximarse de manera crítica a ese nuevo medio era otra.

Quizá, como dice Stanislaw Lem en su Summa Technologiae, no tendríamos que ocuparnos de los mecanismos de las tecnologías si la actividad creativa del ser humano fuera libre, similar a la divina; si fuéramos capaces de realizar nuestro propósito igualando la precisión metodológica del Génesis, si al decir “hágase la luz”, obtuviéramos solamente la claridad, sin resultados no deseados. Aquí Lem, como casi siempre, es sarcástico. Algo así parece anunciar el artículo “NFTs were supposed to protect artists. They don’t, del tecnólogo y blogger Anil Dash, quien junto con el netartista Kevin McCoy desarrolló Monegraph (Monetized Graphics o gráficas monetizadas), el primer prototipo del artefacto financiero de los NFT.

Un activo fungible es aquel que puede ser intercambiable por otro activo del mismo tipo –las divisas por ejemplo–, mientras que uno no fungible es aquel cuyo carácter único, como el del arte, impide que sea mutuamente intercambiable. Los NFT son la versión tokenizada (o transformada en ficha, en prenda o vale) de un activo no fungible. Pueden representar obras de arte, bienes raíces u objetos coleccionables susceptibles de ser poseídos, intercambiados o vendidos. Este tipo de transacciones son respaldadas por la tecnología de blockchain, en la que el tercero de confianza (lo que para las instituciones bancarias son los gobiernos) es reemplazado por una red descentralizada entre pares, o red de igual a igual (en inglés: Peer to Peer, P2P), que permite a las personas o a los ordenadores compartir información y archivos sin intermediarios. Las transacciones de la red son públicas y su rastro es imborrable.

¿Para quiénes y para qué se inventaron los NFT? Su prototipo, Monegraph, fue presentado una noche de mayo de 2014 en el New Museum de Nueva York, en el marco del evento Seven on Seven, que desde 2003 organiza anualmente la plataforma Rhizome, dedicada al impulso del arte y la cultura digital. El evento toma la forma de un hackatón y, por una noche, reúne a “líderes en arte y tecnología para realizar una colaboración creativa durante un día con un desafío simple: hacer algo”.

Como punto de partida, McKoy y Dash pusieron sobre la mesa los problemas de un nicho muy específico, aquel que habita en la intersección entre el conjunto de los “letrados en la tecnología de blockchain” y el de “quienes no están muy contentos con todos sus esfuerzos en el terreno artístico”. Los problemas que identificaron en esa intersección fueron, por un lado, la necesidad de los artistas de compartir su trabajo gratuitamente en redes sociales para funcionar profesionalmente, y por otro, las evidentes consecuencias económicas que les encadenan a la economía precaria de los trabajos temporales sin ningún tipo de seguridad social. Del lado de los “letrados del blockchain”, el problema a resolver era el hecho de que esa tecnología pudiera tener aplicaciones mucho más interesantes que las divisas, y que, pese a ser tan revolucionaria, no estaba teniendo la relevancia cultural que su irrupción merecía.

Al cabo de una noche, McCoy y Dash imaginaron ese artefacto, lo introdujeron al arte digital como un token e intervinieron, desestabilizaron ¿y revitalizaron? al mercado del arte. Monegraph otorga a las imágenes y objetos digitales las cualidades de “verificación” y “proveniencia” (verificación del carácter único de la obra, y proveniencia que permite rastrear su cadena de propiedad) de las que gozan las obras que tienen una materialidad física. Esto hace posible que sean poseídas, intercambiadas y compartidas gracias a tres ingredientes: “Una obra: tu inteligente y animado .gif; un reclamo público de la propiedad de la obra: un tweet diciendo que la obra es tuya; y un récord: una entrada en el blockchain, que registra esta información en un formato específico”.

Un .gif creado por Kevin y Jennifer McCoy, dúo artístico, que el propio Anil Dash compró esa noche por 4 dólares en efectivo fue la primera obra acuñada como NFT intercambiada.

((Los McCoy son pioneros en el Net art. Su trayectoria cuenta con un cuerpo de obra digital y física, coleccionada (antes de los NFT)por instituciones como el Museo de Arte Moderno, el Museo Whitney y el Museo Metropolitano de Nueva York. Otro .gif hecho por este dúo que, junto con los coleccionables CryptoPunks, tiene la importancia histórica de haber sido el primer NFT, titulado “Quantum”, está hoy disponible para ser adquirido aquí: Una obra Un reclamo público en un Tuit del propio artista Una entrada en el blockchain ))

En el artículo mencionado antes, Dash habla del “atajo” que McCoy y él decidieron usar a fin de terminar su prototipo en una noche y que define, junto con el enorme costo energético de la criptoeconomía, los puntos más débiles de este artefacto. Ese atajo es que los NFT están, de hecho, alojados en un hipervínculo, y por lo tanto están condicionados por el viejo internet pre-blockchain, en donde una obra desaparece si alguien olvida renovar el dominio. Es el mismo atajo que permite que alguien pueda tomar una imagen que no le pertenece y tokenizarla bajo su nombre, como le ha sucedido ya a artistas como Rosa Menkman o Geert Lovink.

Como en toda fiebre del oro, gran parte del fenómeno se alimenta del pay to play (pagar para jugar) y el FOMO (en inglés: fear of missing out o el miedo a perderse algo). Algunos artistas como Mathew Plummer Fernández, reportan haber sobrepasado rápidamente su salario regular como profesor tras la venta de dieciocho NFT. La red también borbotea con activismo en torno al enorme costo energético de la criptoeconomía; artistas y tecnólogos reflexionan críticamente sobre el tema o desarrollan guías para llevar a cabo procesos respetuosos del medio ambiente.

Los NFT son solo parte de un cambio de paradigma en internet, como lo fue en los años dos mil la llegada de la Web 2.0 que implicó la aparición de las redes sociales y la economía de datos. Y viene acompañado de sus propios conflictos. Quizá los museos de arte contemporáneo podrían reunir a artistas, tecnólogos y otros saberes en hackatones, para buscar una solución que permita que los NFT respondan tanto al cuidado del medio ambiente como a la creación de posibilidades para la subsistencia de artistas en momentos tan complejos como los que atravesamos actualmente, y los que sin duda nos esperan a futuro.

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