Anticipar el jardín, el talud y la selva

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Se han publicado recientemente, casi al mismo tiempo, un par de libros de arquitectura, a cargo los dos de Miquel Adrià. Uno, dedicado a Teodoro González de León, es un grueso tomo de más de cuatrocientas páginas que recoge su obra completa, precedida ésta por un ensayo crítico de la pluma de William Curtis —reconocido historiador de la arquitectura, especialista, entre otras cosas, en Le Corbusier y cada vez más interesado por lo que, simplificando, podríamos considerar marginal al mainstream de la arquitectura moderna y contemporánea—, y otro de Adrià, además de incluir varios textos del mismo González de León. El libro presenta desde los primeros proyectos, al iniciarse la década de los años 50, hasta la producción más reciente, narrando en secuencia cronológica la historia de lo que, sin mediar ninguna metáfora, podemos entender como la consolidación de su trabajo o, dicho de otro modo, su solidificación: de la Casa Catán (una caja de planos horizontales de concreto armado y cerramientos de vidrio y acero que flota ingrávida sobre una planta libre —obra acaso más cercana al modernismo californiano de Raphael Soriano o Craig Ellwood o, como apunta Curtis, al Le Corbusier del Pabellón Suizo de 1931 que al Le Corbusier de Chandigarh o Marsella, proyecto en el cual González de León trabajó a fines de los años cuarenta—) hasta su obra más conocida, en gran parte construida en concreto aparente cincelado y que ahora, en vez de flotar, se despliega desde el suelo y, muchas veces, se repliega en él bajo taludes recubiertos de vegetación.
     El otro libro, sobre Alberto Kalach, recoge en cambio la obra reciente, “poniendo especial énfasis —según se afirma en la cuarta de forros— en los primeros pasos del proyecto. Como si de una bitácora o un cuaderno de croquis se tratara, el libro intenta destacar la esencia de las ideas y la inmediatez de los primeros trazos”. Más lo segundo que lo primero, bien podría subtitularse un elogio del jardín. Si el libro de González de León es una recapitulación en cierta medida crítica, el de Kalach es muestra de un momento de efervescencia que se contagia incluso a los textos introductorios de Adrià y Humberto Ricalde, más apologéticos que analíticos. En el trabajo de Alberto Kalach —tal como se muestra en este libro casi objeto— parece estar en marcha una doble operación. Los croquis a mano libre, que a veces hacen pensar en pinturas chinas de paisajes y otras en dibujos casi infantiles —podemos imaginar la voz de una maestra insistente: Alberto, no te salgas de la línea— con trazos vigorosos y, en apariencia, desordenados, contrastan con los dibujos llamados técnicos: planos de rigurosa composición geométrica que exhiben, a veces, los rastros de una mecánica compositiva de herencia clásica.

En principio, parecieran opuestos. Las fotografías sugieren una reconciliación de los contrarios: la construcción surgida de la estricta geometría desaparece tras la vegetación exuberante. Los rayones y manchas de colores de los primeros esbozos no representan nada sino que presentan, a su modo, la potencia desbocada, incontrolable parece, de una naturaleza que terminará engullendo todo lo construido por mano humana: un buen jardín, dice Kalach, realza la arquitectura, incluso la esconde. Podríamos pensar que, al final, incluso la devora: la piedra erguida por el hombre no se distinguirá ya del paisaje efecto de puras fuerzas geológicas.
     Hay algunas coincidencias en estos libros y, sobre todo, en la obra de estos dos autores separados por una o dos generaciones. Desde los concursos en que ambos participaron —como el de la rehabilitación del Zócalo, no incluido en el libro de Kalach, en que obtuvieron el segundo y el tercer lugar, o el de las torres en Reforma 222, ganado por González de León— o el proyecto en colaboración Vuelta a la ciudad lacustre —que cierra el libro de Kalach con una potente imagen de lo que es y lo que pudiera ser —volver a ser— el valle de México. El terco sueño —escribe Ricalde, ¿un sueño húmedo?, pregunto— de inundar de nuevo el lago de Texcoco y dejar que los jardines lo invadan. Otra vez la naturaleza salva lo que el hombre ha estropeado. Otras coincidencias: el rigor geométrico en la composición; el uso sabio y obsesivo —¿o sabio por obsesivo?— del concreto como material predominante; y —pura libre interpretación— acaso la mayor: una visión sobre la relación entre la naturaleza y la arquitectura y más allá: el artificio y la cultura —o la cultura como artificio—, sobre la distancia que las separa y el esfuerzo —monumental— de mantener y al mismo tiempo cancelar esa distancia. Tal visión implica, aunque no sea la única explicación, la monumentalidad presente en ambos autores, que tiene algo de primordial, de atemporal —dice Curtis de González de León— y de inacabado —dice Ricalde de Kalach. O, quizá, de siempre ya acabado, arruinado: la microerosión tallada a mano en los monolitos de González de León o la obra devorada por la jungla —como buena ruina romántica— en Kalach. Si nosotros somos polvo y en polvo nos convertiremos, nuestras obras de piedra —aunque sea artificial— también volverán a la tierra, y es mejor, parece, que anticipemos el jardín, el talud y la selva. –

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